A
LA BÚSQUEDA DEL TIEMPO PERDIDO (Fragmentos)
Marcel
Proust
(de "Por el camino de Swann")
Al subir a acostarme, mi único
consuelo era que mamá habría de venir a darme un beso cuando ya estuviera
yo en la cama. Pero duraba tan poco aquella despedida y volvía mamá a
marcharse tan pronto, que aquel momento en que la oía subir, cuando se
sentía por el pasillo de doble puerta el leve roce de su traje de jardín,
de muselina blanca con cordoncitos colgantes de paja trenzada, era para mí
un momento doloroso. Porque anunciaba el instante que vendría después,
cuando me dejara solo y volviera abajo. Y por eso llegué a desear que ese
adiós con que yo estaba tan encariñado viniera lo más tarde posible y que
se prolongara aquel espacio de tregua que precedía a la llegada de mamá.
Muchas veces, cuando ya me había dado un beso e iba a abrir la puerta para
marcharse, quería llamarla, decirle que me diera otro beso, pero ya sabía
que pondría cara de enfado, porque aquella concesión que mamá hacía a mi
tristeza y a mi inquietud subiendo a darme un beso, trayéndome aquel beso
de paz, molestaba a mi padre, a quien parecían absurdos estos ritos; y lo
que ella hubiera deseado es hacerme perder esa costumbre, muy al contrario
de dejarme tomar esa otra nueva de pedirle un beso cuando ya estaba en la
puerta. Y el verla enfadada destrozaba toda la calma que un momento antes
me traía al inclinar sobre mi lecho su rostro lleno de cariño,
ofreciéndomelo como una hostia para una comunión de paz en la que mis
labios deberían su presencia real y la posibilidad de dormir. Pero aún
eran buenas esas noches cuando mamá se estaba en mi cuarto tan poco rato,
por comparación con otras en que había invitados a cenar y mamá no podía
subir
(.....)
Hacía ya muchos años que no
existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de
acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo
que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costubre, una
taza de té. Primero dije que no, pero luego, sin saber por qué, volví de
mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que
llama magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de
peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por
la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios
una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en
el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi
paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría
en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo
que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en
indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo
del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa;
pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo
mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría
venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al
sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de
la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? (...)
Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que
tiene que dar con la verdad. Pero ¿cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando
el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es
juntamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para
nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear. Se encuentra ante una cosa
que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad y entrarla
en el campo de su visión.
(...)
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía
el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en
su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque
los domingos yo no salía hasta la hora de misa) cuando iba a darle los
buenos días a su cuarto.
(...)
Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en
un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en
cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a
distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes
consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín
y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas
gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero
y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y
consistencia, sale de mi taza de té
(de "El tiempo
recobrado")
Por el contrario, la grandeza del verdadero
arte, ése al que el Sr. de Norpois hubiera llamado un juego de diletante,
es encontrar, captar, hacernos conocer esta realidad fuera de la cual
vivimos, de la que nos vamos separando a medida que se hace más espeso e
impenetrable el conocimiento convencional por el que la sustituimos,
exponiéndonos a morir sin haber conocido esa realidad, y que se trata
simplemente de nuestra vida. La verdadera vida, la vida por fin
descubierta e iluminada, la única vida por consiguiente vivida de verdad,
es la literatura; esta vida que, en un sentido, vive en cada hombre del
mismo modo que vive en el artista. Pero los hombres no la ven, porque no
buscan sacarla a la luz. Y de este modo su pasado está repleto de
innumerables tópicos que son inútiles porque la inteligencia no los ha
"desarrollado". Nuestra vida, y también la de los demás; porque el estilo
para el escritor, al igual que el color para el pintor, no es una cuestión
de técnica sino de visión. Es la revelación, que sería imposible por
medios directos y conscientes, de la diferencia cualitativa que hay entre
el modo como se nos manifiesta el mundo, diferencia que si no existiera el
arte, se quedaría como el secreto eterno en cada uno. Sólo a través del
arte podemos salir de nosotros, saber lo que otro ve de ese universo que
no es exactamente el mismo que el nuestro, y cuyos paisajes nos
resultarían tan desconocidos como los que hay en la luna. Gracias al arte,
en lugar de ver un solo mundo, el nuestro, lo vemos multiplicarse, y
tenemos a nuestra disposición tantos mundos como artistas originales hay
en el nuestro, mundos que pueden diferir más entre ellos que aquéllos que
giran en el infinito, y después de muchos siglos de haberse apagado el
fuego del que emanaban, ya se llamen Rembradt o Ver Meer, nos siguen
enviando sus rayos singulares
«.....Ciertos espíritus amigos del
misterio quieren creer que los objetos conservan algo de los ojos que los
miraron....Y es que las cosas, un libro bajo su cubierta roja, como los demás,
en cuanto las percibimos pasan a ser en nosotros algo inmaterial, de la misma
naturaleza que todas nuestras preocupaciones o nuestras sensaciones de aquél
tiempo, y se mezclan indisolublemente con ellas. Un nombre leído antaño en un
libro contiene entre sus sílabas el viento rápido y el sol brillante que hacía
cuando lo leíamos....Más aún, una cosa que vimos en una cierta época, un libro
que leímos, no solo permanece unido para siempre a lo que había en torno
nuestro; queda también fielemente unido a lo que nosotros éramos en ese
entonces, y ya no puede ser releído sino por la sensibilidad, porl a persona
que entonces éramos; si yo vuelvo a coger en la biblioteca, aunque solo sea
con el pensamiento, Francois le Champi, inmediatamente se levanta en mí un
niño que ocupa mi lugar, que solo él tiene derecho a leer ese título: Francois
le Champi, y que lo lee como lo leyó entonces, con la misma inpresión del
tiempo que hacía en el jardín, con los mismos sueños que formaba entonces
sobre los paísesy sobre la vida, con la misma angustia del futuro. Si vuelvo a
ver una cosa de otro tiempo , surge un joven. Y mi persona de hoy no es más
que una cantera abandonada que cree que todo lo que contiene es igual y
monótono, pero de donde cada recuerdo saca, como un escultor de Grecia,
innumerables estatuas...Y por eso si se me hubiera ocurrido ser bibliófilo, lo
habría sido solamente de una manera especial, sin por eso desdeñar esa belleza
independiente del valor propio de un libro ... Pero me inclino más a
encontrarla en la historia de mi propia vida, es decir, no como simple
curioso; y pondría, generalmente, no en el ejemplar material, sino en la
obra...La primera edición de una obra hubiera sido para mí más valiosa que las
demás, pero entendiendo por primera edición aquella en que la leí por primera
vez. Buscaría las ediciones originales, quiero decir, aquellas en que recibí
de ese libro una impresión original...Coleccionaría de las novelas las
encuadernaciones de antaño, las del tiempo en que leí mis primeras novelas y
que tantas veces oían a papá decirme: ¨Tente derecho¨...La biblioteca
que formaría así sería, además, de un valor mayor aún, pues los libros que
antaño leí, enriquecidos ahora por mi memoria, resultarían dignos de esos
libros de estampas... Y si yo tuviera todavía el Francois le Champi que mamá
sacó un día del paquete de libros que mi abuela iba a regalarme por mi
cumpleaños, no lo miraría nunca: tendría demasiado miedo de ir insertando poco
a poco en él mis impresiones de hoy, de que se fuera convirtiendo en una cosas
del presente hasta el punto de que, cuando yo le pidiera que suscitase una vez
más al niño que descifró su título en el cuartito de Combray, el niño, no
reconociendo su acento, no respondiera ya a su llamada y permaneciera para
siempre enterrado en el olvido.......».
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