Dorothy
Parker fue la neoyorquina por antonomasia, la primera mujer en contar,
con ironía y refinamiento, la vida de esa ciudad que se iba convirtiendo
en la capital del mundo
Hace
exactamente diez años Dorothy Parker fue descubierta en España, y
conoció una relativa popularidad (la de la selecta minoría) de manos de
la desaparecida editorial Versal que publicó dos recopilaciones de sus
relatos (La soledad de las parejas y Una dama neoyorkina) y una inicial
biografía de la escritora: Dorothy Parker. La importancia de vivir de
John Keats. Ahora se publica otra biografía, más puntillosa y rica, y si
vuelve a cuajar el redescubrimiento de una autora tan singular y tan
“moderna”, alguna editorial deberá volver a pensar en editar más libros
suyos -versos, por ejemplo, nunca publicados entre nosotros- pues ¿qué
es la biografía de un escritor si no tenemos a mano sus libros? La
novela de una vida, sí. Pero una novela incompleta. John Keats publicó
su biografía de la señora Parker en 1970 (es decir, solo tres años
después de muerta la protagonista); la de Marion Meade, que ahora se
traduce, apareció originalmente en 1987, lo que obviamente quiere decir
que su autora disponía de más distancia, más perspectiva y más datos.
Dorothy
Parker (1893-1967) pertenece a la rama casera de la “generación
perdida” norteamericana, esto es, a los escritores que no se fueron al
París vivaz que añorara Hemingway. De hecho cuando Parker, en 1926, pasó
unos meses en Europa, detestó España, porque en Barcelona la llevaron
nada más llegar a una corrida de toros, y ella quería a los animales más
que a las personas; y detestó París porque todo era gris -dijo- y no
dejaba de llover. De hecho, y aunque vivió un tiempo en Hollywood, como
tantos narradores de entonces, contratada a cuerpo de rey para escribir
guiones, Dorothy Parker fue la neoyorquina por antonomasia, la primera
mujer -con las tempranas crónicas de Djuna Barnes, que luego sí se fue a
París- en contar, con ironía y refinamiento, la vida de esa ciudad que
-en la década de 1920 y sin parecerlo- se iba convirtiendo en la capital
del mundo. Dorothy Parker es Nueva York indisociablemente. Y aunque con
otro tipo de fama (pues ejerció el periodismo mucho más que ellos)
merece un puesto junto a Scott Fitzgerald, Dos Passos o Faulkner -no
hablo de estilo- por citar a algunos de los escritores de esa generación
que, esencialmente, se quedaron en América.
A Dorothy Parker le
llegó la fama entre la frivolidad, el ingenio agudo y el miedo que
provocaban sus críticas y su modo, a la par elegante y sin melindres de
falso convencionalismo. Parker formó parte -en los años 20- de la famosa
Mesa Redonda (que era real, no una alusión) de críticos y periodistas
que se reunían, de noche, en el Hotel Algonquin de Nueva York. Entre
esos periodistas estaba Robert Charles Benchley, que durante muchos años
fue su mejor amigo. La vida literaria y la vida bohemia se mezclaban y
durante la Ley Seca -y después- la señora Parker no dejó de visitar con
su pandilla garitos y tabernas clandestinas o legales, donde divertirse o
emborracharse. Aunque Dorothy Parker solo superficialmente era una
mujer alegre, ya que estaba llena de traumas privados que, al parecer,
nunca logró superar, sino disimular tan solo. Dorothy Parker se llamaba
Dorothy Rothschild, y era hija de un judío de origen alemán y de una
madre cristiana, de origen inglés. Pero los Rothschild de su apellido no
eran la rama rica y célebre de la familia, sino otra de clase media
baja en ascenso, gente trabajadora y sin ninguna inquietud estética o
cultural. La muchachita Dorothy odió el ámbito mesocrático de su familia
y se distanció cuanto pudo de ella, adoptando el apellido -muy inglés-
del hombre con el que llegaría a casarse dos veces, tras enfados,
separaciones, reconciliaciones y múltiples amoríos. Pues Dorothy Parker
-como adelanté- fue la “gran moderna”. Fumadora, bebedora,
independiente, feminista, izquierdista (un claro anticipo del radical
chic) y a la par culta y refinada. Otro dato muy original -y moderno- de
la señora Parker: Casi siempre vivió en un hotel. Quería vivir libre de
ataduras, pero eso sí, con los sombreros más a la moda y un buen
servicio de habitaciones, para poder pedir whisky de madrugada.
El
izquierdismo trajo a España, otra vez, a Dorothy durante nuestra guerra
civil, para apoyar brevemente la causa republicana. Y escribió un
hermoso cuento sobre unos milicianos en Valencia. Pero le trajo
disgustos -y hasta cierto agotamiento intelectual debido al miedo-
durante la terrible represión del siniestro McCarthy que persiguió a
muchos de sus mejores amigos, y a ella (finalmente no le ocurrió nada)
nunca dejó de tenerla en la mira de su metafórico fusil repetidor. Gran
periodista -escribió para las revistas más famosas del momento-
excelente narradora de las contradicciones de lo cotidiano,
ocasionalmente dramaturga, y autora de libros de poemas -generalmente
rimados- mordaces, tiernos y llenos de una desesperada vitalidad, a
Dorothy Parker (triunfadora y perdedora) le convienen los subtítulos de
las dos biografías que sobre ella he leído: La importancia de vivir
(pese al daño, pese al miedo, pese al íntimo desastre que los años
enconan) y el que utiliza Marion Meade: ¿Qué nuevo infierno será éste?
Porque la muy sugestiva vida de la señora Parker está llena de vitalismo
y de una íntima y oscura tragedia, de un inmenso deseo de
autodestrucción. Pasado inevitablemente su esplendor -aunque siempre
vivió de sus artículos, cada vez menos frecuentes- Dorothy Parker, un
mito de los “felices 20”, murió en su habitación del Hotel Volney de
Nueva York, en la tarde del 7 de junio de 1967. Volney -curiosamente- es
el título del conde que escribió un célebre y revolucionario libro: Las
ruinas de Palmira. Lillian Hellman, la escritora novia de Hammett, gran
amiga de Dorothy desde los años 30, y que habla de ella mucho en sus
memorias, se hizo cargo de los funerales. Había muerto una vieja gloria y
una extraña mujer tierna, durísima y desesperada.