26la mezquita, y Nessim se metió en la entrada sombría de un gran edificio ocupadoen gran parte por oficinas con ventanas enrejadas y chapas semiborradas. Unboab solitario (el concierge de Egipto), en cuclillas, envuelto en trapos, parecía undesperdicio cualquiera (un neumático viejo, por ejemplo); fumaba un narguile decaña corta. Nessim le dirigió unas palabras cortantes y casi antes de que elhombre pudiera responder, atravesó el edificio y llegó a una especie de patiooscuro flanqueado por una hilera de casas destartaladas, de ladrillo ordinario yyeso desconchado. Se detuvo para prender su encendedor, y a su débil luzempezamos a revisar las puertas. Al llegar a la cuarta apagó el encendedor ygolpeó con el puño. Como no recibiera respuesta, la abrió.Un oscuro pasillo conducía a un cuartucho apenas iluminado por lámparas demecha de junco. Aparentemente habíamos llegado.La escena que presenciamos era absolutamente extraordinaria, aunque más nofuera por la luz que, subiendo del piso de tierra, rozaba las cejas, los labios y lasmejillas de los personajes, poniendo grandes manchas de sombra en sus rostros,como si estuvieran roídos por las ratas que se oían corretear entre las vigas deese antro sórdido. Era un burdel de niñas: allí en la penumbra, vestidas congrotescos camisones de pliegues bíblicos, los labios pintados, collares deabalorios y sortijas de lata, había una docena de chiquillas desgreñadas que notendrían mucho más de diez años; la inocencia de la niñez que asomaba a travésde las ropas absurdas contrastaba violentamente con la silueta bárbara delmarinero francés en el centro de la habitación, las piernas dobladas, el rostromarcado y torturado vuelto hacia Justine a quien veíamos de perfil, pues habíagirado la cabeza al oírnos entrar. Lo que el marinero acababa de gritar se habíahundido en el silencio, pero su violencia se advertía aún en la mandíbulaproyectada hacia adelante, en los tendones oscuros y salientes que unían la ca-beza con los hombros. El rostro de Justine estaba dibujado con una especie deprecisión académica, dolorosa. Tenía una botella en una mano levantada, y eraevidente que nunca hasta entonces la había utilizado como arma, pues la sujetabaal revés.Sobre un sofá desvencijado, en un rincón de la pieza, magnéticamente iluminadopor la cálida penumbra que reflejaban las paredes, yacía una niña en camisón,horriblemente encogida, en una actitud como de muerte. Sobre el sofá la paredestaba cubierta de impresiones azules de manos juveniles, talismán que en estaparte del mundo protege a la casa contra el mal de ojo. Era la única decoración dela pieza, la más corriente en todo el barrio árabe de la ciudad.Allí nos quedamos Nessim y yo durante más de medio minuto, estupefactos, puesla escena tenía una especie de belleza espantosa, como algunos de esosgrabados en color que figuran en las ediciones populares de la biblia de la épocavictoriana, por ejemplo, en cuyo tema hubiera algo tergiversado y fuera de lugar.Justine respiraba agitadamente, como si es' tuviera al borde del llanto.