Publicada en 1890 en el Mensajero, fue una de las novelas más conflictivas del siglo XIX español.
La
novela del austero jesuita cayó como una bomba. Sembróse la alarma en
el corazón de las personas que se creían dibujadas allí, y otras dieron
en la flor de decir que cuando el autor hablaba de tales cosas era
porque se había mezclado en ellas. La circunstancia de pertenecer aquél a
la Compañía de Loyola no influyó menos en el ruido que se formó.
La
obra se desarrolla en los años que van del reinado de Amadeo de Saboya a
la Restauración, y se centra en un grupo de aristócratas y sus
conspiraciones a favor de la monarquía alfonsina. En la novela se
desarrolla, esencialmente, un eje argumental básico centrado en la vida
social de la aristocracia española del Madrid de la segunda mitad del
siglo XIX. Sin embargo, y de forma paralela, van naciendo del tronco
algunas ramas argumentales que se apoyan y alimentan en la principal y
que ascienden y crecen al amparo de su sombra. De estilo realista y tono
moralizante, el trasfondo histórico permitió a Coloma la caricatura de
los protagonistas de la situación política de la época , y en las
tertulias y cafés de entonces se debatía sus correspondencias con los
personajes de la obra, en los que el autor centraba su crítica a la
aristocracia. Pero entre las funciones de ópera y los abanicos de nácar
quemado, pasando de lo proceloso a lo íntimo, de los mayores
empedernidos a los niños inefables, una figura destaca sobre las demás,
la condesa Currita de Albornoz, mujer vanidosa y poco agraciada, mezcla
de dulzura e insolencia, que, guiada por su imaginación romántica, se
debate entre sus aspiraciones de libertad y los convencionalismos
sociales. Coloma crea en ella una digna heroína de la literatura del
XIX, enigmática, desafiante, compleja y misteriosa.
Pequeñeces
fue adaptada al cine en 1950 de mano de Juan de Orduña. En el reparto,
lo más granado de la interpretación del momento: Aurora Bautista,
Guillermo Marín, Jesús Tordesillas, Jorge Mistral, María Asquerino,
y una jovencita Sara Montiel.
(La escena recoge los instantes previos a la abdicación de Don Amadeo de Saboya y la proclamación de la Primera República. La aristocracia borbónica prepara su exilio a París)
(La escena recoge los instantes previos a la abdicación de Don Amadeo de Saboya y la proclamación de la Primera República. La aristocracia borbónica prepara su exilio a París)
Pequeñeces ha hecho época en la sociedad y la literatura —asegura Álvaro Alcalá Galiano en Figuras excepcionales (1930)—. Es un libro único en su género. La sátira del Padre Coloma, esa cruel sátira ya revelada en pequeñas narraciones como ¡Era un Santo! y La Gorriona, culminó con irresistible ingenio en Pequeñeces,
que ahora, a distancia, se nos aparece como un admirable cuadro
político social de España durante el breve reinado de Amadeo de Saboya. A
estas razones se añaden el gracejo natural del escritor andaluz, su
arte de narrar con amenidad y su sentido dramático de la vida.
Impotente
y agotada tras los levantamientos cantonalistas, la Primera República
queda finiquitada con la intervención del general Pavía en el Congreso.
La Restauración borbónica se pone en marcha, y con ella, volverá a
España la aristocracia exiliada.
A poco se reunían los fragmentos desperdigados de Revista (El Mensajero) en
dos lindos volúmenes que llamaban con su tentadora cubierta la atención
de los transeúntes en los escaparates de las librerías de Madrid
—escribe el agustino Francisco Blanco García en Literatura Española en el siglo XIX—;
susurraron frases de misterio en los círculos y tertulias; recordábase
el encarecimiento con que D.ª Emilia Pardo Bazán había ponderado la
superioridad del casi incógnito novelista sobre el ilustre Pereda,
Palacio Valdés y tutti quanti en la pintura de costumbres
aristocráticas; se acumuló en las cabezas y en la atmósfera enorme
cantidad de fluido eléctrico, desarrollado simultáneamente por las
cavilaciones políticas y el bizantinismo literario, y estalló la
tempestad en relámpagos de odio, o adhesión entusiasta, en truenos de
vivas o mueras, y en lluvia de artículos o folletos, y de cuchicheos
confidenciales o acalorada discusión.
Por otro lado, Federico Balart, reputado crítico artístico de la época, nos dejó un juicioso testimonio en sus Impresiones (1894) acerca de Pequeñeces
y la inusitada algarada de opiniones de toda índole que había levantado
su publicación. Juicio crítico, por cierto, muy en línea al pronunciado
por Doña Emilia Pardo Bazán: Más de un mes lleva el libro del P.
Coloma siendo asunto de disputa y hasta materia de escándalo. Las
ediciones de Pequeñeces se agotan con rapidez nada común en España, y á
medida del éxito van creciendo en exageración las opiniones contrarias
acerca de su mérito literario y de su importancia moral. Para unos es el
P. Coloma el primer novelista de nuestro tiempo. Para otros, el P.
Coloma es, cuando más, una medianía, y su libro apenas merece figurar en
el número de las obras literarias.
Si
hemos de buscar la verdad entre esas dos opiniones extremas y
extremadas, conviene ante todo distinguir los dos conceptos en que el
autor se nos presenta. El P. Coloma es un narrador y un moralista: su
obra ha de considerarse como una novela y como un catecismo, y aunque el
valor total del libro haya de ser la suma ó diferencia de los valores
parciales en ambos extremos, el método y la buena fe requieren que al
aquilatar el mérito del novelista prescindamos de toda preocupación
moral, y al medir el alcance del catequista dejemos á un lado toda
doctrina literaria.
(…) Las dotes de
narrador constituyen la parte más fuerte del P. Coloma. Aunque su
principal propósito haya sido, como afirma, escribir una obra moral, su
libro es ante todo una novela en la rigurosa acepción de la palabra,
mucho más novela que casi todas cuantas hoy salen á luz con el exclusivo
propósito de agradar. Yo, que acabo de leer en dos días sus dos tomos,
puedo asegurar que ni por un momento he necesitado esforzar la atención.
(…) Si al interés de la
acción correspondiera la importancia de los caracteres, la obra
merecería, sin restricción expresa ni mental, los elogios que le
tributan sus más vehementes admiradores. Lo contrario sucede por
desgracia. En toda la obra no hay un solo estudio psicológico comparable
á lo que en ese punto han hecho y suelen hacer todavía los maestros en
Inglaterra, en Francia y en España misma. Tampoco se halla nada que en
cuanto á personalidad deje huella parecida á la que imprimen en nuestro
recuerdo D. Abundio y el Innominado miss Trotwod y Uriah Heep, Goriot y
Rastignac, Emma y Charles Bovary, Sotileza y Muergo, Fortunata y
Jacinta, Diego y el P. Manrique.
El único carácter
vigoroso de Pequeñeces es el de Curra Albornoz, y aun ese deja algo que
desear. En ella hay una pasión dominante: la soberbia que la impele á
ocupar siempre el lugar más visible sin reparar en los medios ni en las
consecuencias de su vanidosa ambición. La soberbia la lleva á emplear en
daño de su reputación y de su paz las dotes de sagacidad y constancia
que debe á la naturaleza. Eso está bien elegido y bien presentado. Pero
aun en la conducta de tal personaje hay cosas que no se justifican
fácilmente.
(…) Salvo ciertos
prejuicios naturales en un hombre de su hábito, el P. Coloma, en cuanto
moralista, no desmerece del P. Coloma, en cuanto narrador. Agudo siempre
y á veces profundo en sus observaciones, tiene á menudo pinceladas
magistrales. El retrato de Curra las ofrece á docenas; y si resulta un
poco descolorido, este defecto se debe achacar más á la índole del
modelo que al pincel del artista. Curra es un personaje pálido por
naturaleza: sus acciones tienen más fondo que realce; sus pasiones
encierran más malicia que calor; su alma, como su rostro, sólo presenta
una masa lívida constelada de pecas.
Si de la figura
culminante pasamos al grupo social elegido por el autor como objeto de
estudio, no resulta menos patente su perspicacia: desde el primer tiro
se va derecho al blanco. Los defectos, las ridiculeces, los vicios que
señala y reprueba son, con honrosas excepciones, los más
característicos, ya que no los más comunes, en esa clase de nuestra
sociedad: la corrupción de buen tono, la devoción de mera fórmula, la
indiferencia moral, la tolerancia extremada hasta la complicidad, la
depravación por contagio, el trato franco en la forma y solapado en el
fondo, las competencias de lujo, las rivalidades de escándalo, la
envidia sin freno, la difamación sin piedad, el refinamiento del boato
reemplazando á la delicadeza del gusto, la carencia total de principios
sólidos, de ideas claras, de creencias firmes y de virtudes austeras,
eso es lo que pinta, eso lo que condena, eso lo que fustiga nuestro
autor, unas veces con el látigo de la sátira y otras con el azote del
castigo providencial.
(…)
Ahora,
de seguro, esta liquidación no ha de dejar satisfechos á los
apologistas ni á los detractores de nuestro autor; pero los números no
se prestan a caprichos, y en buena contabilidad las pasiones personales
no pasan de ser ceros á la izquierda que entorpecen un momento el
cálculo abultando los guarismos sin aumentar los valores.
Por
eso mismo, ya puesto á borrar cifras embarazosas, no he de pasar en
silencio un punto ajeno por completo al mérito de la obra, y sólo
referente á la persona de su respetable autor.
Algunos han extremado
el rigor de sus censuras hasta reprobar con fuertes calificativos la
conducta del P. Coloma en cuanto novelista: unos juzgan indecoroso que
un sacerdote refiera escenas de corrupción en vez de presentar ejemplos
de virtud; otros consideran indigno que saque á la vergüenza los vicios
de una sociedad cuyos salones ha frecuentado; algunos, en fin, llegan
hasta calificar de sacrilegio la revelación de confidencias que
gratuitamente suponen arrancadas al terror en el inviolable secreto del
confesonario.
Con la mano sobre el corazón declaro que por ninguno de esos flancos encuentro vulnerable la persona del ilustre novelista.
En su Pequeñeces, Currita Albornoz, al Padre Luis Coloma,
Juan Valera se muestra implacable ante esa dualidad
novelista-moralista, equilibrio casi imposible en su opinión, que se
aprecia en la obra: Yo estimo a usted mucho y no le acuso sino de
exceso de celo que le hizo imprevisor. Hay además en usted cierta
dualidad de funciones, no incompatibles, pero que tienen difícil
conciliación. Caben en una pieza el sermón y el cuento o historia
fingida; pueden ser una misma persona el escritor de literatura amena y
de pasatiempo y el rígido sacerdote; pero convengamos en que es arduo
empeño el de amalgamar estas cosas y estas condiciones personales, sin
que en la amalgama las cosas se deterioren y sin que el novelista y el
predicador se bastardeen al fundirse en uno. (…)El escritor ingenioso y
desenfrenado castiga las malas costumbres, las ridiculeces y las
tonterías, con chistes, burlas, epigramas y jocosidades; pero, si no
quiere pasar por muy cruel, debe limitar a esto el castigo. Después de
haber estado chistoso y epigramático, no puede de súbito acordarse de
que es sacerdote, y, sobre las burlas y la sátira, lanzar el rayo de la
ira del Cielo y enviar al infierno al infeliz de quien se ha burlado y a
quien ha escarnecido.
(…)Y aquí viene bien,
en mi sentir, el hacer notar el capital error de usted. Ha querido usted
crear algo del género epiceno, y ha salido del género neutro. Ha
pensado usted, novelista y misionero a la vez, divertir y aterrar;
escribir un libro de pasatiempo que fuera sermón también; una
novela-sátira; y las extraordinarias facultades de usted se han
neutralizado; y ha resultado que la novela hubiera sido mejor sin ser
sátira; y la sátira, mejor sin ser novela; y el sermón, retemejor si no
hubiera sido ni novela ni sátira. (…) Aquí huele mal, dice usted; pero
en vez de echar sahumerios y derramar desinfectantes, agita usted y
revuelve la inmundicia con el palito de la pluma para que el hedor
llegue a todas las narices, y ya brote en ellas el clavel que supone
usted que va a salir del estiércol, ya aparezca algo de más sólido y
puntiagudo.
Para explicar el origen
de la novela de usted, no basta la obligación en que usted se coloca de
ser muy rígido y muy misionero. Yo me atrevo a sospechar que usted se
dejó seducir por la moda naturalista, y que esta moda entró por mucho en
que la novela saliera como ha salido. En vez de pintar las cosas como
son o como deben ser, esto es, mejores y más bellas, usted las pinta
peores, o bien las mira y las retrata por el lado más feo, según hoy se
estila. Pase, sin embargo, esto; pero hay otra cosa que no puede pasar:
la promiscuidad, la endiablada combinación de lo histórico y de lo
fingido.
(…) Vamos ahora a la
causa principal de todo lo que yo censuro en la novela. La causa
principal, en mi sentir, es el recelo que creo notar en usted (y en
otros moralistas cristianos de nuestros días) de ser acusados de
indulgentes. Tiene usted miedo de que los impíos le zahieran diciendo
que toma usted muy a la letra aquellas palabras del Evangelio: «Si
pecare siete veces al día y siete veces pidiere perdón, perdónale las
siete veces». Las pullas necias de que en la religión católica hay bula
para todo, de que quien peca y reza la empata, y sobre aquello de que es
blando y ligero el yugo de Cristo, han picado y soliviantado a usted
más de lo que conviene. No parece sino que los jesuitas, acusados en
otras edades de lenidad, de complacencia con todos y particularmente con
los ricos, y de moral acomodaticia y facilitona, propenden ahora a
sincerarse, poniéndose de un brinco en el extremo opuesto.
El propio Coloma justifica con estas palabras la intencionalidad de su obra: Y
si por acaso te maravilla que siendo yo quien soy me entre con tanta
frescura por terrenos tan peligrosos, has de tener en cuenta que, aunque
novelista parezco, soy sólo misionero, y así como en otros tiempos
subía un fraile sobre una mesa en cualquier plaza pública y predicaba
desde allí rudas verdades a los distraídos que no iban al templo,
hablándoles, para que bien lo entendieran, su mismo grosero lenguaje,
así también armo yo mi tinglado en las páginas de una novela, y desde
allí predico a los que de otro modo no habían de escucharme, y les digo
en su propia lengua verdades claras y necesarias que no podrían jamás
pronunciarse bajo las bóvedas de un templo.