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(Texto facilitado por Rubén López Rodrigué)
No es mi intención abogar a favor de la novelita
que sigue. Por el contrario, las ideas que intentaré hacer comprender
implicarían más bien la crítica del género llamado de estudio
psicológico, estudio que he emprendido en Pedro y Juan.
Voy a ocuparme de la novela en general.
No soy el único a quien los mismo críticos dirigen el mismo reproche cada vez que aparece un nuevo libro.
Entre las frases de elogio, encuentro por lo general la siguiente, debida a las mismas plumas:
“El mayor defecto de esta obra es que, propiamente hablando, no es una novela”.
Ahora bien, podría responderse con el mismo argumento: “El mayor
defecto del escritor que me honra con su juicio es que no es un
crítico”.
¿Cuáles son, en efecto, los caracteres esenciales de un crítico?
Es preciso que, sin prejuicio alguno, ni opiniones preconcebidas,
sin ideas de escuela, sin compromisos con ningún grupo de artistas,
comprenda, distinga y explique las tendencias más opuestas, los
temperamentos más contrapuestos y admita las más diversas búsquedas del
arte.
Así pues, el crítico que tras Manon Lescaut, Pablo y Virginia, Don
Quijote, Las amistades peligrosas, Werther, Las afinidades electivas,
Clarisse Harlowe, Emile, Candide, Cincq-Mars, René, Los tres
mosqueteros, Mauprat, Papá Goriot, La prima Bette, Colomba, El rojo y el
negro, Mademoiselle de Maupin, Nuestra Señora de París, Salambó, Madame
Bovary, Adolfo, El señor de Camors, L’assomoir, Sapo, etcétera, se
atreve a escribir también: “Esto es una novela y aquello no lo es”, me
parece que está dotado de una perspicacia que se asemeja mucho a la
incompetencia. Por lo general, este crítico entiende por novela una
aventura más o menos verosímil, dispuesta como una obra teatral en tres
actos, de los que el primero contiene la exposición, el segundo la
acción y el tercero el desenlace.
Este modo de componer es absolutamente admisible, pero a condición de que se acepten todos los demás.
¿Existen reglas para escribir una novela, fuera de las cuales una historia escrita debiera llamarse de otro modo?
Si Don Quijote es una novela, ¿no lo es también El rojo y el negro?
Si El Conde de Montecristo es una novela, ¿no lo es también L’assomoir?
¿Puede establecerse una comparación entre Las afinidades colectivas de
Goethe, Los tres mosqueteros de Dumas, Madame Bovary de Flaubert, El
Señor de Camor de M. O. Feuillet y Germinal de Zola? ¿Cuál de estas
obras es una novela? ¿Cuáles son esas famosas reglas? ¿De dónde
proceden? ¿Quién las ha establecido? ¿En virtud de qué principio, de qué
autoridad y de qué razonamientos?
No obstante, parece ser que esos críticos saben de una manera
cierta, indudable, lo que constituye una novela y lo que la distingue de
otra que no lo es. Esto, sencillamente, significa que sin ser
productores están agrupados en una escuela y rechazan, a la manera de
los mismos novelistas, todas las obras concebidas y realizadas fuera de
su estética.
En cambio, lo que debería hacer un crítico inteligente es buscar
aquello que menos se parece a las novelas ya escritas y estimular todo
lo posible a los jóvenes para que emprendan nuevos caminos.
Todos los escritores, Víctor Hugo igual que Zola, han reclamado con
insistencia el derecho absoluto, derecho indiscutible de componer, es
decir, de imaginar u observar de acuerdo con su concepto personal del
arte. El talento procede de la originalidad que es una manera especial
de pensar, de ver, de comprender y de juzgar.
Así pues, el crítico que pretende definir la novela según la idea
que de ella se ha forjado con arreglo a las novelas que prefiere, y
establecer ciertas reglas invariables de composición, luchará siempre
contra un temperamento de artista que aporte un nuevo procedimiento. Un
crítico totalmente merecedor de este nombre debería ser tan sólo un
analista exento de tendencias, de preferencias, de pasiones, etcétera, y
apreciar tan sólo, al igual que un perito en pintura, el valor
artístico del objeto de arte que se le somete. Su comprensión, abierta a
todo, debe absorber hasta tal punto su personalidad, que pueda
descubrir y alabar incluso los libros que no le satisfacen como hombre,
pero que debe comprender como juez.
Pero la mayor parte de los críticos no son, en realidad, más que
lectores, y el resultado es que nos censuran casi siempre erróneamente o
que nos elogian sin reserva y sin tino.
El lector, que únicamente busca en un libro satisfacer la tendencia
natural de su espíritu, pide al escritor que responda a su gusto
predominante y califica invariablemente como bien escrita la obra o el
párrafo que agrada a su imaginación idealista, alegre, picaresca,
triste, soñadora o positiva.
En suma, el público está compuesto por numerosos grupos que nos gritan:
«Consuélenme».
«Distráiganme».
«Entristézcanme».
«Enternézcanme».
«Háganme soñar».
«Háganme reír».
«Hagan que me estremezca».
«Háganme llorar».
«Háganme pensar».
Tan sólo algunos espíritus selectos piden al artista: «Escriban algo
bello, en la forma que mejor les cuadre, según su temperamento».
El artista lo intenta y triunfa o fracasa.
El crítico sólo debe apreciar el resultado con arreglo a la
naturaleza del esfuerzo; y no le asiste el derecho a preocuparse de las
tendencias.
Esto se ha escrito ya mil veces, pero habrá que seguir repitiéndolo.
Así pues, tras las escuelas literarias que han querido darnos una
visión deformada, sobrehumana, poética, enternecedora, encantadora o
soberbia de la vida, vino una escuela realista o naturalista que
pretendió indicarnos la verdad, nada más que la verdad y toda la verdad.
Es preciso admitir con el mismo interés esas teorías de arte tan
diferentes y juzgar las obras que producen únicamente desde el punto de
vista de su valor artístico, aceptando a priori las ideas generales que
les han dado vida.
Discutir el derecho que asiste a un escritor para hacer una obra
poética o realista es quererlo forzar a modificar su temperamento,
recusar su originalidad y no permitirle utilizar la visión y la
inteligencia que le proporcionó la naturaleza.
Echarle en cara que vea las cosas hermosas o feas, pequeñas o
épicas, graciosas o siniestras, es como reprocharle estar configurado de
tal o cual manera y no tener una visión que concuerde con la nuestra.
Dejémoslo en libertad para comprender, observar, concebir como
guste, mientras sea un artista. Procuremos exaltarnos poéticamente para
juzgar a un idealista y demostrémosle que su sueño es mezquino, trivial,
no lo bastante extravagante o magnífico. Pero si juzgamos a un
naturalista, indiquémosle en qué difiere la verdad de la vida de la
verdad de su libro.
Es evidente que tan distintas escuelas han debido emplear procedimientos de composición totalmente opuestos.
El novelista que transforma la verdad constante, brutal y
desagradable, para lograr una aventura excepcional y seductora, debe,
sin preocuparse demasiado por la verosimilitud, manejar a su antojo los
acontecimientos, prepararlos y arreglarlos para complacer al lector,
emocionarle o enternecerle. El plan de su novela no es más que una serie
de combinaciones ingeniosas que conducen con habilidad al desenlace.
Los incidentes se disponen y dirigen hacia el punto culminante, y el
resultado final, que es un acontecimiento capital y decisivo, debe
satisfacer todas las curiosidades excitadas al principio, poniendo un
límite al interés y acabando de una manera tan completa la historia
relatada, que ya no se desee saber qué les ocurrirá en el futuro a los
personajes más sobresalientes.
En cambio, el novelista que pretende darnos una imagen exacta de la
vida debe evitar cuidadosamente cualquier encadenamiento de hechos que
pudiera parecer excepcional. Su finalidad no estriba en contarnos una
historia, divertirnos o entristecernos, sino en forzarnos a pensar, a
comprender el sentido profundo y oculto de los sucesos. A fuerza de
observar y meditar, mira el universo, las cosas, los hechos y los
hombres de cierto modo que le es peculiar y que se deriva del conjunto
de sus observaciones meditadas. Esta es la visión personal del mundo que
intenta comunicarnos reproduciéndola en un libro. Para conmovernos,
como le ha conmovido a él mismo el espectáculo de la vida, debe
reproducirla ante nuestros ojos con escrupulosa semejanza. Por lo tanto,
deberá componer su obra de una matera tan hábil, tan disimulada y en
apariencia tan sencilla, que sea imposible adivinar e indicar el plan,
descubrir sus intenciones.
En lugar de tramar una aventura y desarrollarla de modo que resulte
interesante hasta el desenlace, tomará al personaje en determinado
período de su existencia y lo conducirá, mediante transiciones
naturales, hasta el siguiente período. Así dará a conocer cómo se
modifican los caracteres bajo la influencia de las circunstancias
inmediatas, cómo se desarrollan los sentimientos y las pasiones, cómo se
ama, cómo se odia, cómo se combate en todos los medios sociales, cómo
luchan los intereses de familia y los intereses políticos.
Por lo tanto, la habilidad de su plan no consistirá en la emoción o
el hechizo, en un comienzo atractivo o en una catástrofe emocionante,
sino en la hábil agrupación de pequeños hechos constantes, de donde se
desprenderá el sentido definitivo de la obra. Si hace caber en
trescientas páginas diez años de una vida para demostrarnos cuál ha
sido, en medio de todos los seres que la han rodeado, su significación
particular y muy característica, deberá saber eliminar, entre los
innumerables y menudos hechos cotidianos, todos los que le resulten
inútiles, y destacar de una manera especial todos aquellos que pasarían
inadvertidos para observadores poco perspicaces y que proporcionan al
libro su interés y su valor de conjunto.
Se comprende que semejante manera de componer, tan diferente del
antiguo procedimiento visible a todos los ojos, desconcierte con
frecuencia a los críticos, y que éstos no descubran todos los hilos, tan
tenues, tan secretos, casi invisibles, empleados por ciertos artistas
modernos en lugar de la trama única cuyo nombre era intriga.
En resumidas cuentas, si el novelista de ayer escogía y relataba las
crisis de la vida, los estados agudos del alma y del corazón, el actual
novelista escribe la historia del corazón, del alma y de la
inteligencia en estado normal. Para producir el estado que persigue, es
decir, la emoción de la simple realidad, y para hacer resaltar la
enseñanza artística que pretende descubrir, o sea la revelación de lo
que es verdaderamente a sus ojos el hombre contemporáneo, deberá emplear
tan sólo hechos de una verdad irrecusable y constante.
Pero, al situarnos en el mismo punto de vista de esos artistas,
debemos discutir e impugnar su teoría, que parece poder resumirse con
estas palabras: «Nada más que la verdad y toda la verdad».
Siendo su propósito hacer resaltar la filosofía de ciertos hechos
constantes y corrientes, deberán modificar con frecuencia los
acontecimientos en provecho de la verosimilitud y en menoscabo de la
verdad, ya que
Lo verdadero puede, a veces, no ser verosímil.
El realista, si es un artista, no intentará mostrarnos la fotografía
trivial de la vida, sino proporcionarnos una visión más completa, más
sorprendente y más cabal que la de la misma realidad.
Contarlo todo resultaría imposible, ya que en ese caso sería
menester, por lo menos, un volumen por día a fin de enumerar la multitud
de incidentes insignificantes que llenan nuestra existencia.
Se impone, por tanto, una selección, lo cual significa ya una primera vulneración de la teoría de toda la verdad.
Además, la vida está compuesta por cosas totalmente diferentes, las
más imprevistas, las más contrarias, las más contrapuestas; es brutal,
sin sucesión, sin encadenamiento, repleta de catástrofes inexplicables,
ilógicas y contradictorias, que deben clasificarse en el capítulo de los
«sucesos corrientes».
He aquí por qué el artista, una vez elegido el tema, tomará tan
sólo, de esta vida repleta de contingencias y casualidades, los detalles
característicos útiles a su argumento, y rechazará todo lo demás, todo
cuanto quede al margen de él.
Vaya un ejemplo entre mil:
Es considerable el número de personas que muere a diario víctimas de
un accidente. Pero ¿podemos nosotros hacer que caiga una teja sobre la
cabeza del personaje principal, o arrojarlo bajo las ruedas de un coche,
en medio de una frase, con el pretexto de que deben tenerse en cuenta
los accidentes?
La vida, también, deja todo en el mismo plano, precipita los
acontecimientos y los prolonga indefinidamente. El arte, en cambio,
consiste en usar precauciones y preparaciones, en disponer transiciones
sabias y disimuladas, en poner tan sólo en evidencia mediante la
habilidad de la composición el grado de relieve que convenga, según su
importancia, en provocar la profunda sensación de la verdad especial que
se pretende demostrar.
Escribir con verdad consiste, pues, en dar la completa ilusión de lo
verdadero, siguiendo la lógica ordinaria de los hechos, y no en
transcribirlos servilmente en el desorden de su sucesión.
Deduzco de ello que los realistas de talento deberían llamarse con más propiedad ilusionistas.
Por otra parte, ¡qué pueril es creer en la realidad, ya que llevamos
cada cual la nuestra en nuestro pensamiento y en nuestros órganos!
Nuestros ojos, nuestros oídos, nuestro olfato, nuestro gusto,
diferentes, crean tantas verdades como hombres hay en la tierra. Y
nuestras mentes, que reciben las instrucciones desde esos órganos,
impresionados de una manera diversa, comprenden, analizan y juzgan como
si cada uno de nosotros perteneciera a otra raza.
Por lo tanto, cada uno de nosotros se forja sencillamente una
ilusión del mundo, ilusión poética, sentimental, gozosa, melancólica,
impura o lúgubre, según la naturaleza. Y la misión del escritor no es
otra sino reproducir con fidelidad esta ilusión mediante todos los
procedimientos del arte que haya aprendido y de que pueda disponer.
¡Ilusión de lo bello, que es una convención humana! ¡Ilusión de lo
feo, que es una opinión variable! ¡Ilusión de lo verdadero, jamás
invariable! ¡Ilusión de lo innoble, que atrae a tantos seres! Los
grandes artistas son aquellos que imponen a la humanidad su ilusión
particular.
No nos enojemos, pues, contra ninguna teoría, puesto que cada una de
ellas es, simplemente, la expresión generalizada de un temperamento que
se analiza.
Están dos, sobre todo, que se han discutido con frecuencia,
oponiendo la una a la otra en lugar de admitir ambas: la de la novela de
análisis puro y la de la novela objetiva. Los partidarios del análisis
instan al escritor para que se dedique a indicarles las menores
evoluciones de un carácter y los más secretos móviles que determinan
nuestras acciones, concediendo al hecho en sí una importancia tan sólo
secundaria. Es el punto de llegada, un simple hito, el pretexto de la
novela. Según ellos, habría que escribir, por tanto, esas obras precisas
y soñadas en las cuales la imaginación se funde con la observación, del
mismo modo que un filósofo compone un libro de psicología; exponer las
causas tomándolas en sus más lejanos orígenes, explicar todos los
porqués de todos los deseos y discernir todas la reacciones del alma
actuando bajo el impulso de los intereses, de las pasiones o de los
instintos.
Los partidarios de la objetividad (¡desafortunada palabra!), al
pretender, en cambio, proporcionarnos la representación exacta de lo que
ocurre en la vida, evitan cuidadosamente toda explicación complicada,
toda disertación sobre los motivos, y se limitan a presentar ante
nuestros ojos los personajes y los acontecimientos.
Opinan que la psicología debe estar oculta en el libro como lo está en realidad bajo los hechos de la existencia.
La novela, concebida de este modo, adquiere interés, movimiento en el relato, color, vida bulliciosa.
Por tanto, en lugar de explicar extensamente el estado del espíritu
de un personaje, los escritores objetivos buscan la acción o el gesto
por medio del cual ese estado de ánimo coloca a ese hombre en una
situación determinada. Y hacen que se comporte de tal modo, desde el
principio al final del libro, que todos sus actos, todos su movimientos,
sean el reflejo de su naturaleza íntima, de todos sus pensamientos, de
todos sus deseos, de todos sus titubeos. Por lo tanto, ocultan la
psicología en lugar de exhibirla; construyen el esqueleto de la obra,
del mismo modo que la osamenta invisible es el esqueleto del cuerpo
humano. El pintor que realiza nuestro retrato no descubre nuestro
esqueleto.
Creo también que la novela así realizada gana en sinceridad. En
primer lugar, porque es más verosímil, ya que las personas que vemos
actuar en torno nuestro no nos dicen los móviles a los que obedecen.
Luego hay que tener en cuenta que, si bien a fuerza de observar a
los hombres podemos determinar su naturaleza con bastante exactitud, a
fin de prever su actitud en casi todas las circunstancias, si bien
podemos decir con precisión: «Tal hombre, de tal temperamento, hará esto
en tal caso», no se sigue de ello que podamos determinar, una a una,
todas las secretas evoluciones de un pensamiento, que no es el nuestro,
todas las misteriosas solicitaciones de sus instintos, que no son
iguales a los nuestros, todas las incitaciones confusas de su
naturaleza, cuyos órganos, nervios, sangre y carne son diferentes a los
nuestros.
Sea cual sea la inteligencia de un hombre débil, afable, sin
pasiones, enamorado tan sólo de la ciencia y el trabajo, nunca se podrá
abismar de una manera bastante completa en el alma y el cuerpo de un
mozo avispado y exuberante, sensual, violento, agitado por todos los
deseos e incluso todos lo vicios, para poder comprender e indicar sus
impulsos y sus sensaciones más íntimas aun cuando sí puede prever y
relatar perfectamente todos los actos de su vida.
En suma, quien hace psicología pura no puede ponerse en el lugar de
todos sus personajes en las diferentes situaciones donde los sitúa, ya
que le resulta imposible cambiar sus órganos, que son los únicos
intermediarios entre la vida exterior y nosotros, que nos imponen sus
percepciones, determinan nuestra sensibilidad y crean en nosotros un
alma esencialmente diferente de todo lo que nos rodea. Nuestra visión,
nuestro conocimiento del mundo, adquirido mediante la ayuda de los
sentidos, nuestras ideas sobre la vida, solamente podemos trasladarlo
parcialmente a todos los personajes de los que pretendemos descubrir su
ser íntimo y desconocido. Por lo tanto, somos siempre nosotros los que
nos mostramos en el cuerpo de un rey, de un asesino, de un ladrón o de
un hombre honrado, de una cortesana, de una religiosa, de una joven
educada o de una verdulera, ya que estamos obligados a plantearnos el
problema de este modo: «Si yo fuera rey, asesino, ladrón, ramera,
religiosa, joven educada o verdulera, ¿qué es lo que yo pensaría?, ¿qué
es lo que yo haría?, ¿cómo me conduciría?» Por consiguiente, sólo
diversificamos a nuestros personajes variándoles la edad, el sexo, la
situación social y todas las circunstancias de la vida de nuestro yo, al
que la naturaleza ha rodeado de una barrera de órganos infranqueables.
La habilidad consiste en no dejar que el lector reconozca ese yo bajo las máscaras que nos sirven para ocultarlo.
Pero si bien, desde el punto de vista de la absoluta exactitud, es
discutible el puro análisis psicológico, puede no obstante
proporcionarnos obras de arte tan hermosas como los otros métodos de
trabajo.
He aquí actualmente a los simbolistas. ¿Por qué no? Su sueño de
artistas es respetable; y lo que es particularmente interesante es que
proclaman la extrema dificultad del arte.
En efecto, hay que ser muy loco, muy audaz, muy presumido o muy
estúpido para continuar escribiendo hoy en día. Tras tantos maestros de
tan variadas naturalezas, de inteligencia múltiple, ¿qué queda por hacer
que no se haya hecho y qué queda por decir que no se haya dicho? ¿Quién
de nosotros puede vanagloriarse de haber escrito una página, una frase,
que no encontremos escrita, casi igual, en otra parte? Cuando leemos,
nosotros, que estamos saturados de escritura francesa, que tenemos la
impresión de que nuestro cuerpo entero está formado por una masa
compuesta por palabras, ¿acertamos con una línea, con un pensamiento que
no nos sea familiar y del cual no hayamos tenido, por lo menos, un
presentimiento confuso?
El hombre que tan sólo se propone divertir a su público con la ayuda
de procedimientos ya conocidos, escribe con seguridad, en el candor de
su mediocridad, unas obras destinadas a la muchedumbre ignorante y
desocupada. Pero aquellos sobre quienes pesan todos los siglos de la
literatura francesa pasada, aquellos a quienes nada satisface, a quienes
todo disgusta porque sueñan con algo mejor, a quienes todo les parece
ya desflorado, a quienes su obra les da siempre la impresión de un
trabajo inútil y común, llegan a juzgar el arte literario como algo
inaferrable, misterioso, que apenas nos revelan unas páginas de los más
famosos maestros.
Veinte versos o vente frases, leídos de corrido, nos conmueven como
una revelación sorprendente; pero los versos siguientes se parecen a
todos los versos, la prosa que luego sigue se parece a todas las prosas.
Los hombres ingeniosos no sufren, sin duda, estas angustias y estos
tormentos, porque llevan consigo una irresistible fuerza creadora. No se
juzgan a sí mismos. Los demás, nosotros, que somos simples trabajadores
conscientes y tenaces, sólo podemos luchar contra el invencible
desaliento mediante la continuidad del esfuerzo. Hay dos hombres que con
sus enseñanzas, sencillas y luminosas, me han proporcionado esta fuerza
de intentarlo siempre todo: Louis Bouilhet y Gustave Flaubert. Si hablo
aquí de ellos y de mí, se debe a que sus consejos, resumidos en pocas
líneas, serán quizás útiles a algunos jóvenes menos confiados en sí
mismos de los que se suele ser de ordinario cuando se inicia la carrera
literaria.
Bouilhet, a quien conocí primero, de una manera algo íntima, unos
dos años antes de granjearme la amistad de Flaubert, a fuerza de
repetirme que cien versos ~o quizá menos~ bastan para cimentar la
reputación de un artista, si esos versos son irreprochables y contienen
la esencia del talento y de la originalidad de un hombre incluso de
segundo orden, me hizo comprender que el trabajo continuado y el
profundo conocimiento del oficio pueden, un día de lucidez, de orden y
de arrebato, mediante la feliz conjunción de un argumento que concuerde
bien con todas las tendencias de nuestro espíritu, provocar esta
aparición de la obra corta, única y tan perfecta como somos capaces de
crearla.
Comprendí que los escritores más conocidos nunca han dejado más de
un volumen, y que es preciso, ante todo, tener la suerte de encontrar y
descubrir, en medio de la multitud de materias que se presentan a
nuestra elección, aquella que absorberá todas nuestras facultades, toda
nuestra valía, toda nuestra potencia artística.
Más adelante, Flaubert, a quien veía con frecuencia, me honró con su
amistad. Me atreví a someterle algunos ensayos. Los leyó bondadosamente
y me respondió: «Ignoro si tendrá usted talento. Lo que me entrega
revela cierta inteligencia, pero no olvide usted esto, joven: el
talento, en frase de Bufón, es tan sólo una larga paciencia. Trabaje».
Trabajé y volví con frecuencia a su casa, dándome cuenta de que le
caía en gracia, ya que me llamaba, sonriendo, su discípulo.
Durante siete años escribí versos, cuentos, novelas e incluso un
drama abominable. Nada quedó de todo ello. El maestro lo leía todo;
luego, el domingo siguiente, mientras almorzaba, desarrollaba sus ideas e
infundía en mí, poco a poco, dos o tres principios que son el resumen
de sus largas y pacientes enseñanzas: «Si se posee originalidad ~decía~
es preciso destacarla; si no se posee, es preciso adquirirla». «El
talento es una larga paciencia»; se trata de observar todo cuanto se
pretende expresar, con tiempo suficiente y suficiente atención para
descubrir en ello un aspecto que nadie haya observado ni dicho. En todas
las cosas existe algo inexplorado, porque estamos acostumbrados a
servirnos de nuestros ojos sólo con el recuerdo de lo que pensaron otros
antes que nosotros sobre lo que contemplamos. La menor cosa tiene algo
desconocido. Encontrémoslo. Para descubrir un fuego que arde y un árbol
en una llanura, permanezcamos frente a ese fuego y a ese árbol hasta que
no se parezcan, para nosotros, a ningún otro árbol y a ningún otro
fuego.
Esta es la manera de llegar a ser original.
Además, tras haber planteado esa verdad de que en el mundo entero no
existen dos granos de arena, de moscas, dos manos o dos narices iguales
totalmente, me obligaba a expresar, con unas cuantas frases, un ser o
un objeto de forma tal a particularizarlo claramente, a distinguirlo de
todos los otros seres o de otros objetos de la misma raza y de la misma
especie.
«Cuando pases ~me decía~ ante un tendero sentado a la puerta de su
tienda, ante un portero que fuma su pipa, ante una parada de coches de
alquiler, muéstrame a ese tendero y a ese portero, su actitud, toda su
apariencia física indicada por medio de la maña de la imagen, toda su
naturaleza moral, de manera que no los confunda con ningún otro tendero o
ningún otro portero, y hazme ver, mediante una sola palabra, en qué se
diferencia un caballo de coche de los otros cincuenta que lo siguen o lo
preceden».
He desarrollado en otro lugar sus ideas sobre el estilo. Guardan
mucha relación con la teoría de la observación que acabo de exponer.
Sea lo que queramos decir, existe una sola palabra para expresarlo,
un verbo para animarlo y un adjetivo para calificarlo. Por lo tanto, es
preciso buscar, hasta descubrirlos, esa palabra, ese verbo y ese
adjetivo, y no contentarse nunca con algo aproximado, no recurrir jamás a
supercherías, aunque sean afortunadas, a equilibrios lingüísticos para
evitar la dificultad.
Se pueden traducir e indicar las cosas más sutiles aplicando este verso de Boileau:
Mostró el poder de una palabra colocada en su lugar.
No es en absoluto necesario recurrir al vocabulario extravagante,
complicado, numeroso e ininteligible que se nos impone hoy día, bajo el
nombre de escritura artística, para fijar todos los matices del
pensamiento; sino que deben distinguirse con extrema lucidez todas las
modificaciones del valor de una palabra según el lugar que ocupa.
Utilicemos menos nombres, verbos y adjetivos de un sentido casi
incomprensible y más frases diferentes, diversamente construidas,
ingeniosamente cortadas, repletas de sonoridades y ritmos sabios.
Esforcémonos en ser unos excelentes estilistas en lugar de
coleccionistas de palabras raras.
En efecto, es más difícil manejar la frase a nuestro antojo, lograr
que lo diga todo, incluso aquello que no expresa, llenarla de
sobreentendidos, de secretas intenciones no formuladas, que inventar
nuevas expresiones o buscar, en lo más profundo de antiguos y
desconocidos libros, todas aquellas cuyo uso y significado se ha ido
perdiendo y que son, para nosotros, como expresiones muertas.
Por otra parte, la lengua francesa es un agua pura que los
escritores amanerados no han logrado ni lograrán jamás enturbiar. Cada
siglo ha echado en esa límpida corriente sus modas, sus arcaísmos
pretenciosos y sus preciosismos, sin que prevalezca ninguno de esos
inútiles intentos, de esos esfuerzos impotentes. La naturaleza propia a
esta lengua consiste en ser clara, lógica y nerviosa. No se debe
debilitar, oscurecer o corromper.
Los que hoy día construyen imágenes sin prestar atención a los
términos abstractos, los que hacen caer el granizo o la lluvia sobre la
«limpieza» de los cristales, pueden también lanzar piedras a la
sencillez de sus colegas. Acaso los alcancen, porque poseen un cuerpo,
pero jamás alcanzarán a la sencillez, porque carece de él.
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