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ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO
Jesuitas
Ya que hablamos de la
Argentina del Papa Francisco I, como en el verso de Borges, no eran más
silenciosos los espejos que las pisadas de aquellos elegantes jesuitas
por las largas galerías de mármol de Portaceli, a la luz de las alzadas
primeras persianas mecánicas que hubo en Sevilla, que había hecho Casana
el carpintero en su cercano taller de la calle Santo Domingo y que
pintó de colores el Padre Sobrino cuando llegó desde Estados Unidos. El
elegante fajín que ceñía sus sotanas los hacía más altos, más
hieráticos, con el suplemento ahumado con el que convertían en gafas de
sol sus lentes de estudiar Humanidades y Teología en El Puerto, en
Comillas, en Roma quizás.
Los vuelvo a ver ahora
por aquellas galerías entre el Segundo Pabellón y el Tercero, mientras
en filas marchábamos hacia la misa diaria en la capilla. Ellos también
iban como en fila en su soledad y su silencio, breviario en mano,
andando y leyendo, rezando latines de las horas canónicas. Y luego, con
toda solemnidad, en el Coliseo España, la mañana de la proclamación de
dignidades, cuando el Padre Prefecto salía con manteo para honrar la
excelencia ("A Mayor Gloria de Dios..."), leyendo listas de tribunos,
cuestores y jefes de fila, antes que desde el foso del teatro sonara la
marcha triunfal de "Aida" en la orquestilla reclutada por don Antonio
Pantión, a cuyos acordes subía al escenario a recoger su banda con los
colores de España un Príncipe del Colegio que cuando llegara junio
habría de marchar al Noviciado, porque tenía vocación.
Nos enseñaron el amor
por la excelencia, por el esfuerzo, por la perfección. Algunos tenían
una calva que recordaba la de San Ignacio en el oscuro cuadro de la
blanca capilla del primer piso del Primer Pabellón, donde estaban los
restos del naufragio del traslado desde Villasís. Nos enseñaron la
exigencia del cumplimiento del deber. Nos enseñaron liberalismo y
sentido social. La Compañía no había perdido el estilo militar de su
fundador. Ni la disciplina castrense. Y con el "usted" por delante, y el
"señor" a nuestro apellido, en la lista de la terrible lectura pública
de notas. Aquellos altos, elegantes, silenciosos, disciplinados jesuitas
de Portaceli, cuando nos abroncaban, aun siendo nosotros unos micos de
doce años, nos hablaban de usted y de señor:
-- Señor Burgos: tiene
usted que aplicarse más en Matemáticas con don Antonio Hernández Lanau,
aunque vaya a aprobar la Reválida porque saque nota media con Lengua y
Literatura.
Los vi en
momentos de gloria, como cuando llegó a Sevilla la reliquia del brazo de
San Francisco Javier, el que se cansaba de bautizar infieles en "El
Divino Impaciente" de Pemán que los mayores representaban en la
proclamación de dignidades. Los vi en momentos de turbación, como cuando
culparon en falso al buenazo del Padre Briales de haber asesinado a un
niño en Torreblanca y supe cómo serían los sufrimientos de los
misioneros en tierras de infieles. Cuando fuimos a Granada a enterrar al
que fue mi maestro de Literatura, al exquisito Padre Ortiz, vi la
continuidad de la Compañía. Presidió la concelabración funeral Ildefonso
Camacho Laraña S.I., el Príncipe de nuestro curso, que se fue al
Noviciado, que ya era Provincial de la Bética y que ahora ha fundado la
Universidad Loyola en Palmas Altas. Los vi entonces a todos alineados en
sus tumbas del cementerio de Cartuja, como un camposanto militar de la
Compañía de Dios. Todas las tumbas exactamente iguales, con sus nombres:
Arredondo, Uriarte, Vega, Fígares, Martín... Cuando el Papa salió al
balcón con aquella silenciosa elegancia de rezo del breviario, me acordé
de vosotros, jesuitas de Portaceli, y a Dios agradecí cuanto me
enseñasteis. No era más silencioso el albero del patio que el peso de la
responsabolidad sobre la blanca esclavina del Papa. Saber que el Papa
era jesuita me devolvió la confianza en el triunfo de la excelencia en
este tiempo del "todo vale". Sonaba el "Fratelli d'Italia", pero yo
escuchaba: "Fundador sois, Ignacio, y general de la Compañía real que
Jesús con su nombre distinguió"...
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