FIRMAS: Arcadi Espada, LM Anson, S Sostres, R Rivero, J Villán
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Culpables
DESDE hace unos años nos importa el incendio del bosque. No demasiados.
En 1971 el humorista Perich, amable gatazo comunista, sentenciaba:
«Cuando un monte se quema algo suyo se quema... señor conde.» Una
relectura social y desdeñosa del eslogan con el que Franco quiso
encender la conciencia ecológica de los españoles, incluidos los
comunistas. Hoy el incendio forestal importa y es un gran ejemplo del
sesgo de culpabilidad. Cada año descolla un culpable. El ministro
Rubalcaba insistió mucho en el pirómano, que tiene siempre la ventaja de
volatilizar cualquier otra responsabilidad. Y así, en 2006, logró que
metieran en la cárcel a un pobre muchacho gallego que acabaría absuelto.
Muchos años antes, y en el gran incendio de los bosques de Montserrat,
los nacionalistas catalanes acudieron al pirómano adjetivado: eran los
españolistas, dijeron sobrios. Algún año les toca a las eléctricas,
culpables del desastroso mantenimiento de las redes. Y para qué hablar
de los constructores, cuando había.
Esta temporada ha llegado un nuevo personaje. El recorte presupuestario. Pero se trata de una asombrosa falacia. (Solo comparable a la que hace de este verano lo nunca visto desde el robo del fuego: cuando para ver un número superior de hectáreas quemadas es probable que no haya que retroceder más allá de 2005). Para entender la falacia del recorte el interesado deberá escribir en el cajetín de google incendios forestales+falta de medios, y limitarla, por ejemplo, al período 2001-2011. A esta hora ardiente de la tarde me da casi 200.000 googles. Estoy a punto de escribir que en ningún incendio importante se ha dejado de aludir a la ausencia de medios, como una constante transversal y compatible con el resto de culpables. Y es cierto. Siempre hay falta de medios. ¿Quién puede discutir que pudiendo actuar sobre la calcinada España todos los bomberos europeos con sus chorros, ¡y no actuando!, no haya una lacerante falta de medios?
El bosque se quema. Es llamativo que entre la galería de malvados salgan tan bien parados los ganaderos: más de la mitad de los incendios se vinculan a la quema descontrolada de rastrojos para pastos. La indulgencia será por las ovejitas, tan parecidas a las masas. Por lo demás es tan múltiple y fatal la combinación de factores que influyen en la magnitud de un incendio forestal, y en ellos tienen tanto peso el azar (entendido como todo aquello, meteorología incluida, que el hombre aún no puede controlar) que no creo que haya demasiados dramas donde sea más sensato y profundo echarle la culpa a la vida.
O sea, al porco governo.
CANELA FINA
16/08/2012 LUIS MARÍA ANSON
El Monarca está satisfecho. Unos días antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos Madrid 2020 ha gestionado con éxito para empresarios españoles el contrato del ferrocarril transafricano El Cairo-Johannesburgo que supone un mínimo de 100.000 millones de euros. El negociador saudí que le ha ayudado a cerrar la operación le ha invitado a una cacería de elefantes en Botsuana. Don Juan Carlos, al que aburren ya a morir las cacerías de elefantes, ha podido declinar la invitación, sin hacer un desaire, con el pretexto del magno acontecimiento deportivo.
Oro en Pekín 2008, oro en Río de Janeiro 2016, el abanderado español en los Juegos Olímpicos de Madrid es Rafael Nadal, que acaba de ganar su Roland Garros número 15. El tenista tiene 34 años y está considerado como el más destacado atleta de la historia del deporte español, por encima de Ricardo Zamora, que mantiene el récord en fútbol de 17 años internacional, y de Miguel Induráin, cinco veces vencedor del Tour.
Todo esto que escribo es un juego de verano pero no periodismo ficción. Podría ocurrir. Y como podría ocurrir, resulta imprescindible que, desde ya, se articule un plan ADO que nos permita llegar a los Juegos Olímpicos Madrid 2020, como han hecho los británicos para Londres 2012. No tenemos a Carlos Ferrer Salat, que es el autor del éxito Barcelona 92. Sobran, además, algunos políticos que entienden el deporte español como una fórmula para hacerse propaganda, para viajar gratis total, para colocar a parientes, amiguetes y paniaguados en los organismos deportivos y para el derroche y el despilfarro. Los Juegos Olímpicos son, ante todo, atletismo y natación. En atletismo, como en fútbol, hemos hecho el ridículo en Londres y hay que exigir al presidente de la Federación, Odriozola, tras reconocer los servicios que durante muchos años ha prestado, que presente su dimisión. En natación hemos hecho un papel decoroso. En todo caso, ni siquiera ha figurado España entre las veinte primeras naciones de los Juegos Olímpicos de Londres, aunque algunas medallas en deportes difíciles como todos los olímpicos, pero marginales, hayan enjugado las lágrimas del deporte español. En Barcelona, quedamos los sextos, por encima de Francia, Italia y Gran Bretaña.
España es la tercera o cuarta potencia cultural del mundo y la undécima o duodécima económica. Si queremos ocupar en el deporte el lugar lógico que nos corresponde, habrá que despolitizar la gestión deportiva y desembarazarla de la voracidad de la clase política y la casta sindical.
A Píndaro le hubieran emocionado los Juegos de Londres y el alarde de atletas y luces. En sus Odas triunfales no solo cantó los Juegos Olímpicos sino también los píticos en Delfos, los ístmicos en Corinto y los nemeos en el Peloponeso. Los epinicios del poeta tebano, que era un aristócrata dórico, se extienden desde el 498 a.C., en que se extasía ante el joven tesalio Hipocles, hasta el 444 en que exalta a Teeo de Argos, luchador en la palestra. Píndaro dedicó también sus odas a cantar el éxito de algunos tiranos: Hierón de Siracusa y Terón de Agrigento. En los Juegos Olímpicos había carreras y discóbolos, pero sobre todo torneos de lucha, pancracios y pugilatos. A los atletas les ceñía la corona de laurel la miss de la época, que era una vestal del templo a la que cortaban la clámide y llamaban la «fainomérida», es decir, la que enseña los muslos. Madrid 2020, en fin, nos espera en un horizonte que debemos despejar para el éxito con una política inteligente como la que propugnó Ferrer Salat para Barcelona 92.
Luis María Anson es miembro de la Real Academia Española.
MASADÁ
16/08/2012 SALVADOR SOSTRES
HACE poco que has aprendido a decir papá y siempre quieres venir a mis brazos. Una madre es distinto, pero ser padre no es cualquier cosa. No basta el amor continuo, los juegos y las caricias. Una hija necesita admirar a un padre y yo he cometido muchos errores, pero no sé si he hecho o seré capaz de hacer algo digno de tu admiración para que, cuando tengas uso de razón, todavía quieras venir a mis brazos.
Te querré siempre, hagas lo que hagas. Es ley de vida, yo soy tu padre y tú eres mi niña. Pero me pregunto si cuando crezcas pensarás que en algo podrías admirarme, porque ahora que me he acostumbrado sé que no podría vivir sin tu amor. Me asusta que algún día creas que durante tu infancia viviste enamorada de un fraude. ¿Cómo podría estar seguro de no serlo? Hoy estoy convencido de lo que hago, pero puede que con el tiempo descubra que fue un error o algo sin demasiada importancia. No sería la primera vez que me pasa.
Ser padre de una hija es un destino. Algo que nos interpela y nos obliga muy por encima de la vida corriente y de la gran rutina. No bastan los colegios ni los fines de semana, los restaurantes o ver cada año la misma película por Navidad. Un padre tiene que ser una metáfora, un símbolo para su hija. Mortal, pero indestructible. Es el vínculo más sagrado, pero también el más letal.
Para que una niña sea feliz su padre tiene que ser un hombre inteligente y capaz, porque las hijas buscan siempre en sus maridos proyecciones de su primer hombre. O negaciones de él cuando se sienten defraudadas, y esto es trágico porque suelen enamorarse entonces del peor macarrra. Tal como un hijo busca en sus chicas el pecho fundamental de la madre, una niña busca en sus chicos la solidez esencial de su padre, su brillantez y su liderazgo.
Los hijos estamos hechos de líquido umbilical. Las hijas de la sustancia moral de su padre. Son cosas que hoy las dices y no te entiende nadie, pero ya me comprenderás cuando tengas 20 años si la profunda estupidez de la corrección política no te ha estropeado demasiado.
Nada me hace tan feliz como ser tu padre, ni nada me da más fuerza para continuar peleando por aquello en lo que creo. Pero hace poco que has aprendido a decir papá y a sonreír cuando me ves llegar; y nunca me había sentido tan retado, tan decisivo, tan frágil.
16/08/2012 POR RAÚL RIVERO
Si José Alfredo Jiménez (Guanajuato, 1926-Ciudad de México, 1973) no hubiera escrito El rey,Un mundo raro y Amanecí entre tus brazos, sería más pequeña la catedral para darle refugio al abandono que dice Pedro Almodóvar que levantó Chavela Vargas con la intención de que todos cupiéramos y nos reconciliáramos con nuestros errores. Le faltaría parte del techo de los salones principales y los testeros que protegen de las tentaciones porque ella utilizó en la cobija de ese templo esas y otras canciones del mexicano. Y, como compensación, se las universalizó a la hora en que le subió 10 grados a la tristeza original y las hizo bárbaras y lentas.
Sin la música de ese compositor las palabras desamor, fracaso, derrota y desolación dolerían menos. Habrían permanecido perdidas en la abstracción, en la incomprensible punzada que ataca lugares inciertos donde no se ven las heridas. Sin sus canciones se habría sufrido casi igual pero sin saber por qué exactamente, y esa ignorancia provocaría que nos sintiéramos unos seres humanos más superficiales y peligrosos.
Cierto. Como el autor de Paloma querida, La media vuelta, No me amenaces y Allá tú si me olvidas, no hubiera saltado a la ciudad y al arte puro desde los brocales de las alcantarillas para cantar en aquel México del siglo pasado, se extrañaría esa convulsión que duró seis décadas. Todos seríamos huérfanos de aquel arrebato que fue una filosofía, una manera de querer y dejarse querer y está ahora en estado terminal convertido en un territorio de añoranzas desde los estremecimientos de estos tiempos.
Chavela y José Alfredo fueron amigos desde los años 50 («una relación de borracho a borracho», decía ella), enseguida que se conocieron (y se reconocieron) en una cantina donde se calentaban los guitarrones para una serenata padre que los debía llevar en andas hasta el amanecer. Chavela vio, sentada en una silla preferencial, acodada en la barra de los bares y entre los vasos de las mesas de los reservados, cómo crecía la obra de José Alfredo Jiménez.
La cantante fue testigo y cómplice porque asistió a las jornadas, las crisis, las agonías, los triunfos y las capitulaciones de un hombre que escribió una crónica despiadada de su vida particular, de sus romances, aventuras y amores reales, cantada y contada con rigor y vocación de historiador o de cronista.
Empezó en 1948 con una pieza titulada Yo. Llegó a componer un poco más de 1.000 canciones, algunas de las cuales fueron, son y deben ser (nadie sabe nunca nada) himnos, evocaciones, retratos viejos o unos trallazos de rabia lírica acompañada con arpegios de guitarra, para la mayoría de los mexicanos y de millones de hombres y mujeres de otros países de América Latina.
José Alfredo Jiménez escribía un diario abierto y compartido de su experiencia sentimental. Podía ramonear un poco de felicidad una noche en una cantina y otra en la habitación de un hotel. Y una más, en los camerinos de las giras artísticas, mientras duraba el deslumbramiento del encuentro inaugural y el músico le daba una tregua a la botella de tequila. Con eso le ponía un poco de sosiego al relato y conseguía mensajes de entrega y de ternura que también le dan un carácter especial a su trabajo.
Después llegaba la caballería de los tormentos. La cosecha de la pesadumbre disimulada. La producción de lágrimas a chorros y el momento de la venganza por la traición y el abandono.
Para que las mujeres lejanas, dormidas a esa hora en otras camas, ahogadas en suspiros diferentes, supieran lo que es bueno se imponía beber mucho tequila y cantar con los cuates unas cuantas rancheras triunfales. Desprecio y olvido para la gente frágil y vana que quiebra sus promesas. Los únicos que nunca fallan y se van son los amigos llorones y los cantineros.
El poeta Carlos Monsiváis escribió que el compositor fue un antihéroe que vivió en la mitología del sedentarismo y el vértigo.
En unas praderas de aguardientes y música viva, un apartado de humedales y pendencias, en donde José Alfredo, el poeta de la desolación marginal, tiene un encuentro crucial con su público. Monsiváis llega a hablar de una épica de la embriaguez en la armonía, en las letras del hombre que escribió Tú y las nubes y Besos de tequila.
Lleno de alcohol, rodeado de sus invitados personales a los festejos por un agravio o una desilusión, José Alfredo era más limpio y sincero que nunca y hacía el papel de José Alfredo Jiménez. Era un temerario perdedor que debía perder para cantar después los detalles de sus derrotas y ser la voz de todos los que andaban sin amor por el mundo y no sabían componer ni eran poetas.
Él, que de niño quiso ser torero y en la adolescencia fue portero de un equipo de fútbol y luego camarero, sin saber tocar ningún instrumento (silbaba o tarareaba la música a un maestro arreglista), a los 46 años era uno de los hombres más queridos y admirados de México y de aquella región. Había hecho radio, cine, televisión y todos los cantantes interpretaban sus canciones. Agustín Lara, cuando lo vio llegar, le dijo a los mexicanos: «José Alfredo Jiménez es el único que me puede hacer sombra».
A principios de los 70, después de ser acusado de enamoradizo persistente y polígamo impune, seguía con una copa de tequila en la mano y volvió a encontrar un amor, el último. Una muchacha de 16 años, Alicia Juárez. De ella se despidió, ya enfermo de cirrosis y de hastío, con una pieza titulada Yo debí enamorarme de tu madre.
José Alfredo murió en 1973. Seguía siendo, lo era más que nunca, el rey. Un monarca que perseguía con sus charros fieles y un mariachi a todas las mujeres de la corte y del que se sospecha que quiso dejar a sus vasallos sin tequila, sedientos y con dificultades para matar el ratón de las resacas porque también puso a temblar las reservas de ron y de aguardiente. Un señor que alcanzó la nobleza con los títulos de sus canciones y ordenó que le pusieran un trono de madera en cada bar de México.
Un buen rey que dejó toda su música al amor y a la mejor manera de celebrarlo cuando se pierde.
>Vea hoy en EL MUNDO en Orbyt los mejores momentos de José Alfredo Jiménez.
DESAVENENCIAS
16/08/2012 JAVIER VILLÁN
El rojerío canalla, a pie de obra, prefería la guitarra de Chicho a las prosas de Rafael. En cualquier caso se ha de agradecer a los hijos de los vencedores su majeza para oponerse al tinglado que sus padres habían montado. Siempre les hacían el quite; pero había que ser muy torero para hacerse rojo siendo hijo de Sánchez Mazas. Si hay algo parecido a la «estética chulesca de los toreros» -que decía Javier Ortiz (requiescat)-, es el gestualismo fino y fanfarrón de los hijos de papá. A uno de éstos, cogido con las manos en la masa de la propaganda comunista, su padre, ministro de Franco, le ofreció su pistola para pegarse un tiro y lavar el honor de la familia. Ignoro cómo quedó ese honor, pero el conminado a la purificación por la bala, le dijo al papá que el tiro se lo pegase él en los güevos. Esta respuesta tiene algo de torero chulo y mandón a lo Luis Miguel Dominguín.
A Ferlosio, hoy, los toros le parecen abominables, aunque no siempre fue así. La afición de Rafael a los toros se manifiesta, según Ángel Fernando Mayo en una página de El Jarama, que es una mala novela aunque fuera Premio Nadal. Hace bien en renegar de ella; el Ferlosio grande es el de Alfanhuí; y el de algunos ensayos oscurísimos para el común de los mortales. Cuando se muestra como aficionado taurino es al describir cómo estoqueaba Rafael Ortega, al que considera «santo de su devoción entre todos los santos del santoral taurino». El cambio de criterio no debe alarmar mucho; es un pase cambiado y éstos unas veces salen bien y otras mal. Escuchen la magnífica prosa de Ferlosio, que recoge el citado Fernando Mayo, en su prólogo al libro de Ortega, El toreo puro. «Creo que el punto que daba a su estocada aquella sensación de destreza y suavidad, consistía en la impresión de que toda la suerte se jugaba sobre la pierna izquierda. La derecha (…) se despegaba muy poco del suelo en un ángulo lacio, relajado, absolutamente divino, absolutamente inmortal. Una cosa que no se ha vuelto a ver». Mejor esto que El Jarama, dónde vas a parar.
Esta temporada ha llegado un nuevo personaje. El recorte presupuestario. Pero se trata de una asombrosa falacia. (Solo comparable a la que hace de este verano lo nunca visto desde el robo del fuego: cuando para ver un número superior de hectáreas quemadas es probable que no haya que retroceder más allá de 2005). Para entender la falacia del recorte el interesado deberá escribir en el cajetín de google incendios forestales+falta de medios, y limitarla, por ejemplo, al período 2001-2011. A esta hora ardiente de la tarde me da casi 200.000 googles. Estoy a punto de escribir que en ningún incendio importante se ha dejado de aludir a la ausencia de medios, como una constante transversal y compatible con el resto de culpables. Y es cierto. Siempre hay falta de medios. ¿Quién puede discutir que pudiendo actuar sobre la calcinada España todos los bomberos europeos con sus chorros, ¡y no actuando!, no haya una lacerante falta de medios?
El bosque se quema. Es llamativo que entre la galería de malvados salgan tan bien parados los ganaderos: más de la mitad de los incendios se vinculan a la quema descontrolada de rastrojos para pastos. La indulgencia será por las ovejitas, tan parecidas a las masas. Por lo demás es tan múltiple y fatal la combinación de factores que influyen en la magnitud de un incendio forestal, y en ellos tienen tanto peso el azar (entendido como todo aquello, meteorología incluida, que el hombre aún no puede controlar) que no creo que haya demasiados dramas donde sea más sensato y profundo echarle la culpa a la vida.
O sea, al porco governo.
Madrid 2020
. 25 DE JULIO del año 2020. Su Majestad el Rey Juan Carlos I inaugura solemnemente en Madrid, en el renovado estadio de la Peineta, los Juegos Olímpicos que congregan a 209 naciones. El Monarca está a punto de cumplir los 45 años en el Trono. Aún más, el 22 de noviembre del próximo año 2021, se habrá convertido en el Rey que más tiempo ha reinado en España. Juanito el Breve le llamaban los falangistas de la Secretaría General del Movimiento, y Mitterrand escribió: «¡Juan Carlos, rey, bonita pierna para un cojo que corre hacia el vacío!».El Monarca está satisfecho. Unos días antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos Madrid 2020 ha gestionado con éxito para empresarios españoles el contrato del ferrocarril transafricano El Cairo-Johannesburgo que supone un mínimo de 100.000 millones de euros. El negociador saudí que le ha ayudado a cerrar la operación le ha invitado a una cacería de elefantes en Botsuana. Don Juan Carlos, al que aburren ya a morir las cacerías de elefantes, ha podido declinar la invitación, sin hacer un desaire, con el pretexto del magno acontecimiento deportivo.
Oro en Pekín 2008, oro en Río de Janeiro 2016, el abanderado español en los Juegos Olímpicos de Madrid es Rafael Nadal, que acaba de ganar su Roland Garros número 15. El tenista tiene 34 años y está considerado como el más destacado atleta de la historia del deporte español, por encima de Ricardo Zamora, que mantiene el récord en fútbol de 17 años internacional, y de Miguel Induráin, cinco veces vencedor del Tour.
Todo esto que escribo es un juego de verano pero no periodismo ficción. Podría ocurrir. Y como podría ocurrir, resulta imprescindible que, desde ya, se articule un plan ADO que nos permita llegar a los Juegos Olímpicos Madrid 2020, como han hecho los británicos para Londres 2012. No tenemos a Carlos Ferrer Salat, que es el autor del éxito Barcelona 92. Sobran, además, algunos políticos que entienden el deporte español como una fórmula para hacerse propaganda, para viajar gratis total, para colocar a parientes, amiguetes y paniaguados en los organismos deportivos y para el derroche y el despilfarro. Los Juegos Olímpicos son, ante todo, atletismo y natación. En atletismo, como en fútbol, hemos hecho el ridículo en Londres y hay que exigir al presidente de la Federación, Odriozola, tras reconocer los servicios que durante muchos años ha prestado, que presente su dimisión. En natación hemos hecho un papel decoroso. En todo caso, ni siquiera ha figurado España entre las veinte primeras naciones de los Juegos Olímpicos de Londres, aunque algunas medallas en deportes difíciles como todos los olímpicos, pero marginales, hayan enjugado las lágrimas del deporte español. En Barcelona, quedamos los sextos, por encima de Francia, Italia y Gran Bretaña.
España es la tercera o cuarta potencia cultural del mundo y la undécima o duodécima económica. Si queremos ocupar en el deporte el lugar lógico que nos corresponde, habrá que despolitizar la gestión deportiva y desembarazarla de la voracidad de la clase política y la casta sindical.
A Píndaro le hubieran emocionado los Juegos de Londres y el alarde de atletas y luces. En sus Odas triunfales no solo cantó los Juegos Olímpicos sino también los píticos en Delfos, los ístmicos en Corinto y los nemeos en el Peloponeso. Los epinicios del poeta tebano, que era un aristócrata dórico, se extienden desde el 498 a.C., en que se extasía ante el joven tesalio Hipocles, hasta el 444 en que exalta a Teeo de Argos, luchador en la palestra. Píndaro dedicó también sus odas a cantar el éxito de algunos tiranos: Hierón de Siracusa y Terón de Agrigento. En los Juegos Olímpicos había carreras y discóbolos, pero sobre todo torneos de lucha, pancracios y pugilatos. A los atletas les ceñía la corona de laurel la miss de la época, que era una vestal del templo a la que cortaban la clámide y llamaban la «fainomérida», es decir, la que enseña los muslos. Madrid 2020, en fin, nos espera en un horizonte que debemos despejar para el éxito con una política inteligente como la que propugnó Ferrer Salat para Barcelona 92.
Luis María Anson es miembro de la Real Academia Española.
Padre
.HACE poco que has aprendido a decir papá y siempre quieres venir a mis brazos. Una madre es distinto, pero ser padre no es cualquier cosa. No basta el amor continuo, los juegos y las caricias. Una hija necesita admirar a un padre y yo he cometido muchos errores, pero no sé si he hecho o seré capaz de hacer algo digno de tu admiración para que, cuando tengas uso de razón, todavía quieras venir a mis brazos.
Te querré siempre, hagas lo que hagas. Es ley de vida, yo soy tu padre y tú eres mi niña. Pero me pregunto si cuando crezcas pensarás que en algo podrías admirarme, porque ahora que me he acostumbrado sé que no podría vivir sin tu amor. Me asusta que algún día creas que durante tu infancia viviste enamorada de un fraude. ¿Cómo podría estar seguro de no serlo? Hoy estoy convencido de lo que hago, pero puede que con el tiempo descubra que fue un error o algo sin demasiada importancia. No sería la primera vez que me pasa.
Ser padre de una hija es un destino. Algo que nos interpela y nos obliga muy por encima de la vida corriente y de la gran rutina. No bastan los colegios ni los fines de semana, los restaurantes o ver cada año la misma película por Navidad. Un padre tiene que ser una metáfora, un símbolo para su hija. Mortal, pero indestructible. Es el vínculo más sagrado, pero también el más letal.
Para que una niña sea feliz su padre tiene que ser un hombre inteligente y capaz, porque las hijas buscan siempre en sus maridos proyecciones de su primer hombre. O negaciones de él cuando se sienten defraudadas, y esto es trágico porque suelen enamorarse entonces del peor macarrra. Tal como un hijo busca en sus chicas el pecho fundamental de la madre, una niña busca en sus chicos la solidez esencial de su padre, su brillantez y su liderazgo.
Los hijos estamos hechos de líquido umbilical. Las hijas de la sustancia moral de su padre. Son cosas que hoy las dices y no te entiende nadie, pero ya me comprenderás cuando tengas 20 años si la profunda estupidez de la corrección política no te ha estropeado demasiado.
Nada me hace tan feliz como ser tu padre, ni nada me da más fuerza para continuar peleando por aquello en lo que creo. Pero hace poco que has aprendido a decir papá y a sonreír cuando me ves llegar; y nunca me había sentido tan retado, tan decisivo, tan frágil.
Llantos ahogados con tequila
JOSÉ ALFREDO JIMÉNEZ / CANTANTESi José Alfredo Jiménez (Guanajuato, 1926-Ciudad de México, 1973) no hubiera escrito El rey,Un mundo raro y Amanecí entre tus brazos, sería más pequeña la catedral para darle refugio al abandono que dice Pedro Almodóvar que levantó Chavela Vargas con la intención de que todos cupiéramos y nos reconciliáramos con nuestros errores. Le faltaría parte del techo de los salones principales y los testeros que protegen de las tentaciones porque ella utilizó en la cobija de ese templo esas y otras canciones del mexicano. Y, como compensación, se las universalizó a la hora en que le subió 10 grados a la tristeza original y las hizo bárbaras y lentas.
Sin la música de ese compositor las palabras desamor, fracaso, derrota y desolación dolerían menos. Habrían permanecido perdidas en la abstracción, en la incomprensible punzada que ataca lugares inciertos donde no se ven las heridas. Sin sus canciones se habría sufrido casi igual pero sin saber por qué exactamente, y esa ignorancia provocaría que nos sintiéramos unos seres humanos más superficiales y peligrosos.
Cierto. Como el autor de Paloma querida, La media vuelta, No me amenaces y Allá tú si me olvidas, no hubiera saltado a la ciudad y al arte puro desde los brocales de las alcantarillas para cantar en aquel México del siglo pasado, se extrañaría esa convulsión que duró seis décadas. Todos seríamos huérfanos de aquel arrebato que fue una filosofía, una manera de querer y dejarse querer y está ahora en estado terminal convertido en un territorio de añoranzas desde los estremecimientos de estos tiempos.
Chavela y José Alfredo fueron amigos desde los años 50 («una relación de borracho a borracho», decía ella), enseguida que se conocieron (y se reconocieron) en una cantina donde se calentaban los guitarrones para una serenata padre que los debía llevar en andas hasta el amanecer. Chavela vio, sentada en una silla preferencial, acodada en la barra de los bares y entre los vasos de las mesas de los reservados, cómo crecía la obra de José Alfredo Jiménez.
La cantante fue testigo y cómplice porque asistió a las jornadas, las crisis, las agonías, los triunfos y las capitulaciones de un hombre que escribió una crónica despiadada de su vida particular, de sus romances, aventuras y amores reales, cantada y contada con rigor y vocación de historiador o de cronista.
Empezó en 1948 con una pieza titulada Yo. Llegó a componer un poco más de 1.000 canciones, algunas de las cuales fueron, son y deben ser (nadie sabe nunca nada) himnos, evocaciones, retratos viejos o unos trallazos de rabia lírica acompañada con arpegios de guitarra, para la mayoría de los mexicanos y de millones de hombres y mujeres de otros países de América Latina.
José Alfredo Jiménez escribía un diario abierto y compartido de su experiencia sentimental. Podía ramonear un poco de felicidad una noche en una cantina y otra en la habitación de un hotel. Y una más, en los camerinos de las giras artísticas, mientras duraba el deslumbramiento del encuentro inaugural y el músico le daba una tregua a la botella de tequila. Con eso le ponía un poco de sosiego al relato y conseguía mensajes de entrega y de ternura que también le dan un carácter especial a su trabajo.
Después llegaba la caballería de los tormentos. La cosecha de la pesadumbre disimulada. La producción de lágrimas a chorros y el momento de la venganza por la traición y el abandono.
Para que las mujeres lejanas, dormidas a esa hora en otras camas, ahogadas en suspiros diferentes, supieran lo que es bueno se imponía beber mucho tequila y cantar con los cuates unas cuantas rancheras triunfales. Desprecio y olvido para la gente frágil y vana que quiebra sus promesas. Los únicos que nunca fallan y se van son los amigos llorones y los cantineros.
El poeta Carlos Monsiváis escribió que el compositor fue un antihéroe que vivió en la mitología del sedentarismo y el vértigo.
En unas praderas de aguardientes y música viva, un apartado de humedales y pendencias, en donde José Alfredo, el poeta de la desolación marginal, tiene un encuentro crucial con su público. Monsiváis llega a hablar de una épica de la embriaguez en la armonía, en las letras del hombre que escribió Tú y las nubes y Besos de tequila.
Lleno de alcohol, rodeado de sus invitados personales a los festejos por un agravio o una desilusión, José Alfredo era más limpio y sincero que nunca y hacía el papel de José Alfredo Jiménez. Era un temerario perdedor que debía perder para cantar después los detalles de sus derrotas y ser la voz de todos los que andaban sin amor por el mundo y no sabían componer ni eran poetas.
Él, que de niño quiso ser torero y en la adolescencia fue portero de un equipo de fútbol y luego camarero, sin saber tocar ningún instrumento (silbaba o tarareaba la música a un maestro arreglista), a los 46 años era uno de los hombres más queridos y admirados de México y de aquella región. Había hecho radio, cine, televisión y todos los cantantes interpretaban sus canciones. Agustín Lara, cuando lo vio llegar, le dijo a los mexicanos: «José Alfredo Jiménez es el único que me puede hacer sombra».
A principios de los 70, después de ser acusado de enamoradizo persistente y polígamo impune, seguía con una copa de tequila en la mano y volvió a encontrar un amor, el último. Una muchacha de 16 años, Alicia Juárez. De ella se despidió, ya enfermo de cirrosis y de hastío, con una pieza titulada Yo debí enamorarme de tu madre.
José Alfredo murió en 1973. Seguía siendo, lo era más que nunca, el rey. Un monarca que perseguía con sus charros fieles y un mariachi a todas las mujeres de la corte y del que se sospecha que quiso dejar a sus vasallos sin tequila, sedientos y con dificultades para matar el ratón de las resacas porque también puso a temblar las reservas de ron y de aguardiente. Un señor que alcanzó la nobleza con los títulos de sus canciones y ordenó que le pusieran un trono de madera en cada bar de México.
Un buen rey que dejó toda su música al amor y a la mejor manera de celebrarlo cuando se pierde.
>Vea hoy en EL MUNDO en Orbyt los mejores momentos de José Alfredo Jiménez.
Ferlosio, pase cambiado
Ferlosio es un gran escritor. Su autoridad intelectual se teme y se espera. Su artículo Patrimonio de la humanidad, en cambio, no se esperaba, mas tampoco es para temerlo. Hay algo irrefutable en esta pieza de Ferlosio: la cultura por sí sola no quiere decir nada y puede ser un instrumento de poder. Se equivoca, pues, la corriente culturalista de la Fiesta que basa su defensa en su peso cultural. Una tarde, contaba en tiempos Ferlosio, se sorprendió pidiendo la segunda oreja para Paquirri. Luego tuvo que justificar ese entusiasmo ante sus amigos de la intelectualidad poco afínes a Rivera. Los Sánchez Mazas han dado a la literatura y a la política verdaderas eminencias. El padre es uno de los mejores prosistas de la Falange.El rojerío canalla, a pie de obra, prefería la guitarra de Chicho a las prosas de Rafael. En cualquier caso se ha de agradecer a los hijos de los vencedores su majeza para oponerse al tinglado que sus padres habían montado. Siempre les hacían el quite; pero había que ser muy torero para hacerse rojo siendo hijo de Sánchez Mazas. Si hay algo parecido a la «estética chulesca de los toreros» -que decía Javier Ortiz (requiescat)-, es el gestualismo fino y fanfarrón de los hijos de papá. A uno de éstos, cogido con las manos en la masa de la propaganda comunista, su padre, ministro de Franco, le ofreció su pistola para pegarse un tiro y lavar el honor de la familia. Ignoro cómo quedó ese honor, pero el conminado a la purificación por la bala, le dijo al papá que el tiro se lo pegase él en los güevos. Esta respuesta tiene algo de torero chulo y mandón a lo Luis Miguel Dominguín.
A Ferlosio, hoy, los toros le parecen abominables, aunque no siempre fue así. La afición de Rafael a los toros se manifiesta, según Ángel Fernando Mayo en una página de El Jarama, que es una mala novela aunque fuera Premio Nadal. Hace bien en renegar de ella; el Ferlosio grande es el de Alfanhuí; y el de algunos ensayos oscurísimos para el común de los mortales. Cuando se muestra como aficionado taurino es al describir cómo estoqueaba Rafael Ortega, al que considera «santo de su devoción entre todos los santos del santoral taurino». El cambio de criterio no debe alarmar mucho; es un pase cambiado y éstos unas veces salen bien y otras mal. Escuchen la magnífica prosa de Ferlosio, que recoge el citado Fernando Mayo, en su prólogo al libro de Ortega, El toreo puro. «Creo que el punto que daba a su estocada aquella sensación de destreza y suavidad, consistía en la impresión de que toda la suerte se jugaba sobre la pierna izquierda. La derecha (…) se despegaba muy poco del suelo en un ángulo lacio, relajado, absolutamente divino, absolutamente inmortal. Una cosa que no se ha vuelto a ver». Mejor esto que El Jarama, dónde vas a parar.
Etiquetas: Firmas
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