Centenario de María Moliner
Érase una vez un diccionario
Especial María Moliner
Manuel SECO | Publicado el 29/03/2000 | Ver el número en PDF
María
Moliner hubiese cumplido cien años el 30 de marzo. La autora del
Diccionario de Uso del Español, una de las figuras más destacadas y más
desconocidas de nuestra lexicografía escribió, en palabras de García
Márquez, “sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más
completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua
castellana”. EL CULTURAL evoca hoy su figura de la mano del académico
Manuel Seco, editor del reciente Diccionario del español actual, y de
María Antonia Martín Zorraquino, autora de la única biografía existente
sobre la escritora
Cuando
la Feria del Libro de Madrid tenía unas proporciones humanas y se
celebraba en un primaveral paseo de Recoletos, yo la saboreaba todos los
años. Aquella vez me paré delante de la caseta de la editorial Gredos,
no atraído ahora por los libros nuevos que presentaba, sino por uno
todavía nonato que anunciaba: un diccionario de la lengua española. Al
cabo de una trayectoria de trabajado y creciente prestigio, la casa
especializada en lingöística iba a lanzar una obra obra lexicográfica
que forzosamente tenía que ser diferente. Y a simple vista me parecía
que lo era: el título, Diccionario de uso del español, daba a entender
una dirección nueva en el género; la extensión prevista, dos volúmenes,
indicaba un desarrollo superior al habitual en esta clase de obras; el
nombre de la autora, totalmente desconocido para mí, me instaba a
imaginar una persona valiente y luchadora, que se había atrevido a
pelear con sus solas fuerzas con el inmenso océano de la lengua.
En
la caseta enseñaban al público curioso una maqueta de lo que había de
ser el libro. Como en aquel momento el público curioso era yo solo, pude
hojear y ojear tranquilamente las páginas de muestra. En efecto,
aquellas apretadas columnas tenían una fisonomía muy distinta de los
diccionarios conocidos: análisis demorados de los contenidos de las
palabras, profusión de ejemplos en las acepciones, amplia atención a la
fraseología, largas listas de voces sinónimas y afines, explicaciones
extensas sobre temas gramaticales..., todo ello sembrado de una
constelación de flechas, asteriscos, estrellas de tres puntas y otras
señales de tráfico cuyo código tendría que aprenderse bien el lector
antes de adentrarse en ese complejo entramado de sabiduría verbal que
allí estaba tejido.
Un gran maestro de la lingöística
contemporánea, Eugenio Coseriu, ha dicho que “el léxico de una lengua es
no solo prácticamente infinito, sino teóricamente infinito, infinito
por definición, puesto que la lengua es una actividad libre y está
constantemente sometida a alteración; están entrando palabras,
desapareciendo palabras, modificándose las estructuras semánticas”.
¿Cómo sería posible encerrar lo infinito dentro de un recinto, por muy
grandes que fuesen sus dimensiones?¿No sería la cuadratura del
círculo?¿No sería un intento tan fantástico como el de aquel niño de que
hablaba San Agustín, que quería recoger con una concha el agua del mar?
Pero
eso es lo que se propone todo el que se arroja a hacer un diccionario
verdaderamente nuevo: cazar con una red, sorprendiéndolas en su vuelo,
todas las palabras -las “aladas palabras”, como las llamaba Homero- y
empeñarse en ordenarlas, clasificarlas, describirlas y explicarlas. Y
eso es lo que se propuso María Moliner.
Cuando el primer volumen
apareció por fin en las librerías, en 1966, yo me apresuré a comprarlo,
como lo hice, una año más tarde, cuando salió el segundo. Sin duda fui
un comprador pionero: mucho tiempo después he sabido que mi ejemplar de
aquella inicial tirada de la obra es más antiguo que los que guarda la
propia editorial.
De todo lo que se escribe sobre la lengua, es sin
duda el diccionario lo que más directamente y más ampliamente llega a la
sociedad. Pero no siempre con rapidez. El atractivo que el aire nuevo
le prestaba al Diccionario de uso resultó sin duda dañado por el lapso
de un año que separó la publicación de las dos mitades de la obra. En
verdad, hace falta tener un extraño interés por las palabras para
comprar una guía de ellas que le puede explicar a uno ahora lo que es
chirigaita o frenopatía, pero que le va a hacer esperar quién sabe
cuánto hasta que le diga qué es praseodimio o qué es tufillas.
La
crítica solvente acogió el diccionario con marcado interés y
reconocimiento de su calidad, y los estudiosos del léxico no le
regatearon su aprecio. Entre ellos, mi maestro don Rafael Lapesa, que
apadrinó (sin éxito) la candidatura de la autora para un sillón de la
Academia, muy poco después de publicada la obra. Pero en estos primeros
tiempos el aplauso no pasaba de ser minoritario, y todavía en 1984 María
Antonia Martín Zorraquino podía escribir que la señora Moliner era una
verdadera desconocida para la mayoría de la gente, incluidos los
filólogos.
Lo que podríamos llamar la epifanía del Diccionario de
uso se produjo en 1981 con motivo de la muerte de su autora, cuando,
siguiendo nuestros ritos necrológicos, todo el mundo se volcó en elogios
hacia la persona fallecida, a la que en muchos casos posiblemente no
habían oído nombrar hasta la víspera. Buena parte de las flores fueron
dirigidas a “la mujer que escribió un diccionario”, valorando como un
mérito notable que una persona de su sexo hubiese sido capaz de una
empresa que requería fuerzas e inteligencia masculinas. Esta bella
majadería, asociada a las anécdotas pintorescas y a veces ridículas con
que muchos periodistas saben banalizar la cultura, abrió las compuertas
de la fama a María Moliner -una clase de fama que la austera doña María
jamás hubiera deseado-.
Toda esta gloria de ocasión, sin embargo,
sirvió para llamar la atención de mucha gente hacia una obra de
consulta que hasta entonces no era tan conocida como sus méritos
reclamaban. Fue ahí cuando empezó el ascenso firme del prestigio del
Diccionario de uso. Por encima de las frivolidades circunstanciales se
impuso la radical realidad del que era uno de los diccionarios más
importantes de nuestra lengua. No solo se notó en la difusión general
alcanzada -rara era la biblioteca privada que no lo poseía, raro era el
escritor o el periódico que no acudía a él como autoridad-, sino en la
presteza con que algunos editores de la competencia empezaron a
beneficiarse de su sombra, incluso en los títulos de sus propios
diccionarios.
Un concepto ingenuo de este género de obras tiende a
asociar la calidad con la extensión, creyendo que el volumen físico y
los millares de palabras acreditan la bondad del producto. Es como dar
por sentado que las películas que duran tres horas y media son las
mejores. La importancia de un diccionario, como la de una película, no
se calibra necesariamente por sus dimensiones, sino por lo que lleva
dentro. Lo que de verdad cuenta en unas y otras obras no es tanto lo
“ancho” como lo “profundo”; tratándose de un repertorio léxico, cuál es
el alcance de la información sobre cada palabra recogida.
Y este
alcance, en “el Moliner”, estaba en función del propósito renovador de
la obra, que era, en palabras de su autora, hacer del diccionario una
“herramienta total” del léxico, poniendo a disposición del usuario no
solo la definición de cada uno de los sentidos de la palabra -lo que
ofrecen todos los diccionarios en general-, sino información sobre sus
construcciones con preposición y sobre sus complementos habituales,
ejemplos abundantes, notas sobre uso, listas de sinónimos y palabras
afines, y hasta la mayor o menor frecuencia de empleo de la voz o de la
acepción en cuestión. Es decir, servía al lector tanto la posibilidad de
comprender como la de expresarse.
¿Conocen todos los usuarios de
esta obra todos los recursos que le ofrece para su manejo del idioma? Y
quienes los conocen ¿suelen aprovecharlos? Probablemente, no a la
primera pregunta y también no a la segunda. El que utiliza un
diccionario casi siempre lo hace en busca apresurada de una explicación
concreta sobre una palabra concreta, y no se entretiene en las noticias
adicionales, con frecuencia interesantes, que allí mismo se le regalan.
Es más, lo normal, y muy lamentable, es que quien ha comprado un
diccionario no llegue a leer jamás las instrucciones de uso, que en
realidad son tan necesarias como las que se dan para montar y hacer
funcionar una cadena musical. Así, la utilidad efectiva de una obra como
esta queda reducida al cincuenta por ciento de sus posibilidades. De
todos modos, los consultantes rápidos -es decir, casi todos- disfrutan
de una de las virtudes revolucionarias más apreciables de este
diccionario: el sistema de las definiciones, más moderno en su lenguaje,
más esmerado, más transparente, más detallado y más rico en matices de
lo que aparecía en los otros léxicos del momento.
Todos los
diccionarios envejecen. Igual que los humanos, envejecen desde el mismo
instante de su nacimiento. Pero, a diferencia de las personas, pueden
conservar su lozanía por tiempo indefinido, siempre que haya manos
solícitas que lo procuren. María Moliner, después de publicar el
Diccionario de uso del español, tenía el propósito de revisarlo y
renovarlo. La muerte no se lo permitió. Sin embargo, por fortuna, la
obra sigue joven: una nueva edición reciente, cuidada con delicadeza por
la editorial, lo ha actualizado, conservando los muchos rasgos
positivos que daban sello inconfundible al texto original. Que viva
muchos años “el Moliner”, uno de los monumentos españoles del siglo XX.