Alice Munro,
escritora nacida en 1931 en Ontario, Canadá. Sus historias de mujeres
de mundos aparentemente anodinos, pero son, esos precisos detalles los
que nos llevan de la mano por los recovecos casi imperceptibles de sus
vidas, capaces de encerrar mundos interiores que van buscando el
movimiento, es decir la vida. Sus mujeres están hambrientas de sueños,
no quieren dejar escapar lo único que realmente poseen su propio yo. Son
mujeres que viven vidas silenciosas, son casi invisibles, pero Alice
Munro nos narra esos mundos sumergidos en una Canadá profunda.
Tiene varios libros
escritos: El Progreso del Amor; Escapada; Odio, Amistad, Noviazgo, Amor,
Matrimonio; El Amor de una Mujer Generosa; La Vista desde Castle Rock;
Secretos a Voces. Ha sido galardonada con varios importantes premios y
también ha sido candidata al nobel. Sino la conocen, los invito a leerla
y descubrir esos mundos femeninos que se escapan de lo cotidiano y nos
abren múltiples puertas.
Los dejo con un fragmento del libro de relatos: Escapada, del relato del mismo nombre.
Fragmento: Escapada
Por Alice Munro
Sylvia no tenía nada que
hacer en la casa más que abrir las ventanas. Y Pensar – con una
ansiedad que la consternaba sin sorprenderla demasiado – cuánto tardaría
en poder ver a Carla.
Toda la parafernalia de
la enfermedad había desaparecido. El cuarto que fuera dormitorio de
Sylvia y su marido – luego convertido en cámara mortuoria -, estaba
limpio, ordenado para que pareciera que allí no había pasado nunca nada.
Carla le ayudó en esa faena durante los pocos días frenéticos
transcurridos entre la cremación del marido y la partida de Sylvia rumbo
a Grecia. Las prendas de ropa que León había usado y algunas que no se
había puesto nunca – incluso regalos de las hermanas que jamás salieron
de los paquetes -, fueron apiladas en el asiento trasero del coche y
entregadas en la tienda de segunda mano Sus píldoras, sus enseres de
afeitarse, las latas sin abrir de tónicos que lo sostuvieron tanto
tiempo como fue posible, los paquetes de galletas de sésamo que una vez
comiera adocenas, los frascos de plástico llenos de una loción que le
aliviaba el dolor de espalda, las pieles de cordero donde yacía… Todo
eso fue a parar a bolsas de plástico arrastradas afuera como la basura,
sin que Carla cuestionara nada. Nunca dijo, “A lo mejor alguien podría
usar eso”, ni señaló que cartones enteros de latas estaban sin abrir.
Cuando Sylvia dijo, “Querría no haber llevado la ropa al pueblo. Querría
haberlo quemado todo en el incinerador”, Carla no se mostró
sorprendida.
Limpiaron el horno,
restregaron las alacenas, enjuagaron paredes y ventanas. Un día Sylvia
estaba en el salón repasando las cartas de pésame recibidas. (No había
papeles acumulados ni libretas que fuera necesario revisar, como sería
de esperar tratándose de un escritor. No había trabajos sin terminar ni
borradores garabateados. Meses antes él le había dicho que había tirado
todo. “Sin contemplaciones.”) La
pared en declive de la fachada sur de la casa tenía grandes ventanales.
Sylvia levanto los ojos, sorprendida por la sombra de Carla, las
piernas desnudas, los brazos desnudos en lo alto de la escalera, la cara
resulta coronada con un rizo de pelo color diente de león, demasiado
corto para la trenza. Rociaba y restregaba vigorosamente el cristal.
Cuando vio que Sylvia la miraba se detuvo, extendió los brazos como si
estuviera despatarrada allí y puso cara de gárgola tontucia. Las dos se
echaron a reír. Sylvia sintió que esa risa la recorría de pies a cabeza
como una corriente juguetona. Volvió a sus cartas y Carla reanudó la
limpieza. Decidió que todas esas palabras amables – sinceras o de
cumplido, elogiosas o compungidas – podían seguir el camino de las
pieles de cordero y las galletas.
Cuando oyó que Carla
apartaba la escalera y se quitaba las botas en la terraza se sintió de
pronto cohibida. Se quedó donde estaba con la cabeza inclinada mientras
Carla entraba en la habitación camino de la cocina, para meter el cubo y
los trapos bajo el fregador. Carla apenas hizo un alto, era rápida como
los pájaros, pero de refilón dejó caer un beso en la cabeza inclinada
de Sylvia. Siguió de largo silbando algo casi inaudible.
Desde entonces Sylvia no
se quitaba el beso de la mente. No tenía ningún significado particular.
Era una manera de decir “ánimo” o “casi he acabado”. Significaba que
eran buenas amigas, que habían hecho juntas muchas tareas dolorosas. O
quizá sólo que había salido el sol. Que Carla pensaba volver a su casa y
ocuparse de los caballos. Sin embargo, Sylvia lo consideró un
florecimiento halagüeño, cuyos pétalos se le desparramaban por dentro
tumultuosa calidez, como sofocón menopáusico.
Era frecuente que entre
sus alumnas de cualquiera de las clases de botánica hubiera alguna
especial, una cuya inteligencia, dedicación y torpe egotismo – hasta
cierta genuina pasión por el mundo de la naturaleza – le recordara su
juventud. Esas chicas merodeaban a su alrededor, la idolatraban,
esperaban alguna suerte de intimidad que, en la mayoría de los casos, ni
siquiera imaginaban. Y no tardaban en crisparle los nervios.
Carla no se parecía en
nada a ellas. Si a alguien se semejaba en la vida de Sylvia, sería a
ciertas chicas conocidas en el instituto: las que eran brillantes, pero
nunca demasiado brillantes; buenas atletas, pero no exageradamente
competitivas; vitales, pero bravuconas. Alegres por naturaleza...
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1 comentario:
Ayer un estudiante avanzado de letras me dijo: tenés que leer a Alice Munro..., me suena, le dije, algo debo haber leído...pero porqué no me acuerdo?
Recién Pájaro de China me dijo lo mismo!!! y buscando en la web mirá a dónde llego!!! a mi amiga!!! pero claro!!! vos me la habías enseñado hace unos cuantos meses!!! gracias María! te dejo un abrazo...
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