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Del libro LECTURAS DE INFANCIA, (EUDEBA, Buenos Aires/1997).
Comenzaré por recordar algunos lugares comunes,
bien o mal conocidos, relativos al principio mismo de lo que puede
pensarse bajo el título de "sobreviviente" (…) La palabra
"sobreviviente" implica que una entidad que ha muerto o que debería
haber muerto, todavía está viva. Con el pensamiento de este "todavía",
de un aplazamiento o de una detención de muerte, se introduce una
problemática de tiempo, pero no cualquiera. Una problemática del tiempo
en su relación con la cuestión del ser y del no-ser de lo que es. Más
precisamente, de un tiempo en que el ente (la entidad) se encuentra en
relación con su comienzo y su fin, como se dice corrientemente
(corriendo). En relación con el enigma de que la entidad llega a su ser
de ente y se va de este ser. Que está, pues, en relación, dos veces,
necesariamente dos veces, con "su" no-ser. Aparece y desaparece. Pero
como cuando no es, tampoco tiene "su" no-ser, o mejor dicho, como el
no-ser es lo sin relación, el enigma al que aludo es el de una relación
con lo que no tiene relación, con un absoluto.
Observación familiar, si puedo llamarla así. Ahora, para tratar de
ser menos familiares, hay que preguntarse cuál es la instancia con
relación a la cual el sobreviviente sobrevive. Sobrevive siempre a una
muerte, pero ¿a la muerte de qué vida?
Hegel dice: la muerte es la vida del espíritu. En la fenomenología,
el espíritu no sobrevive a la muerte, es el relevo de la vida
inmediatamente, y por ende a la vez esa vida en tanto muerta (pasada) y
reavivada, reviviente. El espíritu vive en tanto muerto para la
instancia que él mismo fue. Él es constitutivamente un duelo, en el
sentido de Freud, es decir, la pérdida de sí mismo en tanto, investido
primero en una formación, la objetiviza para conocerla, en tanto ella
deviene así muerte (a) para él, y por que por este mismo hecho él vuelve
a sí (narcisismo del duelo) en una formación nueva. El espíritu no es
más que objetividad, investido (una entidad es eso), y la nueva
objetivización comporta, contiene, conserva la antigua pero, digamos,
modalizada, según el modo del no más. El modo del no más es el de la
necesidad, o de la tercera persona. La formación anterior no está más
viva, la entidad que fui no puede decir más "yo". Yo no puedo hablar más
de eso sino como de ella, entonces, en tercera persona. Ella no puede
ser otra que lo que fue (ésta es su necesidad): ella es habiendo sido
("siendo-sido", escribe Heidegger). Hegel resuelve este problema con un
"nosotros"; él (es decir yo entonces) y yo (ahora). Misterio de este y.
Sobrevivir se entiende, según este pensamiento donde nada se pierde,
como ser todavía según los modos del poder (posibilidad, capacidad,
eventualidad: event, algo indeterminado ocurre todavía), mientras que
uno debería no más, no poder, no poder más.
El relevo hegeliano es el de un modo por el otro. Expresa en un
sentido la constitución paradójica del instante para el pensamiento:
éste no es t, sino siempre t.dt. El siendo-sido (Heidegger) implica en
su determinación a la vez que él no es más y por lo tanto no podría ser
otro, sino también que él es la potencia (la derivada) de otro instante,
llamado "siguiente", de donde se dará como no siendo más.
La formulación matemática y fenomenológica del instante en t.dt
suministra también una inteligencia de la supervivencia. Lo que es, es
vivo, pero contiene su no todavía, de donde él es ya muerto. El tiempo
asegura así, suficientemente para el espíritu, el fundamento de su idea
de la supervivencia en la problemática filosófica del espíritu o
conciencia. La Retención de Husserl encierra, en un sentido, todo el
secreto de la supervivencia. En filosofía del lenguaje se dirá, con el
sentido corriente, que el tiempo no es más que el juego de las
modalidades: no poder más y poder este no más. La imposibilidad y la
posibilidad de este imposible.
Este tiempo es el de la conciencia o del espíritu, y esa
supervivencia es su seguridad absoluta, como su muerte está asegurada.
Asegurada por cuanto es siempre una bella muerte, por "retenida", en el
"nosotros" que forman juntos el yo ahora y el yo entonces.
Pero un problema es si, en el retorno sobre el no más, no se ha
olvidado algo que, por ende, no sobrevive, un resto que no resta. Lo que
parecer tener que estar necesariamente perdido es la presencia entonces
de lo que es ahora pasado. Lo que es ahora necesario, incambiable, era
entonces contingente. Lo que no tiene más poder (más posible) ahora, era
entonces poder o potencia. Hay una tristeza mortal de eso mismo que es
retenido o transmitido. Tristeza de la lechuza. De lo que está ligado.
La tradición de lo que entonces se experimentaba en el presente es su
traición. El pasado es traicionado por el solo hecho de que la presencia
que él era es puesta en ausencia. Un modo le falta, el tono de lo vivo,
aun cuando se lo recuerde.
En términos epistemológicos: su contingencia, lo que Arendt, citando
a Kant, llama la "desoladora contingencia". Desoladora por ser
absolutamente rebelde al encadenamiento necesitante, universalizante,
por causas y efectos. Pero desoladora también porque el sabor singular
de ser-ahí (ese gusto), que es ontológico, la memoria ordinaria no puede
sino perderlo. (¿Tiene acaso lugar alguna vez, ese sabor? ¿No es
esencial haber solamente tenido lugar? ¿No resulta sólo del hecho de
acordarse? ¿Es otra cosa que un efecto de falta, el efecto de que la
memoria falte al rememorar? Cualquier fotografía, reciente inclusive,
¿no está esencialmente amarilla?) La traición del vivo está contenida en
su tradición por el sobreviviente. Se la requiere para que alguna
huella persista de la antigua presencia, necesariamente alterada,
"recalentada". El testigo es siempre un mal testigo, un traidor. Pero,
con todo, él testimonia.
La cuestión así planteada lo es en el marco de una filosofía del
sujeto o del espíritu, en una fenomenología. La de la síntesis del
tiempo, en Agustín, Descartes, Kant, Hegel, Heidegger, que es también la
del sujeto.
Debe apuntarse ahora que, en el interior de esta problemática, si se
designa la vida del espíritu como una supervivencia, se pone el acento
en la ausencia, en lo que se pierde en lo conservado. El mundo es gris
para la lechuza hegeliana, es un desastre para el Ángel de Benjamin, que
el viento del pasado empuja al futuro a tropezones. Él no ve más que
desastre en el pasado, como la lechuza es ciega al color de la vida. El
Ángel sólo ve el pasado como presente desastrado. El astro es el tono de
lo que está vivo. Y la pregunta retorna: si el pasado fue
efectivamente, como presente entonces, un desastre, o si lo desastra el
re-verlo. Hegel dice esto, Benjamin dice aquello. Esto marca una
diferencia, toda la diferencia de lo especulativo con lo
post-especulativo. En Hegel el duelo se hace, en Benjamin se ha vuelto
imposible.
Esta imposibilidad de hacer el duelo de la presencia pasada (y de
reconducir su fuerza sobre el sí mismo presente, gracias a nuevos
objetos) se llama melancolía. Si no la imposibilidad de hacer el duelo,
al menos el subrayado de la pérdida irremisible de presencia, es decir
la muerte, de lo que fue ahí. Y, según esta pendiente, incluso lo que es
presente ahora puede ser sentido como condenado ya a no ser más ahí, y
resultar objeto de una melancolía "preventiva": ¿no está ya muerto, que
en el presente parece tan vivo?
El nacimiento mismo, el comienzo, se juzga melancólicamente como una
ilusión. Lo que llega a la vida, es decir, el instante como
acontecimiento -el llegar fuera de la nada-, está ya condenado a
retornar a la nada. El solo ser-en-verdad no es ahí. Esta inversión de
las apariencias puede dar lugar a metafísica. El eterno presente, el
presente vivo, está siempre ausente. El ser no es ente. Melancolía que
llaman "occidental", desde el platonismo, no sé bien por qué, se la
reencuentra en todo pensamiento cuando tropieza con su fracaso, que es
también la pasibilidad, la temporalidad, la modalidad.
Sería, parece, la manera para el pensamiento de no traicionar la
presencia, rehusarse a todo ente y mantenerse en la melancolía. Velar
por el perpetuo retiro del ser verdadero. La serie de los entes,
instantes, e instancias que no hacen más que desenrollar la innumerable
serie de falsos nacimientos, que son otras tantas desapariciones de lo
verdadero. Los presentes quedan como desempleados de la presencia. Un
hombre dice a una mujer: "No, no quiero un hijo, sería un desempleado
más." Él dice la melancolía, la escasa fe en el ser del ser-ahí. No
quiere traicionar. Siente que la transmisión, la tradición de la vida es
la traición de la verdad, la cual es distinta de la vida, está "en otra
parte". En cuanto al modo auténtico de la presencia (¿quién lo
conoce?), todo ente es un sobreviviente.
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