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-1984- .En Arte y verdad de la palabra, Cap. 3
Traducción de José Francisco Zúñiga García. Barcelona, Paidós, 1998
Desde Nietzsche, se califica a la filología de arte
de la lectura lenta. Demorarse en algo en lugar de pasar rápidamente
por los textos cosechando informaciones es, en verdad, un arte que va
desapareciendo. Hoy me planteo la tarea de reflexionar un momento sobre
la estructura específica de la lectura. La lectura refiere a la
escritura, manuscrita o impresa, y la escritura tiene su origen en el
lenguaje. Leer es dejar que le hablen a uno. Aquí hay un momento
hermenéutico. ¿Quién puede leer sin comprender? Todo lo que no sea
introducirse desde el lenguaje en lo suscitado por él, es balbucear,
hablar entrecortadamente, deletrear. El habla requiere, pues,
comprensión, comprensión de la palabra que se dice. También de la propia
palabra. Todos sabemos lo que significa no comprender las palabras de
uno mismo. Algo así se dice cuando hay demasiado ruido en el ambiente.
Con ello, uno refiere a algo esencial, a saber, que no se comprende la
palabra de uno mismo porque no puede ver cómo la recibe el otro. Esto no
quiere decir que haya que escuchar las palabras de uno mismo, pero sí
que hay que procurar que el otro pueda oírlas. Lo que importa es que
lleguen al destinatario. Incluso hay que preguntarse si todo
estancamiento en la comprensión de uno mismo -que es, probablemente, una
de las experiencias básicas que nos dan que pensar- no será siempre una
llegada a uno mismo que se retrasa.
Cuando considero el fenómeno del leer vinculado a
los del oír y el ver, el tema presenta dos aspectos, uno antropológico y
otro poetológico. El aspecto antropológico es antiquísimo. La rivalidad
de estos nuestros dos sentidos más humanos es un fenómeno conocido.
Sabemos que un azor ve mejor y que un gato oye mejor que cualquiera de
nosotros. Pero el funcionamiento combinado del oído y la vista distingue
al hombre específicamente desde antiguo. Oír no quiere decir sólo oír,
sino que oír quiere decir oír palabras. Aquí aparece una característica
del oído. Así, en la conocida expresión que afirma que uno se queda
consternado, que uno pierde los sentidos (eínem vergeht Hören und Sehen) el oído ocupa el primer lugar. Ciertamente, Aristóteles tiene razón cuando, al comienzo de la Metafísica,
dice que de todos los sentidos del hombre el de la vista es el más
importante, pues presenta la mayor parte de las diferenciaciones, la
mayor parte de las diferencias y es, por ello, entre todos los sentidos,
el más próximo al conocer, al establecer diferencias. Aristóteles dice
también algo respecto de la primacía del oír. El oído puede recibir el
discurso humano y su universalidad lo sobrepasa todo.
Pues sabemos cómo se compensan estos dos sentidos
esenciales del hombre. Todos los hombres que ven mal entrenan su oído
mucho más que los demás. Y sabemos, en cambio,
hasta qué punto el ojo puede sustituir al oído, por ejemplo, mediante la
lectura del movimiento de los labios. Pero las relaciones entre el oído
y la vista, entre el ver y el oír, son mucho más complicadas de lo que
parece a primera vista. Obviamente, cuando hablamos del oír y el ver en
relación con el leer, no se trata de que haya que ver para poder
descifrar lo escrito, sino que lo que importa es que hay que oír lo que
dice lo escrito. Tener la capacidad de oír es tener la capacidad de
comprender. Este es el verdadero tema de mis reflexiones.
El nexo entre leer y oír es evidente. Sólo en las
fases tardías de nuestra cultura europea ha sido, en general, posible
leer sin hablar. Sabemos por un pasaje de Agustín que el padre de la
Iglesia Ambrosio quedó atónito ante el hecho de poder leer sin hablar en
voz alta. Recuerdo que, en mi juventud, el profesor de alemán del
Instituto de Breslau me observaba al principio con desconfianza -hasta
que se hubo convenido de mi inocencia- porque yo siempre movía los
labios al escribir, como si estuviese hablando. Quizá fue una primera y
temprana disposición al talento hermenéutico: cuando leo algo quisiera
siempre, además, oírlo. De lo que se trata es, pues, de volver a
convertir lo escrito en lenguaje y del oír asociado a esa reconversión.
Nos encontramos aquí, en cierto modo, ante
preguntas todavía no exploradas. Hay que distinguir si un texto ha sido
redactado para ser recitado o si un texto debe ser leído rápidamente o
si un texto debe ser leído en voz alta y está escrito para ello o si al
fin y al cabo, como ha llegado a ser cada vez más frecuente en nuestra
cultura, sólo hay que contar con la lectura silenciosa. No es que en
todos estos casos haya claras diferencias. Pero el modo en que se va a
utilizar lo escrito ha de jugar un papel en el arte de escribir. Aquí se
inserta el problema de la oral poetry, muy discutido en
la actualidad. Lo que yo, como filólogo clásico, había aprendido, a
saber, que sustancialmente la tradición épica sólo pudo desarrollarse
basándose en la escritura, queda cercenado porque ha sido conocida la
existencia, sorprendentemente larga, de una tradición oral de leyendas y
de poesía épicas. Esto lo ha hecho ver una expedición americana a las
montañas albanesas. Naturalmente, se debe valorar con corrección la
importancia de este conocimiento. Significa que hay que reconocer
la mneme , la memoria, el engrama en nosotros mismos,
como la primera forma de la escritura que ha sido cincelada en la
psique. Cualquiera ve en las epopeyas homéricas, igual que en otras
epopeyas que fueron aún compuestas para la tradición rapsódica, cuánto
alivian la memoria del rapsoda, igual que la del oyente, la repetición,
las flores retóricas, los medios estilísticos y metáforas reiterativas.
La estabilización por medio de la escritura es casi anticipada ya en la
tradición oral de la poesía.
Ahora bien, no podemos discutir aquí en qué parte
de la redacción de nuestras epopeyas clásicas ha influido la tradición
oral y en qué parte lo ha hecho la reducción escrita de esa tradición
oral. Tengo interés en que se dirija la mirada a la relación general
entre leer y oír y, con ello, no desatender a los destinatarios a
quienes se dirige el que escribe, el escritor, y para quien son tan
importantes. Por la retórica sabemos que los grandes representantes
griegos del arte de la palabra elaboraron, por regla general, discursos
escritos, es decir, literatura. Cuando tenían sus famosos altercados,
leían textos ante el público. Por tanto, ya entonces había una estrecha
vinculación entre retórica y literatura. Ciertamente, nos encontramos
aquí en una época relativamente tardía, en la que comenzó nuestra
tradición discursiva.
Pero los diferentes modos en que lo legible se
transforma en audible tienen, evidentemente, un significado más amplio.
Piénsese en la diferencia que hay entre la manera de cantar ante el
público de un rapsoda profesional o la manera de entonar del recitador
de un género determinado, por ejemplo, la epopeya, o cómo se ejecuta la
lírica coral. Lírica coral quiere decir que muchos cantan y actúan
conjuntamente.
Si se consigue hacer presente toda la cadena de
fenómenos que enlazan en este punto, se aprenderá algo sobre qué son el
leer y la lectura.
Conecto aquí con investigaciones que realicé como
joven docente en 1929 cuando, en el seminario de filosofía, a lo largo
de todo un semestre, examiné la cuestión: ¿qué es realmente la lectura:
es una especie de representación ante un escenario interior? Esa fue la
denominación que le dio una vez Goethe a la lectura. La expresión no
está, por cierto, mal elegida, pues, al leer, hay que crear un escenario
si se quiere aquilatar o hacer presente la articulación del lenguaje en
toda su envergadura. Pero la comparación tiene, evidentemente, límites
muy estrechos. Esto quedará claro si menciono una traducción como la que
hizo Gundolf de Shakespeare. La utilizo como ejemplo en este pequeño
trabajo precisamente porque la última vez que oí hablar a Rudolf Sühnel
fue en una bonita conferencia sobre Gundolf. Mostró entonces cómo la
recepción alemana de Shakespeare estuvo, con creciente intensidad,
motivada por la época clásica de la cultura de la lectura y. en
consecuencia, por el escenario interior de la lectura. En el caso de
Gundolf, su poético trabajo de traducción se agudizó hasta el punto de
convertirse en una forma incapaz de ser representada en el teatro. Son
cuestiones interesantes. Goethe las ha considerado, por completo, en el
mismo sentido cuando, por ejemplo, dice que Shakespeare tiene reservado
un lugar de honor en la poesía y que su lugar en el teatro es más bien
accidental y extrínseco. La recepción que de Shakespeare hizo el
clasicismo alemán estuvo, en efecto, enteramente dominada por la palabra
y dirigida al efecto poético del lenguaje. Esto quiere decir,
obviamente, que se basó esencialmente en la lectura en voz alta. Goethe
fue un lector sobresaliente de sus propias poesías y sabemos que Ludwig
Tieck fue un maestro inigualable en la recitación de los dramas de
Shakespeare. Pero, ¿qué clase de lectura es esa lectura en voz alta? ¿Es
mimo? ¿El ideal consiste en una transformación total de la voz, de
manera que se tenga la impresión de que, sin interrupción, es realmente
otra persona quien habla? ¿O es más bien una ligera entonación en la
dirección de las diferentes personas que hablan la que se mantiene unida
a la canción y a la melodía de la voz una de la obra poética y de los
que la recitan? Es claro que se trata de una forma intermedia entre la
ejecución real sobre el escenario y esa ejecución sobre el es-cenado
interior que, de ningún modo, es una ejecución, sino únicamente un oír
interior el hacerse sonido del lenguaje.
Ahora bien, para cualquiera es evidente que esto
último es el rasgo distintivo de la literatura. Es cierto que se llama
literatura, pero su objeto es el lenguaje y no la escritura. El lenguaje
es la realidad propia de lo transmitido en la literatura y es la máxima
posibilidad de sustraerse a todo lo material y de alcanzar, a partir de
la realización lingüística del texto, una, por así decir, nueva
realidad de sentido y sonido. Todas las demás artes -el teatro,
naturalmente, también- están ligadas a condiciones limitadas
materialmente. Así, se puede decir de una pieza teatral que no es
representable, y ello quiere decir que las condiciones limitadoras que
se originan en el hecho de tener que transponerla a un modo de
presentación distinto que el del lenguaje atentan contra la soberanía
del sentido que se manifiesta en el lenguaje. Aquí se capta el núcleo
del nexo interior entre el leer y el oír. Donde tenemos que habérnoslas
con literatura, la tensión entre el signo mudo de la escritura y la
audibilidad de todo lenguaje alcanza su solución perfecta. No sólo se
lee el sentido, también se oye.
No falta, pues, razón para hablar, como hace
Goethe, de una ejecución interior. Esto me lleva al segundo punto, el de
la relación entre leer y ver. No se trata, naturalmente, del sentido
trivial -hay que ver para poder leer lo escrito-, sino de que por medio
de la lectura se despierta algo a lo que se le da el nombre de
«intuición». Se trata, en suma, del milagro de la fuerza evocadora del
lenguaje y de su perfeccionamiento en la fuerza evocadora de la palabra
poética. Se puede sencillamente decir que la palabra poética prueba su
autonomía por esta fuerza que posee. A quien, por ejemplo, pretenda
encontrar en la realidad el paisaje descrito en una poesía o en una
narración para comprender mejor la poesía, se le puede calificar de
persona trivial. La fuerza evocadora del lenguaje conduce más bien a una
intuición y a una claridad, que posee una enigmática presencia que da,
directamente, fe de sí misma.
Este es el segundo punto sobre el que quisiera
hacer una observación porque hace alusión a un problema reiteradamente
discutido desde que Emil Staiger, impresionado por las ideas de
Heidegger, trató el tiempo como medio de la imaginación poética. En la
actualidad, la cuestión ha sido llevada al extremo en la poetología
post-estructuralista. En este contexto, se le levanta un proceso a
cualquier presente. Considero que esto es un malentendido. Derrida ve en
esa presencia una continuación de la metafísica griega. Heidegger nos
ha enseñado, en efecto, que la metafísica griega y su comprensión del
ser se concentran en el presente. Lo que está ante los ojos en este
momento, lo presente, constituye el carácter propio de la comprensión
griega del ser. Este modo temporal de la presencia del ser contradice,
efectivamente, la temporalidad del hablar y del oír, que incluye la
sucesión. Pero hay que considerar que esto mismo es válido para la
intuición que suscita el habla. El mismo Goethe distingue, en el
contexto de su pequeño ensayo sobre Shakespeare, entre el sentido de la
vista, del ojo corporal, y el sentido interior, al que sólo se puede
acceder adecuadamente a través de la palabra. Aquí se encuentra nuestro
problema: ¿En qué consiste y cómo se constituye el carácter intuible que
sabemos apreciar como calidad de la expresión lingüística, no sólo en
el poeta, sino también en cualquiera que usa el lenguaje?
De un relato decimos que es muy gráfico, es decir,
que se puede «intuir», que se puede palpar. Quien cuenta algo y
despierta en nosotros el sentimiento de haber estado allí, no necesita
ser ningún poeta. En particular, elogiamos del discurso poético que
conmueva nuestra imaginación y que, de entre una plétora de imágenes
cambiantes, emergentes y ensambladas, instaure dentro de nosotros algo
parecido a un efecto y a una intuición completos. ¿Qué clase de
acontecimiento es éste? Naturalmente, no se trata de un sentido interno
al modo como de él hablan los filósofos, por ejemplo, Kant. Cuando Kant
llama a la forma de la intuición del tiempo sentido interno, se refiere
con ello al tiempo en cuanto sucesión. A diferencia de la simultaneidad
de las cosas en el espacio, el tiempo representa, como forma de la
intuición, la serie de lo uno después de lo otro. Naturalmente, esto es
correcto para los objetivos en cuyo contexto Kant halló esa
diferenciación. Pero, notoriamente, esto no tiene directamente que ver
con el problema del carácter intuible que, con fundamento, tenemos
presente cuando hablamos de la lectura genuina. Para cualquier acto de
leer es constitutivo, no que lo uno venga detrás de lo otro, la sucesión
en cuanto tal, ¡sino la presencia de lo que no es simultáneo. Quien no
capta y reproduce los textos realizando el conjunto de su articulación,
modulación y estructuración, no puede, en realidad, leer. Leer no es,
por supuesto, yuxtaponer una palabra y otra palabra y otra palabra. Esto
es deletrear o decir de memoria. Leer es, por contra, una manera
silenciosa de dejarse decir nuevamente algo, lo cual presupone
anticipaciones de comprensión. Todos sabemos lo que entendemos por una
buena lectura en voz alta. Debe ser tal que se entienda bien y sólo
puede ser así cuando el lector mismo ha comprendido lo que lee. No creo
que, en el fondo, sea posible leer en voz alta algo de manera que otro
lo entienda si, después de todo, uno mismo no lo ha comprendido.
Por cierto, ¿qué quiere decir aquí comprender?
Seguramente tenemos que habérnoslas aquí con un continuo que va desde la
más vaga suposición del sentido a un concebir susceptible de dar cuenta
de sí. El caso más llamativo y extremo se da allí donde no sólo se lee o
se recita, sino que se representa teatro en toda regla. Los distintos
grados de comprensión que, por ejemplo, venían a coincidir en el juicio
concordante del público del teatro ático, no son meras extensiones de
una comprensión parcial en dirección al ideal de la comprensión
perfecta. Los grados están más bien dispuestos concéntricamente unos
dentro de los otros. También el actor de hoy se sitúa siempre dentro de
este espacio de variación entre la «actuación según medida» y la
interpretación consciente. Tenemos noticia de esto por los ejemplos
contrarios, como la recitación memorística de poesías que tuvimos que
hacer cuando éramos niños pequeños en el cumpleaños de nuestros padres.
Es una suerte de declamación que no es tal. Pues, en este caso, la
ejecución del lenguaje se abandona por completo al extremo de la forma
mecánica de la memorización y no queda depositada en un acto
comprensivo, que no es imitación, sino «formación según medida», una
ejecución completa. De manera que es evidente la diferencia esencial que
hay entre la configuración temporal del carácter intuible del presente y
aquella configuración temporal de la sucesión, de lo uno después de lo
otro, cuya expresión pura se encuentra en el tiempo fisicalista, en el
tiempo medido.
Evidentemente, esta diferencia guarda relación con
la esencia del lenguaje, con esta anticipación del sentido que orienta
todo hablar que busca, que yerra y que encuentra. El hablar real se
concentra, pues, en hacer que despierte la intuición, de manera que la
presencia intuible de lo dicho resulte, no simplemente de llevar a
término una sucesión, sino de que el papel conductor lo tiene una
anticipación de la unidad que logra configurarse. Hablamos entonces,
dado el caso, de la unidad de configuración, sobre la que nos ha
instruido la psicología de la Gestalt . O hablamos,
siguiendo a Dilthey, de concentración en un punto medio y la mejor
manera de conocer todos estos asuntos es la audición de música. Pues,
¿qué significa, en este caso, comprensión? El interés dirigido a un
contenido informativo no puede comprender nada. Así, pues, ¿quién
comprende? El extremo negativo resalta claramente cuando, al final de
una pieza musical, uno tiene antes que mirar a su alrededor
temerosamente para ver si debe empezar a aplaudir. Luego la comprensión
implica que, por así decir, uno se adelante a lo que todavía falta o a
lo que ya no falta y que uno lo tenga todo tan seguro en el oído que no
surjan problemas de ese estilo. ¿En qué se basa esta formación de
unidad? ¿Qué es el tiempo en que tiene lugar esa comprensión de
configuraciones lingüísticas hechas de sentido y sonido? Seguro que no
tiene su esencia en la serie medible de puntos del ahora.
Aristóteles trata en cierta ocasión la esencia del
cambio brusco. Se refiere con ello a fenómenos tales como el de la
congelación repentina de un liquido refrigerado, la metabolé.
Quiere decir que no todo movimiento discurre en la dimensión del
tiempo. Para esta física de las apariencias es válido también lo
repentino del cambio brusco. Pues bien, eso repentino del cambio brusco
se da también en cualquier comprensión. Tenemos experiencia de ello
cuando escuchamos una sencilla comunicación en la vida cotidiana.
Prestamos atención hasta que lo «tenemos». En el momento en que lo
«tenemos» aparece, por así decir, la totalidad. A las personas
impacientes ni siquiera les gusta que el otro siga hablando hasta el
final.
Es cierto que en el caso de la literatura no ocurre
de la misma manera. Aquí se tiene en cuenta la totalidad de la
manifestación lingüística junto a la totalidad del sentido del discurso.
Pero tampoco esta totalidad, que es traída a una presencia intuitiva
por medio del lenguaje y, en especial, por medio del lenguaje poético,
es compuesta palabra por palabra, sino que aparece, de golpe, como
totalidad. Y, naturalmente, esta clase de presencia no tiene el carácter
presente del instante, sino que abarca también una simultaneidad
espacial. En el romanticismo alemán, en Novalis, en Baader, Schelling,
tenemos las primeras indicaciones en esta dirección, que más tarde
alcanzaron un reconocimiento general gracias a Matiére et mémoíre , de Bergson. Esto se refleja claramente en el uso lingüístico del extranjerismo Präsenz (presencia).
Por ejemplo, de un hombre decimos que tiene presencia cuando se nota
que entra donde estamos, mientras que no lo notamos cuando lo hacen
otros. También de un gran actor se dice que tiene presencia, es decir,
ocupa todo el escenario aunque esté junto a los bastidores, mientras que
otros se esfuerzan mucho más sin lograr esa presencia. Presencia quiere
decir, pues, lo que se extiende como una suerte de presente propio, de
manera que lo enigmático e inhóspito del discurrir del tiempo, del
permanente rodar de los instantes en el fluido del tiempo, queda como
detenido. En eso se basa el arte del lenguaje. Permite que algo sea
duradero en el momento, en el cual nada parece resolverse. En realidad,
no leemos una obra de arte literaria atendiendo a la información que nos
ofrece, sino que nos vemos obligados a retroceder continuamente a la
unidad de la construcción, que siempre se articula de un modo diferente.
Por la ciencia -desde la retórica antigua, pasando
por la filología, hasta la lingüística del texto y la fonología-
conocemos cuáles son los mecanismos de estabilización que dotan al
discurso de solidez. La función del ritmo y de la rima, de las
asonancias y de las simetrías fonológicas, penetra en todo lo
lingüístico, desde el texto publicitario hasta la poesía. No siempre lo
rimado es poesía. Ciertamente, la rima es uno de los mecanismos
estabilizadores del discurso que se encuentran en la poesía. Quizás es
uno de los medios artísticos de la lírica más difíciles de manejar.
Puede ser que la poesía moderna haya llegado a ser tan parca en el
empleo de la rima porque el abuso de la rima se ha ido extendiendo. Y,
de esa suerte, es cada vez más difícil evitar el ruido de la rima. Pero
también se da el mismo abuso en relación con otros medios artísticos,
por ejemplo, en la asonancia que sigue las reglas de la aliteración. En
realidad, la particularidad de la construcción poética es siempre una
defensa frente al deterioro del lenguaje. Pero el deterioro del lenguaje
significa que el lenguaje no siempre rinde lo que puede: crear una
nueva presencia, una nueva familiaridad que no se deteriore, sino que
constantemente gane en profundidad. Ciertamente, en esto queda incluido
el que las palabras no son primero registradas en la exterioridad del
sonido, a continuación en su ser soportes de significados y después en
el marco de un contexto significativo, y así, poco a poco, son
dispuestas en una totalidad. Más bien ocurre que la unidad efectual de
sentido y sonido, que se sostiene como un todo, está ya inserta en cada
palabra. Pero este estar inserto de la totalidad en todo lo particular
de la construcción engloba el que lo que esta construcción realiza
desaparece completamente en ella, igual que quien intuye en la intuición
o quien canta en su canción. En esto está encerrado el verdadero
sentido del saberse de memoria la poesía. El que la presencia de la
palabra poética esté, constantemente, recién llegada es lo que nos hace
encontrarnos plenamente en casa. En efecto, hablamos de saberse una
poesía de memoria y también de sabérsela interiormente, y esto es el
estar en casa, el habitar en algún sitio que, por lo demás, hace posible
también la superación de la extrañeza. Goethe usó una vez «habitar» en
este contexto. Heidegger la ha tratado expresamente. De manera que, al
final, el tema «oír-ver-leer», en las limitaciones que le son propias y
en la indisolubilidad de los distintos aspectos en que se presenta, se
plantea en un contexto más amplio. Toda nuestra experiencia es lectura,
elección de aquello sobre lo que nos concentramos y estar
familiarizados, por la re-lectura, con la totalidad así articulada.
También la lectura que nos familiariza con la poesía permite que la
existencia se vuelva habitable.
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