¿Nos representan los partidos? La pregunta se ha hecho popular, popularísima. Y la respuesta atronadora –apenas contrariada por algunos bisbiseos periféricos– es «no», o mejor, «NO», o subrayando aún más el tono de repulsa y condena, «NO». Los partidos no nos representan. Sociológicamente, esta casi unanimidad aloja un significado muy claro: la gente, en mayor proporción cuanto más joven, empieza a querer que se vayan los que están. Los que están no son sólo los que están en el Gobierno, sino los que están en la política. Este deseo, en sí mismo, es absurdo. No se pueden ir todos los políticos al mismo tiempo sin que venga lo que los fascistas denominaban un «antipolítico». En el caso de la Italia de la inmediata posguerra –me refiero a la Gran Guerra–, el antipolítico resultó ser un político puro: Mussolini. Este es el peligro, un peligro que el movimiento internacional de los indignados –sí, puede hablarse ya de una indignación transnacional– enturbia con visiones y esperanzas escatológicas. Recomiendo encarecidamente una larguísima entrevista que Beppe Grillo, el primer indignado que va a decidir de verdad el curso de las cosas en un país grande, concedió a una cadena sueca. Está en YouTube, y la puede seguir cualquiera. Beppe Grillo afirma en la entrevista que la democracia italiana se curará de sus males –que son, de acuerdo, profundos e intolerables– cuando todos los italianos estén dentro del Parlamento, literalmente todos.
El otro día, hablando de todo lo que pasa, un jurista de mucho peso me hizo dos pronósticos asépticamente profesionales: lo mismo Bárcenas que Urdangarín saldrán ilesos de las causas que tienen pendientes con la justicia. Esto no conviene a nadie, ni a la Corona, ni al sistema de partidos, ni significa en absoluto que esos dos señores no hayan hecho muchas de las cosas detestables que la opinión les atribuye. Pero unas veces defectos de forma en la instrucción de la causa, y otras el carácter objetivo de las evidencias y piezas de convicción, podrían impedir que el malo –por llamarlo de alguna manera: no reúno sobre el asunto más información que la muy desordenada que publican los medios– reciba su merecido. ¿Decepcionante? Sí. ¿Evitable? Según y cómo. Veamos, por ir haciendo boca, qué ha de entenderse por «carácter objetivo de la evidencia».
Atraviesa el cine una era de plomo, así que uno hace lo que puede. Recorre la cartelera con el índice, cavila un rato, y termina apuntándose a una película que le suena de algo, o que le suena a que debería sonarle de algo, o… Bueno, el caso es que acabé sentado frente a El capital, de Costa-Gavras. A Costa-Gavras le interesa la política, y sus alrededores, y se pronuncia sobre asuntos que están en el aire, como se dice en la radio. Yo recordaba, más o menos, La confesión, en que los malos son los comunistas satelizados por la Unión Soviética. Aquí, los malos son los ricachones que desencadenaron la crisis financiera de 2008. El capital se sitúa, por tanto, en la estela de Inside Job (un documental) o Margin Call (ficción). Ambos productos estaban muy conseguidos, fuera o no su diagnóstico acertado. El capital no lo está, cuestiones ideológicas aparte. Probablemente, Costa-Gavras conoció de primera mano el debate sobre el comienzo del fin del comunismo. Presumo que, a finales de los sesenta, se hablaba de esas cosas en París, cuya clase intelectual estaba saliendo del largo invierno (mental) del estalinismo.
El asunto de los desahucios ha revelado un malestar social que no dejará de crecer mientras persevere el paro y vayan en aumento los que están a la quinta pregunta, o a la séptima o la novena, y no sigo con los numerales por no aburrirles. Esto cae de por sí, o, como se decía antes, son habas contadas. Pero existe un segundo aspecto, un poco más secreto, y muy importante también. Muchas de las especies que se han oído con motivo de los desahucios revelan importantes diferencias sobre lo que significa la democracia. A esta vacilación objetiva se puede contestar de dos maneras: o afirmando que muchos andan legos en materia democrática, o reconociendo que la propia idea de democracia está afectada de una indeterminación objetiva. La tesis que voy a defender aquí es, más bien, la segunda: es más sencillo proclamarse demócrata que comprender con precisión a qué se ha apuntado uno después de haber hecho esa proclamación. La dificultad no estriba en que los ciudadanos de a pie, por falta de conocimiento o de luces, no hayan conseguido apresar bien el concepto.
En mi blog anterior dije algunas cosas sobre Cataluña y la democracia, y esto provocó algunas reacciones, las cuales me hicieron reaccionar a mi vez. He llegado finalmente a la conclusión de que no estaría de más volver a las fuentes y ponerse en claro sobre lo que significa el sentimiento nacionalista, cuáles son sus variantes, y qué pinta dentro de todo esto Cataluña. Intentaré no simplificar, por aburrido y por inútil. Dicho esto, abro fuego.
¿Es rechazable el nacionalismo? Sí y no, o según y cómo. Me arranco por un tipo de nacionalismo que ninguno de nosotros dudaría en calificar de aborrecible. En un manifiesto futurista de 1919, firmado por Marinetti, Boccioni y otros, se puede leer esta frase estupenda...
¿En qué estamos pensando todos? Por supuesto, en nuestras cosas. Pero, además, estamos pensando en Cataluña. Lo último significa que Cataluña, segunda preocupación de los españoles cuando éstos se cuentan uno por uno, representa, en promedio, la gran, la principal, preocupación nacional. Et pour cause, que dirían nuestros vecinos de arriba. El episodio catalán ofrece dos caras: una política en sentido estricto, y otra que tiene más que ver con la teología política. Dentro de un momento me explicaré. Voy primero a lo sencillo o, si quieren, a lo más exterior y evidente –a lo exterior y evidente los pedantes lo llaman «exotérico»: lo mismo que «esotérico», sólo que con x en vez de s–.
Francisco García Olmedo, biólogo molecular eminente y amigo mío desde hace ya muchos años, refiere en esta misma página, unas cuantas pulgadas hacia la izquierda –Éramos hermosos, pero estábamos feos–, las variaciones físicas que ha sufrido el hombre durante los últimos siglos por el cambio de dieta, la instalación de agua corriente, las mejoras de la economía, y cosas así. Estos cambios no son evolutivos –no ha transcurrido tiempo suficiente para que opere la selección natural–. Pero son enormes.
Sigo los sábados, mientras desayuno, el programa de Pepa Fernández en Radio Nacional. Me divierte porque es ágil, me gusta porque el tono es cortés, y me interesa porque está saturado de lugares comunes. Éstos no equivalen por fuerza a tonterías. A lo que sí equivalen es a certezas no pensadas, unas veces absurdas, y otras respetables. En conjunto, los lugares comunes dan una radiografía muy exacta del sentimiento social, al revés que los libros de filosofía.
Me dejo caer por un mercado de abastos del centro de Madrid, en el que acostumbro a vivaquear una vez por semana. Queda entre la Latina y la Puerta de Toledo. De hecho, hay todavía placeras que se llaman «Paloma», por la Virgen de la Paloma, la de la zarzuela. Pero la alegría y el folclore se quedan ahí, en los nombres. Hace más de dos años que se ha reducido el movimiento. Un pescadero maragato de mucho peso en el ramo estima la caída de las ventas en cerca del cuarenta por ciento, o más. La oferta también se ha reducido, y los mostradores sólo se aproximan a su esplendor pretérito los sábados por la mañana.
Echamos los dados a rodar, y salió Trento. Es una broma, claro. Queríamos irnos, mi mujer y yo, a un sitio más bien raro, más bien fuera del circuito, y se nos ocurrió que Trento era una candidata muy al caso. No conozco a casi nadie que haya estado en Trento, y la forma adjetivada, «tridentino», suena a algo remoto, adusto, y terrible.
Comentarios sueltos, con el ángulo cambiado, de Álvaro Delgado-Gal