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Obituarios II
{ 15-X-1908 29-IV-2006 } { 31-VII-1912 16-XI-2006 } ¿Galbraith o Friedman? Con esa misma pregunta titulé un artículo que se publicó en Papeles de Economía en abril de 1981 –es decir, hace más de 25 años– que comenzaba así: «La economía pura de mercado, la economía mixta o, en el sentido que utiliza Galbraith, la economía de consenso, y la economía dirigida o planificada, cada una con sus matices y sus grados, son hoy los tres modelos de acción económica que se someten a un debate en el que intervienen, junto a los conocedores de la ciencia económica, los representantes de las tres ideologías políticas más representativas: de un lado, los liberales y conservadores, en un juego de relaciones a veces equívocas; de otro, los socialdemócratas y los socialistas moderados, con planteamientos muy diversos, y por fin –aunque sólo sea a escala europea– los socialistas marxistas y los comunistas, ya sea con formulaciones eurocomunistas o radicales». Aun cuando el marxismo –tanto el político como económico– esté desapareciendo de la faz de la tierra, el debate entre modelos económicos sigue estando vivo en todos sus aspectos. El dramatis personae de ese debate lo representan mejor que nadie John Kenneth Galbraith y Milton Friedman, dos admirables personajes que han venido a morir en el mismo año. Su muerte –démoslo por seguro– no impedirá que sus ideas sigan influyéndonos durante mucho tiempo; quizá, aunque sea mucho decir, sine die. Hagamos un brevísimo resumen biográfico de ambos. Milton Friedman –a quien tuve el privilegio de saludar, pero no de conocer– muere a los 94 años a consecuencia de un ataque cardiaco. La Fundación que él creó con su mujer, Rose, emitió un comunicado en el que afirmaba –con toda razón– que «la pasión de Milton por la libertad ha influido en más vidas de las que él jamás pudo imaginar. Sus escritos y sus ideas han transformado las mentes de presidentes de Estados Unidos, líder es mundiales, empresarios y economistas». Así fue, en verdad. Nixon, Ford, Reagan, Thatcher y los dos Bush, entre otros, asumieron sin reservas la influencia de Friedman. George W. Bush llegó a afirmar en 2002 que «su visión cambió a Estados Unidos y está cambiando el mundo». Recibió el premio Nobel de Economía en 1976, forjó la llamada Escuela Chicago y se mantuvo coherente a lo largo de toda su vida en defensa de sus convicciones, con la única e incomprensible excepción de sus relaciones con el régimen Pinochet. En 1988 recibió la Medalla de la Libertad, la más alta condecoración civil de EEUU. John Kenneth Galbraith, que nació en Ontario (Canadá), muere –según se dijo, «por causas naturales»– a los 97 años. Tuve la oportunidad de conocerle y tratarle durante las visitas que efectuó a Madrid y Barcelona con motivo de una invitación de la Asociación para el Progreso de la Dirección (APD), y me cautivó, como a muchos otros, por su sentido del humor y su humanidad. No logró obtener el Premio Nobel ni la Medalla de la Libertad, pero sí tuvo siempre un gran reconocimiento y un gran éxito editorial debido a su capacidad divulgadora. Su influencia en el mundo político, el académico y el empresarial es equiparable a la de Friedman. En su caso, los presidentes americanos a quienes más influyó fueron Roosevelt, Johnson, Carter y, de manera muy especial, Kennedy, a través del liderazgo de la American Economic Association, un liderazgo al que Friedman se opuso con todos sus medios. Fue un embajador político un tanto peculiar en La India, porque se interesó casi exclusivamente por temas culturales, no creó ninguna escuela de pensamiento y expresó, sin reservas y sin desmayo, su posición contraria a las guerras de Vietnam y de Irak. Batalla de cerebros. Galbraith y Friedman lucharon por sus ideas y contra las ideas del otro a lo largo de toda su vida con una civilizada y, generalmente, sarcástica agresividad. El sentido político, ideológico e intelectual de esa lucha queda especialmente reflejado, e incluso explicado, en sus frases más conocidas que se pueden resumir a las siguientes: Friedman: «Si pones el desierto a cargo del Gobierno, en cinco años habrá escasez de arena»; «Tenemos un sistema que cada vez grava más el trabajo y cada vez subsidia más el no trabajo»; «La inflación es la única forma de impuestos que se pueden imponer sin legislación»; «Los almuerzos gratis no existen»; «La responsabilidad social de los negocios consiste exclusivamente en incrementar los beneficios»; «La solución gubernamental a un problema es normalmente tan mala como el mismo problema». Galbraith: «La ideología retrae el pensamiento. El patriotismo es el último refugio de las mentes defectuosas»; «La modestia es una virtud extremadamente sobrevalorada»; «Cuanto mayor la riqueza, más espesa la suciedad»; «El único valor de las predicciones económicas es que dignifican las predicciones astrológicas»; «Pedirle a Friedman que opine sobre el plan económico a cinco años de La India es como pedirle al Papa consejos básicos para gerenciar una clínica anticonceptiva»; «La mera riqueza, aun en casos extremos, logra generar una apariencia de inteligencia»; «Bajo el capitalismo el hombre explota al hombre, bajo el comunismo es justo lo contrario»; «Las carencias políticas, intelectuales y de otro tipo del presidente Bush no pueden resumirse en una o dos frases». Otra forma simple de valorar y diferenciar a estos dos personajes consiste en relacionarlos con personas y grupos ideológicos o económicos. Desde este aspecto, Friedman tendría como referentes: Adam Smith, Partido Republicano USA y partidos conservadores del mundo occidental, grupos liberales y neoliberales, monetarismo y dos libros suyos, Capitalismo y libertad y Libres para elegir. En el caso de Galbraith: Keynes, Partido Demócrata USA y partidos socialdemócratas del mundo occidental, grupos progresistas, economía mixta y dos libros suyos, La sociedad opulenta y El capitalismo americano. En lo que concierne a la relación con Europa, puede afirmarse que ni Friedman ni Galbraith entendieron bien nuestra realidad económica y política. Todos sus juicios y valoraciones se aplicaban, no exclusiva pero sí fundamentalmente, a la vida y al sistema americano, un sistema en donde, por de pronto, nunca han operado partidos políticos de izquierda (en Estados Unidos los partidos son, un poco más o un poco menos, partidos de derecha) ni tampoco organizaciones sindicales fuertemente politizadas; un sistema en el que el gasto del Estado en porcentaje del PIB es del orden del 38%, mientras que en Europa alcanza y supera el 50% en varios países (Suecia 75%, Francia 53%); un sistema que opera en todo el país con una sola moneda, un solo idioma y un solo mercado. Son, sin duda, estructuras y espacios distintos que sólo ahora empiezan a tener procesos y desarrollos no idénticos, pero al menos similares. El mismo concepto de liberalismo tiene connotaciones distintas a ambos lados del Atlántico. En Estados Unidos ser liberal tiene cierta connotación de izquierdas, mientras que en Europa guarda más relación con posiciones conservadoras. A la vista de todo lo anterior, ¿cómo resolvemos la opción planteada entre Galbraith o Friedman? El artículo que mencioné al principio terminaba diciendo lo siguiente: «Europa debe observar mientras tanto este debate americano con un gran sentido pragmático. La opción entre Galbraith y Friedman quizá no debamos ejercerla por el momento». Esta recomendación sigue siendo válida 25 años después, pero a mí, como viejo liberal, me gustaría terminar este artículo afirmando, una vez más, que no hay peor ni más falso liberal, dicho sea con el mayor respeto, que aquel que limita su liberalismo al mundo económico. Se es liberal en todo o no se es liberal en nada. El liberalismo no es simplemente ni fundamentalmente una teoría económica. Al liberalismo le importa mucho más el ser que el tener y, aunque respeta profundamente el deseo de tener, la propiedad privada y la independencia de cada ser humano concede un valor decisivo a los planteamientos morales sin los cuales el sistema se encanalla y se derrumba. Ni uno sólo de los grandes pensadores y filósofos del liberalismo (y en especial Adam Smith y Hayek) han dejado de insistir en esta idea. Terminemos afirmando que han muerto dos grandes personas, dos grandes economistas. ¡Viva Galbraith! ¡Viva Friedman! / Por Antonio Garrigues Walker, abogado { 29-IX-1913 12-V-2006 } Humanista de la arquitectura Arquitecto, 92 años. El mes de mayo se llevó a Miguel Fisac cuando contaba 92 años de vida intensa y apasionada. Desapareció en plenitud de facultades, cuando había adquirido una luminosa claridad de juicio y una absoluta libertad para manifestarlo. La calidad de su obra como arquitecto está fuera de toda discusión, acaso la más valiosa por su originalidad entre las españolas del siglo XX. Lo insólito es la certeza de que su calidad humana e intelectual superó a la de sus edificios, caso poco frecuente entre los grandes creadores. Su muerte ha dolido profundamente entre quienes le conocíamos, conscientes de su singularidad y de su ejemplaridad. El paso de la vida fue acentuando su profunda bondad, su honestidad y su inconformismo, que le llevó a luchar hasta el último día por un mundo mejor, por una arquitectura mejor y por ser un ser humano mejor, defendiendo la inteligencia, la imaginación y la verdad intelectual. Su obra ha sido la de un genio; su vida, la de un héroe íntimo e individual. Esta doble condición tiene una misma raíz en su amor por el conocimiento y en su poderosa capacidad de pensar por sí mismo. Acaso fuera durante el año que pasó encerrado en un zulo, al comienzo de la Guerra Civil, cuando se acostumbró a pensar sin tregua y con claridad, pero lo cierto es que la independencia de criterio ya no le abandonaría nunca. Obtuvo el Premio Fin de Carrera de la Academia de Bellas Artes de San Fernando y comenzó a trabajar inmediatamente buscando su propio camino, aprendiendo de los grandes maestros del movimiento moderno, cuya obra conoció viajando por el norte de Europa, y pensando cada concepto arquitectónico para intentar mejorarlo o a frontarlo de manera propia. Innovador. El éxito llegó pronto, tanto por el interés de sus obras como por la excelencia de su calidad material. Su deseo de hacer una arquitectura honda, le llevó a ser uno de los primeros arquitectos modernos de posguerra, con obras como el Centro de Investigaciones Biológicas (1951) y el Teologado de los Padres Dominicos (1955), en Alcobendas (Madrid). Pronto inició su propia investigación en busca de hallazgos técnicos que permitieran fabricar una nueva arquitectura, diseñando mejores ladrillos, huesos de hormigón pretensado y nuevos encofrados para verter el hormigón logrando acabados insólitos. Instituciones oficiales, religiosas y corporaciones le encargan sus edificios, y despliega un torrente de creatividad lleno de aciertos técnicos y estéticos, aunque siempre afirmó que la huella que dejaría era la del criterio, no la de la forma. Si los primeros años de su vida estuvieron marcados por el estudio, el trabajo y la ambición creativa, también tuvieron un fuerte componente religioso, ya que sería cofundador del Opus Dei, en estrecha relación con la cúpula de la organización. La independencia de pensamiento de Miguel Fisac tenía que entrar en conflicto con una congregación fuertemente jerarquizada y sale de ella en 1955. Ese mismo año conoce y se enamora de la escritora Ana María Badell, con la que contraerá matrimonio en 1957 y de quien no se separará en el resto de su vida, formando una pareja de excepcional compenetración y una familia que incluye a sus hijos Taciana y Miguel. En la siguiente década construye sus obras maestras, los Laboratorios MADE (1959), el Centro de Estudios Hidrográficos (1960), los Laboratorios Jorba (1965) y el edificio IBM (1967), todos ellos en Madrid. Paulatinamente, a pesar de su inmenso prestigio profesional, Fisac se queda sin trabajo, sufre un cerco que atribuye a la organización que fundó y abandonó, y que sólo se romperá tras la llegada de los gobiernos autonómicos, que vuelven a confiar en su talento. Pero la interrupción de su trabajo en el momento de plenitud permanecerá como una tragedia de dimensiones incalculables en la historia de la arquitectura española del siglo XX. Durante la travesía del desierto, su pensamiento se afila y su humanismo se acrecienta, mantiene la dignidad y la entereza y no cede a las presiones. Su pragmatismo pierde campo de acción y su inteligencia se vuelve radical, busca las raíces, tanto de la arquitectura como de la existencia. Tras un tiempo de silencio, que no de inactividad, arropado por el calor de su familia y por un pequeño grupo de amigos, vuelve a construir y a desarrollar nuevas patentes e ideas. Galardones. En 1994 se le concede la medalla de Oro de la Arquitectura, en 1997 el Premio Antonio Camuñas y en 2003, a los 90 años, el Premio Nacional de Arquitectura. Sus obras, que se habían anticipado en décadas a su propio tiempo, son rescatadas y comprendidas por sus colegas. Con los años han aumentado su valor, hasta el punto de ser más influyentes ahora que cuando fueron levantadas. De la última década nos queda su palabra, las conversaciones en la hermosa casa que construyó para su familia en el Cerro del Aire (Madrid), y sus intervenciones públicas en las que derramaba una sabiduría radical y una firme confianza en la verdad como herramienta de futuro. Denunciaba que hoy la ciudad se hace sólo para ganar dinero y pensaba que lo más importante de nuestros días es la ecología. Su mente joven seguía mirando los problemas reales de la arquitectura, y su autoridad era inmensa, ya que había pasado de ser el modelo de arquitecto para una nueva sociedad en los años 60 a convertirse en una referencia ética dentro de una profesión que se pone demasiadas veces al servicio de los intereses económicos. También impresionaba la serenidad con la que esperaba la muerte desde hacía años, sin temor, en equilibrio y armonía, como la que transmiten las iglesias que construyó, llenas de alegría y de luz. Quien dijo que «Lo más noble de la religión es el amor. El templo es innecesario», llenó su vida del primero y probablemente realizó los mejores edificios religiosos de la arquitectura española contemporánea. / Por Enrique Domínguez Uceta, arquitecto { 23-VIII-1963 26-V-2006 } Heredero con piel de operario Presidente del grupo Michelin, 42 años. Educado de forma severa, trabajó como obrero y ocultando su verdadero nombre en las fábricas familiares. Al frente de la compañía desde ?999, se le conocía como el apóstol de la movilidad sostenible; su gran objetivo era fabricar neumáticos que durasen tanto como el vehículo. Apostó por el desarrollo tecnológico, las energías alternativas y los automóviles limpios. El contratiempo de un naufragio en aguas de Bretaña truncó absurdamente el breve patriarcado de Édouard Michelin. Tenía sólo 42 años y había recibido los trastos de su padre en ?999, pero ni la juventud ni la timidez enfermiza del heredero impidieron que la marca de neumáticos recuperara el liderazgo planetario a costa de los japoneses de Bridgestone. Mérito de Édouard, apóstol de la movilidad sostenible y promotor de un lema, «ruedas para todos», su sueño era resolver el problema de la superpoblación de vehículos: dentro de 30 años circularán ?.600 millones. Él no vivirá para contarlo, pero ha dejado una receta que compagina la progresiva restricción de materiales con el aumento de la demanda: «Los neumáticos tienen que ser mejores, perdurar más años, resistir sin necesidad de cambiarlos nunca». La fórmula no se le hubiera ocurrido a un capitalista despiadado, pero Michelin tenía conciencia del porvenir porque había vivido la realidad en muchas de sus dimensiones. Primero, como un muchacho educado con la severidad y la austeridad de la Auvernia (nació en Clemont-Ferrand en 1963). Después como obrero raso en las fábricas de cubiertas de la compañía paterna, aunque se avino a ocultar su verdadero nombre para que los colegas del trabajo no tuvieran que sentirse vigilados o intimidados. Era la manera de curtirse y de comprender a los currantes. También un modo de recorrer el escalafón camino de las serias responsabilidades que su padre le encomendó en ?993 como alfil de la estrategia del grupo. Antes de eso había trabajado en Francia como director de una fábrica de Michelin y había llevado las riendas de la división norteamericana. Después de esa fecha, en cambio, advirtió que el estilo decimonónico de la casa y la obsesión del hermetismo requerían una variación empresarial. Mucho más cuando Bridgestone les había adelantado por la derecha y cuando el gran patrón, François Michelin, no parecía disponer de las respuestas. Édouard las encontró con la idea de la especialización de los productos y con la apuesta del desarrollo tecnológico. Incluido el impulso a las energías alternativas, lo s vehículos limpios y el lanzamiento del Energy, primer neumático de la gama de la baja resistencia. Tenía razón. Tanta, que las cuentas de resultados devolvieron al muñeco de los michelines el liderazgo mundial del mercado de neumáticos. Nadie lloró más la muerte de Édouard que los currantes de la fábrica de Clermont-Ferrand. Porque fue uno de ellos y porque nunca les faltó el respeto. / Por Rubén Amón { 1921 26-V-2006 } Vendido a su suerte sobre una carabela Arqueólogo naval y teniente de navío, 84 años. Pamplonés, era una autoridad mundial en navegación en carabela y en construcción naval del siglo XVI. Se dio a conocer en 1962 al viajar con la reproducción de una carabela de Colón desde Huelva a Santo Domingo. Es el único español de hoy con 20.000 millas de navegación a sus espaldas en este tipo de embarcaciones. La maravillosa era del descubrimiento geográfico quedó atrás entre el siglo pasado y finales del XIX. Entonces, avanzar unos metros o kilómetros en junglas, desiertos, montañas, polos y océanos era fruto de un gran esfuerzo y sacrificio. De días, de semanas, de meses e incluso años de aislamiento en un planeta hasta entonces virgen. A estos exploradores les acompañaban largas jornadas de soledad, sacrificios, riesgos y, a veces, incluso la muerte. Aislamiento, sacrificio, cercanía de la muerte... Todos los ingredientes que invitan al hombre a la introspección, el primer paso hacia la espiritualidad. He tenido la suerte de conocer a varios de estos irrepetibles exploradores. Hombres auténticos. No es lo mismo explorar el Amazonas durante tres años en 1960, como hizo Miguel de la Quadra Salcedo, que viajar hoy a la selva sudamericana. Ni irse a vivir como un moderno Robinson a la lejana isla de Fatu Hiva, la más oriental de Polinesia, como lo hizo el explorador noruego Thor Heyerdahl con su mujer en 1937, que viajar ahora a la Polinesia francesa. Ni construir la primera fiel réplica carabela de La Niña, la más pequeña de las embarcaciones de Colón, navegando sin utilizar siquiera la radio, como hizo el intrépido capitán Etayo en 1957, que hacerlo hoy para una Exposición Universal. Definitivamente, hay una gran y esencial diferencia: el salto al vacío sin red. La atractiva sensación del «ya no hay marcha atrás». El capitán Etayo era un hombre espiritual. No era un iluminado, sino un buscador de la luz; no era un loco arriesgado, sino que –como decía el comandante Cousteau– aceptaba los riesgos calculados, no los riesgos imprudentes. Sus viajes eran sobre naves construidas siguiendo el estudio riguroso, metódico, científico. Arqueólogo naval, no se conformó con el aspecto técnico. Su espíritu purista le llevó a recrear la vida a bordo de carabelas del siglo XVI. Con 77 años realizó una durísima travesía para todos los marinos que navegaron bajo sus órdenes. Pero el capitán tenía su solitaria visión de la singladura: al salir del puerto tiró por la borda la radiobaliza y el bote salvavidas, obligatorios ambos por las leyes internacionales. No dejó embarcar comida conservada con sistemas modernos; el agua dulce la recogió en barriles de madera, su sabor era insoportable. Durante semanas, él se alimentó sólo de pan y ajo como nutriente en las tres comidas básicas. Un pan marinero gallego, como galleta de maíz que se endurece. Lo salpicaba con agua de mar, lo cortaba en rebanadas, lo untaba con ajo y aceite y lo masticaba lentamente mientras vigilaba cada cabo, cada trapo, cada botadura, cada maniobra. En las noches no bajaba la guardia. Un día de tormenta, Rodrigo de la Quadra Salcedo observaba con cariño y admiración cómo mantenía el timón bajo los fuertes golpes de mar. Las olas, una tras otra, como ocurre en las tormentas oceánicas, barrían la cubierta y Etayo desaparecía bajo la poderosa tromba de agua. Rodrigo miraba asombrado, pensando que con la siguiente ola se vería arrastrado hacia su final, pero de nuevo resurgía entre la espuma con la mirada puesta en el horizonte y la felicidad en su rostro. Cada jornada hacía rezar el rosario a toda la tripulación. Cuando pienso en todas estas cosas, siento cierta envidia de aquella tripulación que aún no sé si sabe cuánto ha recibido y cuánto le debe a su capitán por haberle enseñado a saborear el inconfort, a disfrutar y a aprender de los importantes beneficios de la austeridad y las estrecheces. Ahora que llevo más tiempo del que se debe en tierra, que añoro el cosquilleo de las sensaciones fuertes en mis balsas de juncos durante las cuatro expediciones que he liderado como capitán por los mares del Sur y las costas de África, daría cualquier cosa por tener la oportunidad, al menos una vez, de ponerme a la orden del capitán Etayo como marinero e intentar aprender la vida virtuosa del hombre espartano, disciplinado. El capitán Etayo no sólo navegó por los mares en réplicas de carabelas. Fue un faro de luz que guió el camino a muchos seguidores tras su estela. Encontró la muerte, que seguramente no le era del todo extraña, a los 84 años, en su tierra, junto a los suyos. Un adiós sabio, digno de un auténtico aventurero. En vida, dirigió la proa de su barco en busca de mundos verdaderos. Descanse en paz. / Por Kitín Muñoz, expedicionario { 18-IX-1946 1-VI-2006 } Todo empezó con una huelga de hambre... Artista, 59 años. Una botella de gaseosa, unas medias y 200 pesetas. En eso consistió el primer premio que ganó cuando aún era una cría. Poco después empezaron a llamarla la niña de los premios. Su tío Antonio la llevaba a concursos y ella los ganaba. María del Rocío Trinidad Mohedano Jurado lo tenía claro. Nunca dijo quiero ser artista sino «voy a serlo». Y estaba convencida –con los años se reía al recordarlo– de que el camino era tan fácil como viajar a Madrid, triunfar y volver a Chipiona convertida ya en «artista». No fue tan fácil, pero tampoco había soñado nunca con llegar tan alto. La vocación le llegó casi por inercia. A su prodigiosa voz había que sumarle un entorno de puro arte: Fernando, su padre, zapatero artesano, era un maestro del cante jondo; a Rosario, su madre, ama de casa, todos la recuerdan cantando a todas horas y con una voz preciosa. Y a Rocío igual: desde chica, como ella decía, siempre enamorada del flamenco y la copla y lanzando ese chorro de voz que quitaba el sentío. La vida no iba a ser fácil. Rocío perdió a su padre cuando era demasiado pequeña y en aquella familia humilde no se pasaba hambre pero se trabajó a destajo. Y ella, empeñada en ser artista. De pequeñita, cuando con su madre, Amador y Gloria –sus dos hermanos– se trasladó a casa de sus abuelos, Rocío hizo una huelga de hambre. Eran los años 50 y la situación económica de la familia no era como para eso, pero ella optó por una medida drástica cuando supo de la oposición de su abuelo al anunciar –toda seria– que ella quería viajar a Madrid para triunfar. En aquellos años en los que ese mundillo se relacionaba mucho con el pendoneo y poco con el arte, el abuelo Amador dijo que tururú. Y Rocío, que no pensaba comer, que prefería el hambre al abandono de la causa. «Yo, artista». Al final, el abuelo cedió y entregó a Rosario 8.000 pesetas para que viajara a Madrid con la niña de la voz arrolladora. La aventura comenzó con un catarro que Rocío contagió a su madre, por los que los primeros días en la capital los pasaron entre cuatro paredes. Después –no fue fácil, pero el destino estaba escrito– llegaron los primeros éxitos. Rocío se había llevado las primeras ovaciones cuando a los 8 años, aún en su pueblo gaditano, hizo levantar a niños y profesoras aquella vez que le organizaron su primera actuación «a lo grande», en el colegio. Habría después millones de aplausos reservados para ella, pero se hicieron esperar. Pastora Imperio y Manolo Caracol fueron los primeros en ponerla en el camino. Le consiguieron sus primeras actuaciones, casi de extrangis, porque era tan joven que la ley no le permitía actuar. La vestían de mayor y tuvieron que improvisarle un camerino en el hueco de una escalera. De lo demás se encargaba ella: subía al escenario, resuelta como si ya fuera una estrella, actuaba y se ganaba al público desde la primera estrofa. Rocío triunfaba con sus discos, en el cine e incluso en concursos de belleza. La vida le sonreía, y por aquel entonces ella era ya el bastón de toda su familia, una constante que le acompañó para siempre. «Primero los míos, siempre lo mejor para ellos», aunque llegaban a decirle que se guardara algo para ella, pero Rocío –racial, inte nsa, matriarca de los suyos, generosa pero nada derrochona– era feliz dándose. En compañía de su familia. La mujer que revolucionó la copla cambiando los volantes por espectaculares trajes de noche con escotes y transparencias (la censura le prohibió un vestido en una gala de TVE) se bebió la vida a sorbos, como los limones y pomelos que tanto le gustaban y que se comía «a bocaos». Por eso, cuando una tarde anunció con serenidad y valentía que padecía una grave enfermedad, y pese al mensaje de esperanza, su mundo se paró en seco. La vida se le iba de las manos pero, por si acaso, su fe le decía que no se diera por vencida. Sin victimismos, Rocío quiso enfrentarse a esta nueva embestida de la vida con fuerza y valentía. Y decidió seguir devorando libros cada noche, ver más películas de Coppola y Almodóvar mientras comía pipas, volver a ver cada cinta de Mel Gibson. Exprimió cada instante con su marido, sus hijos y nietos, sus hermanos y amigos, su gente. A los suyos,«vacíos», sólo el tiempo les enseñará a vivir sin ella. Escuchan su música, recuerdan sus risas, sus refranes. Y a veces hasta se la imaginan aquí, diciéndoles que se den tiempo, que el dolor se atenuará, aunque aún no sepan cómo. Casi pueden verla canturreándoles aquel dicho que tanto le gustaba: «No te mates por saber/ que el tiempo te lo dirá/que no hay nada más bonito/que saber sin preguntar». Su consuelo es saber que Rocío siempre vivió como había querido, siendo una artista. «Yo, artista», decía ella. / Por Susana Martín, con información contrastada con Rocío Carrasco { 3-III-1918 6-VI-2006 } El retratista de grandes personajes que puso firme a Franco Fotógrafo, 88 años. Lo captó irremediablemente cursi, excepcionalmente siniestro. Franco se dejó fotografiar por el gran Arnold Newman cuando nadie esperaba este gesto, en 1964, para la revista Holiday Magazine. Antes había cancelado diez veces la sesión, que a punto estuvo de quedar en nada. Se presentó Franco ante la cámara con voluntad de estatua ecuestre sin caballo y esa gélida solemnidad de gran vía que tienen los dictadores. Puso rostro de tendero cabreado y vanidoso, consciente de saber que él era la patria. No sabemos cómo llegó Newman a Franco, ni cómo logró desprenderlo de las chatarreras y el sayo verde oliva para retratarlo en traje de notario con los pecados a cero. La instantánea es soberbia, tiene algo inquietante, quizá porque nos recuerda que este señor asestaba una doctrina de soluciones tajantes o un talante de guerra triunfal. Y así por 40 años. La inmesa intuición de Newman se deslizó por los salones de El Pardo como antes lo había hecho, con igual elegancia, frente a Billy Wilder; o ahormando para la cámara ese minotauro que vio en Picasso; o entre las piernas alborotadas de Marilyn Monroe; o en el estudio de Pollock; o ante Stravinsky apoyado en un piano abierto como quien se recuesta sobre un caimán de charol. / Por Antonio Lucas |
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