«Cuando leo el catecismo del concilio de Trento, me da la impresión de
que no tengo nada en común con la religión que en él se expone. Cuando
leo el Nuevo Testamento, los místicos, la liturgia, cuando veo celebrar
misa, siento con alguna forma de certeza que esa fe es la mía o, más
exactamente, que sería la mía sin la distancia que entre ella y yo pone
mi imperfección...».
La carta que Simone Weil dirige al dominico
Jean Couturier en 1942 tiene todavía hoy un valor excepcional. No sólo
como testimonio del rigor intelectual y moral de su autora y de su
insobornable compromiso con la verdad, sino como expresión de la tensión
que enfrenta a la autenticidad de una fe vivida radicalmente con la
esclerotización del dogma.