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Alice Munro, la escritora
canadiense varias veces candidata al premio Nobel, que declaró no hace
mucho que dejaba la escritura, cuenta que le resultó imposible
comportarse como una señora normal sin obligaciones y que para combatir
el aburrimiento se puso de nuevo a escribir. ‘La vista desde Castle Rock’,
que ahora edita RBA, una colección de relatos en la que reconstruye la
historia de su familia bajo la forma de ficción, debía ser su última
obra, pero se arrepintió.
Munro es una de las dos celebridades
que esconde Clinton, este pequeño pueblo perdido de Ontario. La otra es
una vaca de dos cabezas que fue embalsamada y se muestra en el museo
local. A pesar de su fama de esquiva, no sólo con la prensa sino con
cualquier festival literario que quiera honrarla, Munro – "nuestra
Chéjov", para los canadienses – resulta ser una señora de lo más
sociable cuando uno la visita en sus tierras.
"¡Alice,
querida!", la saludan los comensales y los dueños del único restaurant
propiamente dicho de este pueblo donde Munro reside con su segundo
marido, el geólogo Gerald Fremlin. Sin embargo, y a pesar de que
claramente la disfruta, Alice Munro no tiene demasiado tiempo para la
vida comunal: tras sacudir el ambiente literario y a sus de seguidores
de todo el mundo con el anuncio de que ‘La vista desde Castle Rock’
sería su último libro, ha vuelto a escribir.
"Juro que lo
intenté", suspira mientras pide media ración de wok vegetal. "¿Has
notado el sobrepeso de la mayor parte de la gente por aquí? Es un
verdadero problema y no lo entiendo, porque es gente de campo muy
trabajadora, nada sedentaria", dice coqueta, consciente de su figura
perfecta. Antonio Muñoz Molina la definió como una mujer que, cerca de
los 80, no es que haya sido una belleza sino que lo es.
"Cuando
dije lo de abandonar –insiste, vestida con sedas orientales–
sinceramente lo creía. El trabajo me estaba resultando demasiado duro y
pensé que me había llegado la hora de llevar la vida de una señora
normal. ¡Y lo hice! Por unos seis meses. Salí a almorzar con amigas, me
dediqué a la jardinería, a la caridad. Fue horrible. Después me di
cuenta de que ya no sirvo para una vida normal: he escrito tantos años
que no sé hacer nada más".
En efecto, Munro, nacida en un pueblo
cercano en 1931, en una familia de granjeros emigrados de Escocia,
estrictos presbiterianos, escribe desde su adolescencia. A los 20 y poco
estaba casada con su primer marido, con dos bebés, un tercero en camino
y una carrera literaria avanzada.
"Mirá, los bebés finalmente
dormían la siesta, quisieran o no, y entonces yo me ponía a escribir. No
estaba pensando en ellos. Estaba pensando en mí. Quizá habrían sido más
felices si yo les hubiese dedicado más tiempo y menos a mi literatura,
no lo sé. Pero para mí no era una opción, sentía que tenía que luchar
por ese espacio propio donde no era ni mujer ni madre. Hoy todavía me
escapo al mismo sillón donde desarrollo mi vida espiritual. Pero, claro,
ya no soy joven. Un tema duro para artistas y escritores es que los
poderes intelectuales o creativos se debilitan. ¿Qué hace uno entonces
si no escribe? Yo no pude encontrar la respuesta", subraya.
Desde entonces su producción ha sido notable y es la eterna candidata al
Nobel. Munro tiene en su haber una docena de libros de cuentos cortos,
entre los que se destacan ‘Amistad de juventud’, ‘El amor de una mujer
generosa’, ‘El progreso del amor’, ‘Secretos a voces’, ‘Escapada’, ‘Las
lunas de Júpiter’, y ‘Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio’, es
autora además de un ciclo de cuentos encadenados, ‘Lives of Girls and
Women’, y de cuentos que publican ‘The New Yorker’, ‘The Paris Review’ y
‘Atlantic Monthly’.
Su próximo libro, adelanta, se llamará
‘Demasiada felicidad’. "Ya tengo casi todos los cuentos listos, espero
que los lectores no los encuentren demasiado lúgubres. No los pensé de
esa manera. Pero por lo que yo sé de la vida, siempre es dura", subraya.
El título responde a una frase de Sonia Kovalevski, célebre matemática y
novelista rusa del siglo XIX. "Estaba buscando en la enciclopedia otra
cosa –confiesa– y encontré la historia de esta mujer, que me fascinó.
Murió apenas pasados los 40 años, después de una vida trágica y dura
porque, si bien todos la festejaban por ser tan brillante y linda, no le
dejaban enseñar en casi ningún lugar de Europa por ser mujer. Murió por
una enfermedad tonta,cuando justo había logrado comprometerse con el
hombre que le iba a permitir seguir siendo matemática. De ahí sus
últimas palabras: "Demasiada felicidad".
¿Es muy distinta la escritura de cuentos de la de novelas?
No tengo la menor idea. Adoraría escribir ahora una novela, pero el
cuento resulta la forma en la que me siento cómoda. Yo siempre pensé que
iba a ser novelista. Me decía que cuando mis chicos fuesen grandes y yo
tuviese más tiempo para escribir novelas, iba a hacerlo. El cuento
estaba puramente determinado por el largo de las siestas de mis hijos
Pero después resultó que ésa fue la manera en la que aprendí a escribir y
ya no pude hacer otra cosa. Igual debo aclarar que las novelas que más
me gustan son las cortas. Mi marido está releyendo el ‘Ulises’, libro
grueso si los hay, y todas las noches, cuando me lee un poquito en voz
alta, yo pienso, "Qué audaz que soy, cómo tengo el coraje de llamarme
escritora cuando alguien escribió esa maravilla". Pero supongo que hay
que seguir adelante con lo único que uno sabe hacer, ¿no?
Llama la atención al leerla la complejidad de los temas que despliega detrás de una prosa aparentemente simple.
Escribo sin pensar si hay un tema de fondo, pero sé que una idea sólo
me interesa si tiene alguna complejidad moral, si tiene varias aristas.
No es que me guste crear personajes que estén reflexionando sobre
problemas morales, pero sí marcar cómo de las decisiones que uno toma,
de las rutas que se elige, uno se puede arrepentir tiempo después. Al
mismo tiempo pienso que hay momentos en la vida en los que hay que ser
egoísta en un grado tal que, luego, de mayor, uno pueda condenarlo. De
eso trata ser humano
¿Y hasta qué punto son autobiográficas estas historias complejas que escribe?
‘La vista desde Castle Rock’ es básicamente autobiográfica. Me parecía
que volver a mis orígenes para la que creía que sería mi obra final era
cerrar prolijamente el círculo y me gustaba la idea de aprovechar el
hecho de que mucha gente había escrito en mi familia. Eso me permitía
disponer de buenos testimonios. Hubo una revolución en el protestantismo
en Escocia, que puso mucho énfasis en la lectura individual de la
Biblia. Por eso, a pesar de ser campesinos, mis antepasados tenían
cierta cultura literaria, iban anotando lo que veían y llevaban diarios
de viaje. Por supuesto, jamás hicieron ficción. Escribir sobre lo que
uno pensaba hubiese sido visto como una forma de vanidad.
¿Y usted lleva algún tipo de diario?
Jamás. No me sobra energía literaria. Siempre me sorprendió que
Virginia Woolf tuviese tiempo para llevar un diario además de escribir
novelas y ensayos. No puedo entender cómo se las arreglaba. Claro que
las mujeres inglesas de esa generación tenían servicio doméstico, algo
que en Canadá nunca existió. Woolf de hecho escribió mucho sobre su
mucama, sobre las peleas y enfados que tenía con ella. Pero en Canadá
esto era impensable, la gente trabajaba todo el día –hombres y mujeres–
en pequeños campos que no eran muy generosos. Mi gente es muy diferente
de los americanos porque no eran ambiciosos, eso estaba muy mal visto.
Había una fuerte ética del trabajo pero no para hacer dinero, que era
considerado vulgar, sino como parte de un puritanismo. Era una cuestión
de honor vivir en una casa vieja, pero nunca tener que pedirle nada a
nadie. En mi familia no eran fundamentalistas religiosos, pero cualquier
cosa que llamase la atención hacia uno mismo era considerado un pecado
terrible.
Usted es extraordinariamente hermosa y seguro que llamaba la atención de joven. ¿Eso también era condenado?
-Ya no lo soy, estoy llena de arrugas, debería tomar medidas al
respecto pero leí que se acaba de descubrir algo terrible sobre el bótox
y puedo ver a mis ancestros presbiterianos diciéndome que si uno es
vanidoso y trata de llamar la atención, cosas muy malas le van a pasar.
De joven no entraba para nada en los cánones de belleza de la época. Era
a fines de la década del 40 y la moda era ser una cosita adorable,
frívola y divertida, y yo era demasiado seria. No me sentía superior por
saberme más inteligente que las otras chicas. Sufría por no ser popular
y, en casa, hasta se burlaban de mí por no tener novio. Pero no me
desesperaba porque sabía que yo iba a salir de allí y que me vida iba a
ser distinta.
¿Se imaginaba que iba a ser "nuestra Chéjov" para los canadienses?
Uff. Eso es muy fuerte, obviamente es un honor, pero me gustaría que
todo el mundo dejase de llamarme así. No puedo decir que Chéjov me haya
influido porque es como Shakespeare, ha influido en toda la literatura.
Si tengo que buscar conexiones personales, en cambio, empezaría con
Eudora Welty. He leído sus cuentos una y otra vez, pero debo tener
cuidado de no imitarla porque su encanto está atado a un lugar y un
tiempo determinados. También amo a Katherine Anne Porter...
Muchos dicen que usted es su equivalente en el Ontario rural.
Si uno es un buen escritor, creo que la voz tiene que ser única. Y
quizá haya una conexión entre nosotras porque ambas escribimos sobre
gente de campo, pero ella era de la clase media alta, no era uno de los
nuestros. Esto no quiere decir que no pudiese escribir maravillosamente
sobre el ambiente rural pobre, pero yo lo hago desde otra perspectiva.
¿Se siente más bien heredera de Katherine Mansfield?
Amo a Katherine Mansfield, la leí muy joven, cuando estaba embarazada
de mi primer bebé, y cada tres o cuatro años releo sus cuentos. No sé
cuánto afectó mi forma de escribir porque todo lo que uno lee
deleitándose finalmente lo afecta. Realmente admiro esa manera que tiene
de ir hilvanando distintas historias de una manera que parece muy fácil
y natural, pero que con seguridad fue increíblemente difícil. Es una de
mis escritoras favoritas, una inspiración.
¿Qué cree que hubiese pensado Chéjov de conocerla?
¡Qué bonita idea! Mientras hacía la investigación sobre esta mujer
matemática no podía dejar de pensar si Chéjov, de conocerme, se hubiese
enamorado de mí. Creo que no. A los hombres no les gustan las mujeres
como yo. La matemática esta, por ejemplo, tenía una hermana de una gran
belleza que quería ser escritora y pronto vendió un cuento a una revista
editada por Dostoievski. Dostoievski inmediatamente quiso conocerla y
le propuso matrimonio, a lo cual ella se negó. Si bien su vida fue
trágica y triste, yo creo que ella entonces ya sabía que, de aceptar a
Dostoievski, siempre sería la mujer de Dostoievski y nada más. Dos
semanas después del rechazo, Dostoievski se casó con su estenógrafa, es
decir, con una mujer que siempre encontraría la palabra perfecta para
él. Pero Chéjov, claro, se casó con una actriz que llevaba su propia
fama a cuestas, así que quizá yo hubiese sido la indicada para él.
Usted escribe básicamente sobre mujeres fuertes, ¿siente que puede ponerse en la cabeza de los hombres también?
No puedo ponerme en la cabeza de los hombres por una simple razón:
nunca voy a poder sentir, como ellos, que lo más natural sea que todo
gire alrededor de mi trabajo y mis intereses. Una mujer de mi generación
no podía ni pensarlo. Recuerdo una reciente entrevista al escritor
irlandés William Trevor, a quien yo admiro mucho. El periodista contó,
como si tal cosa, cómo la mujer de Trevor entró con una bandeja con té y
masitas mientras ellos hacían la nota. ¡Ese egoísmo para mí es
impensable! Yo escribo en un costado de la mesa, atiendo el teléfono si
suena. Supongo que para tu generación será distinto, pero para la mía,
esa parte de la mente del hombre, esa seguridad de que lo que hace es
importante, siempre va a ser inalcanzable.
¿Ve las series televisivas sobre mujeres actuales? ¿Qué opina?
‘Mujeres desesperadas’ me resulta ofensiva por el grado de riqueza que
exhibe. De nuevo, el presbiterianismo me lleva a condenar ese tipo de
despliegues. También vi ‘Sex and the City’, hay un capítulo en el cual
la protagonista, de una belleza menos convencional, una abogada, ve a un
hombre en la ventana del edificio de al lado y empieza a desnudarse
para él, pensando que él estaba montando un show para ella también. Pero
luego se lo cruza en el supermercado y resulta que él es gay y que toda
la escena de seducción se la estaba haciendo para el muchacho que
estaba en la ventana de un piso superior. Es una historia que dice
bastante sobre cómo nos enamoramos de alguien por su sonrisa y su cuerpo
bonito y no sabemos leer las señales de que todo está en nuestra
cabeza. Pero el resto de la serie me pareció bastante predecible, basada
en esa idea de encontrar un hombre que lo sea todo, un matrimonio que
lo tenga todo: intelecto, sexo, amor. Y eso es imposible. La solución es
encontrar un buen balance, pero cuando uno se enamora, no ve esto.
Supongo que yo soy una romántica, pero a la vez soy una persona muy
analítica y ambas cosas no van bien juntas. Para las generaciones
anteriores, que podían mantener separados los intereses románticos y
sexuales, todo era más fácil que para las generaciones actuales.
¿Eso es lo que les enseñaba a sus hijas?
En realidad, lo único que traté de inculcarles fue que no pusieran
todas sus esperanzas, todos sus sueños, en un hombre, lo cual es triste e
hipócrita porque yo nunca seguí esa regla.
¿Es feliz cuando está escribiendo?
No lo sé. ¿Una patinadora profesional es feliz cuando está patinando?
Es un trabajo duro, pero es lo que sabe hacer. Sé que soy feliz cuando
me viene una idea y puedo ponerme a trabajar de manera estructurada, y
sé también que no soy muy buena tomando vacaciones o haciendo fiaca.
Entonces, en mi tiempo libre lo que hago es ir manejando por el campo
con mi marido, que es geólogo y geógrafo, identificando cosas del
paisaje. Ésa es una ocupación concreta, muy buena para mí, y además mis
libros tienen mucho sobre el campo y los paisajes, así que siento esos
paseos como parte de una investigación previa a la escritura. Saber que
esas excursiones después me van a servir para mi literatura hace que me
relaje y las disfrute como algo que un poco cuenta como trabajo, que así
está justificado, con lo cual vuelvo a esta marca que me dejó el
presbiterianismo, supongo.
¿Qué conoce de la literatura latinoamericana o en castellano?
Conozco y he leído bien a Borges porque todo el mundo lo ha hecho.
También al español Javier Marías, porque armó en una isla una orden de
escritores y a mí me nombró la duquesa de Ontario, qué gracia. He
mantenido correspondencia con él y me gusta su forma de escribir fría.
Conozco mucho a Alberto Manguel y he leído a Vargas Llosa, García
Márquez. Pero de todos los países latinos el que más me fascina es
Brasil. Amo a Elizabeth Bishop, una escritora estadounidense, que vivió
durante su infancia en Canadá y escribió sobre Brasil. Cuenta historias
en las que a los personajes se les rompe el auto o tienen problemas
matrimoniales. A mí, que Brasil me parecía el colmo de lo exótico, me
encantaba pensar que podía haber allí gente corriente con vidas y
problemas corrientes.
¿Tiene algún placer secreto?
No sé si es porque a mi edad me sigo rebelando contra la educación
puritana, pero amo la ropa, amo salir de shopping y tener un almuerzo
como éste que sea una excusa para arreglarme en medio del campo. Piense
que durante treinta años yo cociné para mi familia. Cuando nadie mira,
devoro ‘Vogue’, pero me molesta ver los precios, me parecen indecentes.
Antes, cuando podía, me escapaba a Toronto a ver escaparates. ¡Ay, qué
vergüenza! No sé si Eudora Welty se la pasaría pensando en este tipo de
cosas. Al menos estoy segura de que Katherine Mansfield sí lo hacía, y
ya les conté que fue una gran inspiración.
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