SIMONE WEIL, DE LA REVOLUCIÓN AL ESPÍRITU.

   Cuando mística y compromiso social se unen, el resultado es fascinante. Simone Weil, la Virgen Roja según la llamaba despectivamente uno de sus profesores de filosofía, es una de las mentes más lúcidas del siglo XX y una de sus personalidades más extraordinarias. Filósofa y activista comprometida con los marginados, provocó encontradas reacciones entre sus contemporáneos. Trotsky desprecia sus análisis marxistas, mientras que Camus escribe: Desde Marx… el pensamiento político y social no había producido en occidente nada más penetrante y profético.
   En vida, el para muchos extravagante comportamiento de Simone eclipsó la profundidad de su obra. Y, sin embargo, en ella vida y obra van inseparablemente unidas porque su voluntad fue siempre la de pensar las circunstancias históricas y asumir los compromisos que éstas exigiesen; pensar, sobre todo, la desgracia, el gran enigma de la vida humana, para conocerla a fondo y poder transformarla. Todo en Simone Weil responde a esta apasionada necesidad de comprender el dolor del mundo participando en él. En este singular compromiso, su trayectoria irá tomando progresivamente tintes menos revolucionarios y más espirituales, en un camino que la llevará desde el estudio de los mecanismos de la opresión social y la participación activa en las luchas sindicales, hasta el encuentro con el cristianismo y el empeño en vivir la compasión hasta extremos difíciles de comprender. Nadie ha acordado de manera más heroica su vida con sus ideas, dice su principal biógrafa, Simone Pétrement. La filósofa morirá durante la Segunda Guerra Mundial, en su exilio londinense, a los 34 años.

De estudiante a profesora.

   Simone Weil nace en París el 3 de febrero de 1909. Sus padres, ambos de origen judío, la educan dentro de una amplia cultura humanista y agnóstica y en un ambiente familiar de afecto, apoyo y cuidado. Desde pequeña aprende con interés y pasión al tiempo que comienza a vivir atenta al dolor de los pobres y a la injusticia social. Pronto empieza a buscar cauces de acción para su innata compasión con los que sufren y a elaborar filosóficamente sus ideas animada por las enseñanzas de Alain. En la Sorbona coincide con Simone de Beauvoir, con quien confronta inquietudes. En esta época de estudiante, Simone comienza a sufrir terribles dolores de cabeza, un sufrimiento físico y moral que ya no la abandonará.
   Aprueba el examen para catedrática de instituto y empieza, en la ciudad de Puy, su periplo como profesora de filosofía. Para Simone, cultura y trabajo manual son ambos valores esenciales de la condición humana. Su disociación ha sido a lo largo de la historia causa del dominio de los que saben manejar las palabras sobre los que saben manejar las cosas. Por eso, además de las clases en el instituto, organiza cursos para los obreros (sobre Marx, economía, matemáticas…). Se pasa hasta altas horas de la noche preparando todas sus clases. Cuando los dolores de cabeza la atenazan deja de asistir temporalmente al instituto, o acude y escucha, con la cabeza entre las manos, cómo sus alumnas leen a Platón, Homero, Balzac o Saint-Exupéry. Los inspectores que han de evaluarla reconocen su honestidad y dedicación, pero su acción en favor de los parados y de los obreros resulta impropia de un funcionario. Simone piensa y actúa desde la libertad más absoluta. Sucesivamente, será trasladada de Puy a Auxerre y Roanne y, más tarde, a Bourges y Saint-Quentin.
   Escribe en numerosas publicaciones de signo sindicalista y revolucionario: alerta a los sindicatos del peligro de caer en el dogmatismo y la burocratización, y critica las diversas formas de poder, sean del Partido Comunista, del Estado colonial francés, de la Iglesia o de los mismos sindicatos. En esta época confía en una revolución que libere a las clases obreras de la opresión y el desprecio a que les someten tanto capitalistas como intelectuales, una revolución preparada y llevada a cabo por las organizaciones de profesionales. Por eso, aunque cercana ideológicamente al comunismo, desconfía de los partidos políticos y nunca se afiliará a ninguno; sí, en cambio, a diversos sindicatos.
   La vehemencia con que se entrega a causas sociales y políticas contrasta con el abandono de las cuestiones más prácticas de la cotidianidad, y que atañen a su persona: Simone no duerme lo suficiente, no calienta las estancias, no come debidamente y entrega parte de su salario a los parados y a revistas del movimiento obrero. Su aspecto resulta además extravagante: fuma, viste con ropas amplias, gafas gruesas; como un hombre, le retraen continuamente.
   En 1932 viaja a Alemania para conocer de cerca los efectos del ascenso del nacional-socialismo. El rechazo de Rusia a acoger a los refugiados comunistas alemanes hace prever nuevas alianzas. Simone denuncia en público los crímenes de Stalin y no duda en comparar el totalitarismo comunista con el fascismo alemán. Decepcionada tanto de la política como de la acción sindical, centra sus esfuerzos en el mantenimiento de la paz y la lucha anticolonial. Decide también realizar su viejo sueño de trabajar en una fábrica, pero antes quiere terminar de expresar sus ideas políticas y surge Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social (Paidós).
   El hombre está hecho de tal manera que quien aplasta no lo percibe, es el aplastado quien lo siente. Hasta el punto de que sólo estando junto a los oprimidos puede uno sentir con ellos, sólo junto a ellos puede uno darse cuenta de la opresión que sufren. Trabajando en la fábrica, Simone pretende experimentar en sí misma la opresión a que están sometidos los obreros, y descubrir qué cambios en la organización de las empresas son necesarios para que el trabajador participe humanamente en el proceso. Durante un año trabaja en una cadena de montaje y experimenta vacío, agotamiento, humillación y hambre. El nivel de producción determina el salario y la conservación del empleo. Es despedida. Sus experiencias y conclusiones quedan recogidas en Ensayos sobre la condición obrera (Nova Terra). Constata que los factores principales de la opresión industrial son la velocidad con que se obliga a producir y las órdenes humillantes. Está también el sometimiento del trabajador a la máquina y,! sobre todo, el terrible hecho de que el obrero no decide nada, no cuenta para nada y, demasiado cansado como para pensar, pierde el sentimiento de su propia dignidad y renuncia a cualquier transformación.

La conciencia del dolor.

   El año en la fábrica será decisivo para su trayectoria; y sus consecuencias, inesperadas. La experiencia de la infelicidad ha penetrado en ella. En una carta al padre Perrin, confiesa: Cuando entré en la fábrica (…) la desgracia de los demás penetró en mi carne y en mi alma. Nada me separaba de ella, puesto que realmente había olvidado mi pasado y no esperaba ningún futuro, ya que difícilmente podía imaginar la posibilidad de sobrevivir a esas fatigas. Lo que he sufrido allí me ha marcado de una forma tan duradera, que aún hoy, cuando un ser humano, sea el que fuere y en cualquier circunstancia, me habla sin brutalidad, tengo la impresión, y no puedo remediarlo, de que hay un error y de que, desgraciadamente, ese error no tardará en disiparse. Allí he sido marcada, y para siempre, con la impronta de la esclavitud (…). Desde entonces siempre me he visto como una esclava.
   Ahora la vida se torna más grave. Continúa luchando contra la injusticia pero sin su acostumbrada vehemencia. Otra experiencia añadirá pesimismo a su nueva visión del mundo. Cuando estalla la guerra civil española, Simone se alista en Barcelona como periodista voluntaria en el bando republicano y participa en el frente de Aragón junto a la columna de Durruti. Aprende a utilizar el fusil; nunca dispara pero descubre cuán fácil es matar en una guerra y cómo se traicionan los propios ideales. Una quemadura en el pie la obliga a volver a Francia. Sus convicciones pacifistas se refuerzan. En política defiende que cualquier mal, incluso el dominio alemán en Europa, es preferible a una guerra abierta y a la muerte de miles de personas; en materia social aboga por encontrar un régimen interno de empresa que resulte aceptable tanto para la producción como para el trabajador.
   A partir de este momento, y aunque se reincorpora a la enseñanza, su precaria salud física y los fortísimos dolores de cabeza la obligarán a pedir continuas excedencias. Su destino se precipita. En Asís y en Solesmes, asistiendo a los oficios religiosos, Simone penetra en el misterio de Cristo: Tenía -escribe- unos dolores de cabeza fortísimos; cada sonido me dolía como un golpe; pero un extremo esfuerzo de atención me permitía salir de esta miserable carne, dejarla que sufriera sola, acurrucada en su rincón, y encontrar una alegría interior pura y perfecta en la inaudita belleza del canto y las palabras. Una experiencia que me permitió por analogía amar el amor divino a través de la desgracia.

Conversión religiosa.

   Aquí se encuentra el núcleo del pensamiento religioso de Weil. Para acercarnos a la verdad hay que tener el sufrimiento siempre muy en cuenta, no volverle la cara ni caer en la tentación de edulcorarlo con ideologías o sistemas. La desgracia ensombrece la existencia humana, la aplasta y la hace opaca; la desgracia es el lugar del mundo, el bien está en otra parte. De ahí que piense que Dios, al crear el mundo, se retiró de él para venir solo como un mendigo, necesitado y sin fuerza. Pensar a Dios es, pues, pensar su ausencia, su silencio. En este mundo, Dios calla, o lo que es lo mismo, allí donde reina la necesidad, al bien le está como prohibido reinar directamente. Sin embargo, Dios no deja de llamar a los hombres, y un rayo de su luz llega a traspasar a veces la opacidad del mundo tocando a aquel que vacía su yo, que consiente y espera. Esta gracia de Dios no puede evitar la subordinación aplastante del mundo a la necesidad, a la gravedad y a la fuerza; pero puede hacer que el alma no ceje de amar.
   Con la entrada de las tropas alemanas en París en 1940, Simone parte para Marsella. Ante las nuevas circunstancias y a pesar de sus inclinaciones pacifistas, decide que la primera de sus obligaciones es ahora intentar la destrucción de Hitler. Colabora con grupos de la resistencia, y elabora proyectos que la sitúen con los que sufren, en primera línea de fuego. Escribe también en revistas como Cahiers du Sud y Témoniage Chrétiene. Nadie, sin embargo, parece darse cuenta de la profunda transformación interior que está viviendo y que alimenta con lecturas de textos religiosos y conversaciones con sacerdotes. En La fuente griega. Intuiciones precristianas (Sudamericana) elabora sus ideas: hay una línea de pensamiento que conecta diversas tradiciones literarias, filosóficas y religiosas y que ha sabido buscar el bien desconfiando de la fuerza y el prestigio, una sabiduría que enseña a no admirar nunca la fuerza, a no odiar a los enemigos y a no despreciar a los desgraciados. Aunque Simone se sabe en Cristo y desea ser bautizada, la fidelidad a la verdad que se expresa en estas tradiciones y su voluntad de estar siempre con los más desheredados le impiden entrar a formar parte de la Iglesia católica.
   Simone abandona Marsella con sus padres. Con la esperanza de volver a la Francia ocupada, viaja de Casablanca a Nueva York y finalmente, ya sola, a Londres. Allí, los servicios de la Francia libre la destinan a ejercer tareas burocráticas y Simone no logra que De Gaulle tenga en cuenta sus ofrecimientos para una misión arriesgada -está loca, comenta el general-. El dolor de estar en la retaguardia y no poder compartir con los que sufren se le hace ya insoportable. Se impone compartir su hambre. La compasión la consume. Escribe Echar raíces (Trotta), donde habla de las necesidades humanas y las obligaciones hacia el prójimo que de ellas se desprenden. Pero nada tiene y todo se exige. Le diagnostican una tuberculosis. Está agotada y come cada vez menos. En este estado de debilidad, no puede o no quiere ya vencer su enfermedad y muere el 24 de agosto de 1943.
   En estos tres últimos años de espera, compasión y desarraigo, se ha vaciado en sus escritos. La belleza de obras como A la espera de Dios o La gravedad y la gracia (ambas en Trotta) es sobrecogedora. Ahora, también Trotta acaba de publicar Escritos de Londres y últimas cartas. Simone sigue actuando, transformando a quien la lee.

La Vanguardia, 16-03-01.
-ÍNDEX.
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¡QUE LEJOS SE HA QUEDADO IRLANDA!

            Teresa Toda * Periodista

            Dentro de menos de un mes se cumplirá el tercer aniversario de la firma del Acuerdo de
            Viernes Santo o Acuerdo de Stormont, que detalló los pasos de un proceso político
            complicadísimo, nacido lleno de esperanza, y que hoy se sostiene pese a las grandes
            dificultades que traban su pleno desarrollo. Dificultades planteadas básicamente por
            quienes siguen detentando el poder, el unionismo y Londres, pero que se intentan
            superar a base de esfuerzos constantes de diálogo y, sobre todo, de la férrea voluntad
            (especialmente por parte republicana) de resolver problemas y vencer provocaciones.

            Y es que el enfrentamiento entre las aspiraciones nacionalistas de buena parte de la
            población del norte, y de la mayoría de la del sur, y las pretensiones británicas de
            mantener su jurisdicción sobre los seis Condados no ha acabado. Ha cambiado el
            escenario, pero se sigue librando una enconada batalla para materializar cambios y el
            pleno derecho de autodeterminación. Aún así, lentamente, el proceso va sembrando
            pasos de difícil vuelta atrás en los entramados sociales, políticos e institucionales de los
            seis Condados del Norte, Irlanda y Gran Bretaña.

            Para situarse en ese punto han sido necesarios muchos años, mucho sufrimiento y dolor,
            tránsitos de una a otra fase; reconocimiento y cesiones mutuas entre los antagonistas,
            y un desatascante fundamental: que el Gobierno británico se decidiese a afrontar la
            situación como lo que es, un problema político multifacético enraizado en la Historia, y no
            un asunto de «terroristas sanguinarios» o «mafias terroristas» enfrentadas entre sí. Pues
            si importante fue el Acuerdo de Viernes Santo tras largas y complejas rondas de
            negociación, casi más lo fue la Declaración de Downing Street, que lo precedió en cinco
            años.

            En 1993, los dos gobiernos soberanos implicados, el británico del conservador John
            Major, y el irlandés del nacionalista Albert Reynolds, se comprometieron públicamente
            con medidas políticas ­sabiendo que a la larga iban a afectar a sus respectivos
            entramados institucionales­ para abrir posibles caminos a una solución negociada.
            Elemento clave fue el reconocimiento del derecho de autodeterminación y el compromiso
            de respetar su ejercicio. Durante años, ambos gobiernos, especialmente el de Londres,
            habían calificado de «terrorista» la lucha de los republicanos; censuraron voces e ideas,
            condenaron en manifestaciones y proclamas, ahondaron la brecha entre comunidades. El
            Ejecutivo de Londres, más directamente enlodado en la represión, se procuró
            extradiciones desde otros países, dispersó presos republicanos, torturó y mató militantes
            del IRA (nunca hubo un «tratamiento» tan duro hacia los paramilitares unionistas y
            lealistas detenidos). Y acabó teniendo que admitir que lo que tenía entre manos era un
            problema político.

            Londres dio esos pasos decisivos cuando aún arreciaban las acciones armadas del IRA (y
            de los UVF, UFF y demás lealistas), algunas con terribles consecuencias. Es evidente que
            supo sacar enseñanzas de anteriores intentos de solución dialogada que fracasaron ­los
            primeros se remontan a 1975­. Paralelamente, desde 1991, SDLP, nacionalista moderado,
            y Sinn Féin mantenían un proceso de contactos que permitía aventurar que la
            Declaración de Downing Street y el compromiso oficial que fijaba serían un paso de gran
            trascendencia, como así fue. En la secuencia lógica de cualquier manual de negociación
            de conflictos, la tregua llegó unos meses después. Su ruptura en 1996, ante la
            acumulación de atascos hasta inmovilizar el proceso, fue superada por el ánimo
            compartido de volver a dar cuerda al reloj parado.

            En Euskal Herria, muchos ojos políticos se volvieron en esos años hacia aquellas islas;
            unos para entender bien el proceso que se abría y otros alerta para que no cundiera el
            ejemplo, empeñados en subrayar las diferencias existentes y las no existentes. Entre el
            abertzalismo vasco se acentuó el sentimiento de cercanía, inspirando encuentros como
            el Foro Irlanda, promovido por HB, origen del Acuerdo de Lizarra-Garazi. Madrid (y París)
            hicieron como que no veían.

            Notorios portavoces del PSOE-PSE y, cómo no, del PP, dicen hoy que no se puede volver
            a abrir un proceso de negociación ­ni con ETA ni con el interminable «entorno»­ porque
            ya se hizo y no salió. Es la visión más cortoplacista y cerrada que se puede aplicar a una
            situación como la que se está viviendo y agudizando entre el Estado español y Euskal
            Herria. Llevan años y años aplicando la represión con obstinado fracaso: las cosas si-
            guen básicamente igual. Pero no sólo no se cuestionan la receta, sino que la amplían
            hasta límites insospechados. La doctrina del no es su gran aportación al conflicto. Una
            doctrina que va contra la corriente de la Historia actual, donde abundan los ejemplos de
            formas sensatas de resolución de conflictos.

            En distinta medida cada una, las fuerzas de Lizarra-Garazi han diluido aquella referencia.
            No se trata de copiarla; sí de captar aspectos fundamentales ­posiblemente universales­
            de su espíritu, entre ellos: no exigir como requisito lo que el otro no puede dar en un
            momento dado; no dejarse arrastrar por el coyunturalismo; no aferrarse a determinadas
            fórmulas y formas como si fueran inmutables; no dejarse engatusar por las promesas
            cercanas al poder dominante; no romper nunca los hilos de comunicación entre sí, por
            incómodo que pueda resultar a ojos de otros; no mezclar churras con merinas ni
            pretender estar por encima del bien y del mal, y por encima de la sociedad. Sobre todo,
            mantener inalterable la voluntad de buscar soluciones y arriesgarse a ello, más cuando
            se vislumbran las posibles vías.

            Cada conflicto tiene su proceso propio, con sus peculiaridades y aportaciones. Pero cada
            proceso bebe de los que le precedieron en otros lugares. Quién sabe, quizás para Euskal
            Herria tendría que darse antes un «Stormont vasco» que un «Downing Street
            hispano-francés». La cuestión está en hacerlo para averiguarlo. *
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Gara, 19-03-01.

-ÍNDEX.
-ALTRES TEXTOS.

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