6cada paso. Podía ahora verlo todo con afecto, incluso el viejo vestido dealgodón y los zapatos baratos que usaba los días de fiesta. No habíapodido ocultar con el polvo la ligera marca azul de mis dientes en sugarganta. Entonces su imagen se desvanecía y yo despertaba con un gritode angustia. El amanecer se abría paso entre los olivos y bañaba de platalas hojas inmóviles.Pero de algún modo, yo había recuperado en el interludio mi pazespiritual. Atesoraba con deleite aquel puñado de días azules que nosdespedían, fastuosos dentro de su simplicidad: las crepitantes hoguerasde leña de olivo en el antiguo hogar -de donde el retrato de Justine sólosería quitado a último momento- danzaban y se reflejaban en el mobiliariode madera rústica, en la laca azul del cántaro con los primerosciclámenes. ¿Qué tenía que ver la ciudad con todo eso - una primaveraegea suspendida de un hilo entre el invierno y los primeros capullos dealmendro? Una palabra apenas, casi sin sentirlo, garabateada a la orilla deun sueño, o repetida al ritmo de la voluble música del tiempo que no esotra cosa que deseo expresado por los latidos del corazón. En realidad, apesar del inmenso amor que me inspiraba, me sentía incapaz dequedarme en la isla. La ciudad que odiaba, ahora lo sabía, tenía otrosignificado, una nueva valoración de la experiencia que había dejado enmí sus huellas indelebles. Debía regresar todavía una vez para poderabandonarla para siempre, para liberarme de ella. Si me he referido altiempo es porque el escritor que yo empezaba a ser aprendía por fin ahabitar los espacios desiertos que el tiempo olvida. Comenzaba a vivir, porasí decirlo, entre el tic-tac del reloj. El continuo presente, que es la historiareal de la anécdota colectiva del pensamiento humano; cuando el pasadoha muerto y el futuro está representado sólo por el deseo y el temor, ¿quéocurre con el instante casual imposible de registrar pero también imposiblede despreciar? Para la mayoría de nosotros, lo que llamamos presente esarrebatado al conjuro de las hadas, como un pasado repetido y suntuoso,antes de que hayamos tenido tiempo de tocar un solo bocado. ComoPursewarden, muerto ahora, tenía la esperanza de poder decir muy prontocon absoluta sinceridad: "No escribo para aquellos que jamás se hanpreguntado en que punto comienza la vida real”.
Pensamientos ociosos cruzaban mi mente mientras descansabatendido en una roca lisa junto al mar, comiendo una naranja, encerrado enuna soledad perfecta que pronto sería tragada por la ciudad, el densosueño azul de Alejandría, dormitando como un viejo reptil a la broncínealuz faraónica del gran lago. Los maestros sensualistas de la historiaabandonando sus cuerpos a los espejos, a los poemas, a los pacientesrebaños de muchachos y mujeres, a la aguja en la vena, a la pipa de opio,a la muerte en vida de los besos sin deseo. Recorriendo una vez más conla imaginación aquellas calles, comprendía que abarcaban no sólo lahistoria humana, sino también toda la escala biológica de los afectos,desde los arrebolados éxtasis de Cleopatra (curioso que la vid haya sido
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