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HAMMETT, DASHIELL - Antología

HAMMETT, DASHIELL - Antología

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El camino de regreso / La broma a Eloise Morey / El rapto / La décima pista / Sombra en la noche / La casa de la calle Turk / La muchacha de los ojos grises / La herradura dorada / ¿Quién mato a Bob Teal? / Corkscrew / La mujer del...
El camino de regreso / La broma a Eloise Morey / El rapto / La décima pista / Sombra en la noche / La casa de la calle Turk / La muchacha de los ojos grises / La herradura dorada / ¿Quién mato a Bob Teal? / Corkscrew / La mujer del rufián / El saqueo de Couffignal / El ayudante del asesino / El gran golpe / La muerte de Main / Aquel asunto del Rey / Un hombre llamado Spade / Demasiados han vivido / Sólo se ahorca una vez / Dos clavos con mucha punta / El guardián de su hermano

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08/20/2013

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 —¡Está loco si deja pasar esta oportunidad! Le concederán el mismo mérito y lamisma recompensa por llevar las pruebas de mi muerte que por llevarme a mí. Le daré losdocumentos y las cosas que tengo encerrados cerca de la frontera de Yunnan pararespaldar su historia, y le aseguro que jamás apareceré para estropearle el juego.El hombre vestido de caqui frunció el ceño con paciente fastidio y desvió la miradade los inflamados ojos pardos que tenía frente a sí para posarlos más allá de la borda del jahaz, donde el arrugado hocico de un muggar agitaba la superficie del rio. Cuando el pequeño cocodrilo volvió a sumergirse, los grises ojos de Hagerdorn se clavaronnuevamente en los del hombre que le suplicaba, y habló con cansancio, como alguien queha contestado a los mismos argumentos una y otra vez. —No puedo hacerlo, Barnes. Salí de Nueva York hace dos años con el fin deatraparle, y durante dos años he estado en este maldito país —aquí en Yunnan— siguiendo sus huellas. Prometí a los míos que me quedaría hasta encontrarle, y hemantenido mi palabra. ¡Vamos, hombre! —añadió, con una pizca de exasperación—.Después de todo lo que he pasado, no esperará que ahora lo eche todo a rodar... ¡ahoraque el trabajo ya está casi terminado!El hombre moreno, ataviado como un nativo, esbozó una sonrisa untuosa y zalameray restó importancia a las palabras de su captor con un ademán de la mano. —No le estoy ofreciendo un par de miles de dólares; le ofrezco una parte de uno delos yacimientos de piedras preciosas más ricos de Asia, un yacimiento que el Mran-maocultó cuando los británicos invadieron el pais. Acompáñeme hasta allí y le enseñaré unosrubíes, zafiros y topacios que le dejarán boquiabierto. Lo único que le pido es que meacompañe hasta allí y les dé un vistazo. Si no le gustaran, siempre estaría a tiempo dellevarme a Nueva York.Hagedorn meneó lentamente la cabeza. —Volverá a Nueva York conmigo. Es posible que la caza de hombres no sea el mejor oficio del mundo, pero es el único que tengo, y ese yacimiento de piedras preciosas mesuena a engaño. No le culpo por no querer volver... pero le llevaré de todos modos.Barnes dirigió al detective una mirada de exasperación. —¡Es usted un imbécil! ¡Por su culpa perderé miles de dólares! ¡Maldita sea!Escupió con rabia por encima de la borda —como un nativo— y se acomodó en suesquina de la alfombrilla de bambú.Hagedorn miraba más allá de la vela latina, río abajo —el principio del camino a Nueva York—, a lo largo del cual una brisa miasmática impulsaba al barco de quincemetros con asombrosa velocidad. Al cabo de cuatro días estarían a bordo de un vapor condestino a Rangún; otro vapor les llevaría a Calcuta, y finalmente, otro a Nueva York... acasa, ¡después de dos años!.Dos años en un país desconocido, persiguiendo lo que hasta el mismo día de lacaptura no había sido más que una sombra. A través de Yunnan y Birmania, batiendo laselva con minuciosidad microscópica —jugando al escondite por los ríos, las colinas y las junglas— a veces un año, a veces dos meses y después seis detrás de su presa. ¡Y ahoravolvería triunfalmente a casa! Betty tendría quince años... toda una señorita.
 
Barnes se inclinó hacia adelante y reanudó sus súplicas con voz lastimera. —Vamos, Hagedorn, ¿por qué no escucha a la razón? Es absurdo que perdamos todoese dinero por algo que ocurrió hace más de dos años. De todos modos, yo no queríamatar a aquel tipo. Ya sabe lo que pasa; yo era joven y alocado —pero no malo— y memezclé con gente poco recomendable. Aquel atraco me pareció una simple travesuracuando lo planeamos. Y después aquel hombre gritó y supongo que yo estaba excitado, ydisparé sin darme cuenta. No quería matarlo y a él no le servirá de nada que usted melleve a Nueva York y me cuelguen por aquello. La compañía de transportes no perdió niun centavo. ¿Por qué me persiguen de este modo? Yo he hecho todo lo posible paraolvidarlo.El detective contestó con bastante calma, pero toda la benevolencia anterior habíadesaparecido de su voz. —Ya sé... ¡la vieja historia! Y las contusiones de la mujer birmana con la que estabaviviendo también demuestran que no es malo, ¿verdad? Basta ya, Barnes; afróntelo deuna vez: usted y yo volvemos a Nueva York. —¡Ni hablar de eso!Barnes se puso lentamente en pie y dio un paso atrás. —¡Preferiría morirme...!Hagedorn desenfundó la automática una fracción de segundo demasiado tarde. Su prisionero había saltado por la borda y nadaba hacia la orilla. El detective cogió el rifleque había dejado a su espalda y se lanzó hacia la barandilla. La cabeza de Barnes aparecióun momento y después volvió a sumergirse, emergiendo de nuevo unos cinco metros máscerca de la orilla. Río arriba, el hombre del barco vio los arrugados hocicos de tres
 
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 —¡Por Dios, Eloise, te quiero! —¡Por Dios, Dudley, te odio!La fría maldad con que le imitaba hizo que los labios de él temblaran, como ella había previsto, y su rostro torturado palideció. Esas señales conocidas de dolor, y en este casotambién esperadas, le enfurecían y a la vez le agradaban. Ella, desde su ventaja de unasdos pulgadas más de altura dejó que sus duros ojos grises —dos puntos de acero en unrostro hermoso y egoísta— bajaran con estudiado desprecio desde el mechón de su pelocastaño que caía por su frente hasta los pequeños pies, y que luego subieran hasta sustorturados ojos pardos y rojizos. —¿Qué eres? —preguntó con una amargura helada—. No eres un hombre, ¿eres unniño?, ¿o un insecto?, ¿o qué? Sabes que no me interesas, nunca serás nadie. Te lo heexplicado con bastante claridad. Sin embargo no me das libertad. ¡Ojalá que no te hubieravisto nunca, que no me hubiera casado contigo, que te hubieras muerto!Su voz —que ella procuraba siempre modular con cuidado— se volvió chillona yaguda, dominada por la ira.La cara de su marido se contraía de dolor cada vez que le agredía con una de sus palabras despectivas, pero él no le contestó nada. Tenía una naturaleza demasiadosensible para permitirse responderle como podía hacerlo. Aunque un hombre más vastohubiera empleado las mismas tácticas que ella y ganado a fuerza de machaqueo, o almenos hecho tablas, él se mostraba impotente. Al igual que siempre, su silencio, suimpotencia, la incitaban a mayores crueldades. —¡Un artista! —se mofó, cargando de desdén la frase—. ¡Eras un genio; ibas a ser famoso y rico y Dios sabe cuántas cosas más! Y yo me lo tragué y me casé contigo: ungran mequetrefe que nunca será nadie. ¡Un artista! Un artista que pinta cuadros que nadiemira y mucho menos compra. Cuadros de lo más fino. ¡Finos! Manchas de color tan sosase insípidas como el estúpido que las pinta. Un bobo que unta un lienzo con pintura,demasiado finolis para dedicarse al arte comercial, demasiado delicado para todo. Te has pasado doce años aprendiendo a pintar y no has hecho nada que valga la pena mirar.¡Maravilloso! Eres grande ahora; ¡un gran tonto!Se detuvo para considerar el efecto de su perorata.Desde luego era digna de su oratoria. A Dudley Morey le temblaban las rodillas, teníala cabeza baja, los abyectos ojos clavados en el suelo mientras las lágrimas corrían por sus pálidas mejillas. —¡Sal! —gritó ella—. ¡Sal de mi dormitorio antes de que te mate!Él se dio la vuelta y salió por la puerta dando traspiés.Sola. Se paseó rabiosa a lo largo y ancho de la habitación, con el paso elástico de una pantera. Hizo una mueca con los labios, mostrando unos dientes pequeños y uniformes;tenía los puños apretados; sus ojos ardían con una intensidad más elocuente que unasgrimas que nunca brotaban de ellos. Durante quince minutos dio vueltas por lahabitación. Luego abrió de golpe la puerta de un armario y agarró el primer abrigo queencontró, se puso un sombrero y salió de la habitación, demasiado estrecha para contener su rabia.La criada estaba en el vestíbulo, limpiando el polvo de la balaustrada; miró el rostroenfurecido de su señora con aire de sorpresa estúpida. Eloise pasó por su lado sin decir 
 
una palabra, apenas la miró y descendió la escalera. Se paró de repente ante la puerta principal. Recordó que al pasar por delante de la puerta de la biblioteca vio que un cajóndel escritorio estaba abierto, el cajón donde Dudley guardaba su revólver. Volvió a la biblioteca. El revólver no estaba. Se mordió el labio pensativamente. Dudley deberíahaberlo cogido.¿Realmente sería capaz de matarse? Siempre había sido enfermizamente sensible, pero ¿tendría valor suficiente, si llegaba el caso, aun siendo un fracasado, un tonto quehacía chapuzas con pinturas? Su incapacidad para conseguir el éxito de una forma u otraera el resultado de su desmesurada sensibilidad, y no otra cosa; y si le provocaba losuficiente, esa sensibilidad le podría llevar fácilmente a la autodestrucción. ¿Y si ocurría?¿Entonces qué? ¿No estaría ella…? ¡Pero no! Muy probablemente haría una chapuzacomo las de costumbre y entonces habría un escándalo.Decidió ir en seguida al estudio. No podía hacer otra cosa. No podía llamar; no teníateléfono. Si llegaba a tiempo le detendría; a lo mejor podía aprovecharse de su intento ode su intención para conseguir el divorcio que él le negaba. Los abogados son muyastutos a la hora de tergiversar los hechos a favor de sus clientes. Y si llegaba demasiadotarde, bueno, habría hecho lo posible. Conocía demasiado bien a su marido como para pensar que no estaría en su estudio.Salió de casa y cogió un tranvía. La línea pasaba por delante del edificio donde sumarido tenía su estudio.Cuando bajó del tranvía echó a correr hacia el edificio. El estudio estaba en la cuarta planta y no había ascensor. Se puso tan nerviosa subiendo la escalera que respiraba condificultad. Los tramos le parecieron interminables. Por fin llegó al último piso y tomó el pasillo que llevaba a la habitación de Dudley. Temblaba, el sudor brotaba en su rostro yde las palmas de sus manos. Hizo esfuerzos para no pensar en lo que podría encontrarse alabrir la puerta. Llegó y se detuvo a escuchar. No se oía ruido alguno. Luego abrió la puerta de un empujón.Su marido estaba de pie en medio de la habitación, debajo del tragaluz, de espaldas ala puerta. Tenía extrañamente levantado el brazo derecho, el codo al mismo nivel que elhombro, el antebrazo doblado rígidamente hacia la cabeza. En el momento en que ella sedio cuenta de lo que significaba ese ademán y gritó, “¡Dudley!”, el aire vibró con lafuerza de la explosión. Dudley Morey se bamboleó lentamente, primero hacia adelante,luego hacia atrás y finalmente se desplomó de bruces sobre el suelo desnudo.Eloise cruzó la habitación despacio; se sentía sorprendentemente tranquila ahora quetodo había terminado. Se paró junto a su marido, pero no se inclinó para tocar el cadáver;ya muerto le resultaba demasiado repugnante. Tenía un agujero en su sien, rodeado de unazona oscura y chamuscada. El revólver había caído contra la pared. Tenía aún puesta sugabardina y sus guantes. Se volvió. Alejándose con una sensación de repulsión; elespectáculo le había mareado. Se acercó a una silla y se sentó. Todo había terminado ya.Sobre la mesa había un sobre dirigido a ella con la letra menuda de Dudley. Lo abrió para leerlo.Querida Eloise:Tienes razón, supongo, cuando dices que soy un fracasado. No puedo dejarte mientrasviva, así que voy a hacer por ti lo único que puedo. Al perderte a ti y no conseguir encontrar lo que busco en mi pintura, no encuentro razón alguna para seguir viviendo. No pienses que estoy amargado ni que te culpo de nada, querida… Te quiero,DudleyLa leyó dos veces, su cara enrojeció de disgusto. ¡Qué propio de Dudley era dejar estanota señalándola como la causa de su muerte! ¿Por qué no pensó en su posición, por quéno tuvo un poco de consideración? Tuvo suerte de encontrarla. ¡Qué hubiera pensado
 
cualquier otro! Y luego habría salido en los periódicos. ¡Como si ella fuera la responsablede su muerte!Se acercó a la antigua chimenea donde ardía un poco de fuego y arrojó la carta.Entonces recordó el sobre y lo echó también.Unos cuantos hombres y una vieja —al parecer la mujer de la limpieza— estaban enla puerta, mirando alternativamente al hombre que estaba en el suelo y a la mujer de másallá… Entraron cautelosamente, después se envalentonaron y se agolparon en torno alcadáver de Dudley. Algunos dijeron su nombre. Un hombre al que Eloise conocía — Harker, un ilustrador amigo de su marido— entró, apartó violentamente al grupo querodeaba al muerto y se arrodilló a su lado. Harker levantó los ojos y vio a Eloise por  primera vez. Se puso de pie, la cogió por el brazo con fuerza suave y la llevó a su estudio,en el piso de abajo. La hizo echarse en el sofá tapándola con una manta y la dejó. Volvióunos minutos más tarde y permaneció en silencio sentado en una silla al otro lado de lahabitación, chupando su pipa de calabaza, con sus ojos clavados en el suelo. Ella seincorporó, pero él no le dejó hablar de su marido, lo cual agradeció.Alguien llamó a la puerta y Harker dijo: —Pase.Entró un hombre de edad madura, de rostro congestionado, de bigote negro yagresivo. No le pareció oportuno quitarse el sombrero, pero se mostró casi cortés sin perder su impasibilidad. Se presentó como el agente sargento Murray e interrogó a Eloise.Ella le contó que su marido estaba obsesionado por su escaso éxito en la pintura; queesa mañana parecía especialmente perturbado; que después de que se marchara de casaella descubrió que su revólver había desaparecido; que pensando lo peor se fue al estudioy llegó en el mismo momento en que él se pegaba un tiro. El detective le hizo unascuantas preguntas más en un tono áspero, pero no hostil. Sus respuestas fueron, por logeneral, bastante veraces aunque no le contó toda la verdad en ocasiones. Murray no hizoningún comentario, luego dedicó su atención a Harker.Harker había oído el disparo, pero estaba demasiado absorto en su trabajo como paradarse cuenta inmediatamente de lo que ocurría…Después pensó que el ruido, que le pareció de algo que hubiera caído, procedía de cerca del estudio de Morey, y subió paraver qué pasaba. Comentó que Morey últimamente parecía cada vez más preocupado, peronunca hablaba ni de sí mismo ni de sus asuntos.Murray salió de la habitación y volvió unos minutos más tarde acompañado por unhombre que él presentó como “Byerly, del departamento”. —Tiene que pasar por la oficina central, señora Morey —dijo Murray con un gestode desaprobación—. Byerly le indicará qué es lo que tiene que hacer. Serán sólo unosminutos.Eloise salió del edificio con Byerly. Cuando él se dirigió hacia la esquina por donde pasaba el tranvía ella sugirió tomar un taxi. El llamó desde la farmacia de la esquina yunos minutos más tarde subían los escalones grises del Ayuntamiento. Byerly le hizo pasar por una puerta con el rótulo “Sección Casas de Empeño” y le ofreció una silla. —Espere aquí unos minutos —dijo.El tiempo se hacía muy largo. Media hora. Una hora. Dos horas. La puerta se abrió yMurray entró, seguido por Byerly y un hombre gordo y pequeño con un puñado de raloscabellos blancos que se extendían por un ancho cuero cabelludo de color rosado. Byerlyllamó al gordo, “jefe”, al tiempo que le acercaba la silla. El gordo y Byerly se sentaronfrente a Eloise. Murray se sentó sobre el escritorio. —¿Tiene algo que declarar? —preguntó descuidadamente Murray.Las cejas de ella se arquearon. —¿Perdón? —dijo.
 
 —Vale —dijo Murray, sin demostrar ninguna emoción—. Eloise Morey, queda usteddetenida por el asesinato de su marido y cualquier cosa que diga se podrá usar en sucontra. —¡Asesinato! —exclamó; el sobresalto le hizo perder su aplomo. —Exacto —dijo Murray.Ella se recuperó ligeramente. Intentó reír, pero en su lugar respondió con arrogancia: —¡Es ridículo!Murray se inclinó hacia adelante. —¿Sí? —preguntó imperturbable—. Ahora escuche. Usted y su marido se llevabanmal desde hace bastante tiempo. Tuvieron una bronca esta mañana y usted le dijo quequería que se muriera y le amenazó. Su sirvienta lo oyó. Luego, después de que él semarchara la vio salir corriendo, toda excitada, y acercarse al cajón donde guardaba elrevólver. Y ella miró en el cajón y el revólver había desaparecido al igual que usted. Dos personas la vieron dirigirse al estudio de su marido hecha una furia y oyeron la voz de unamujer, una voz enojada, momentos antes del disparo. Y usted misma confiesa haber estado en la habitación cuando se mató su marido. ¿Qué tal le suena? ¿Sigue pareciéndoletan ridículo?Tuvo la extraña sensación de que una tupida red le encerraba. —Pero las personas no se matan cada vez que tienen una discusión familiar, aunquetodo lo que dice sea verdad. Se considera que el asesinato exige un impulso especial, ¿noes cierto? ¿No le conté que descubrí que el revólver había desaparecido e intenté llegar asu estudio a tiempo para salvarle?Murray meneó la cabeza. —Resulta que he descubierto “ese impulso especial”, señora Eloise Morey. Heencontrado un montón de fogosas cartas de amor, firmadas por “Joe”, en su dormitorio, yalguna tenía fecha de ayer. Y he descubierto que su marido no quería divorciarse enabsoluto. Y también que tenía un jugoso seguro de vida y unos ingresos de tres o cuatromil dólares al año que heredaría usted. Hay motivos de sobra, desde luego.Eloise intentó que su rostro permaneciera sereno —todo parecía depender de eso—, pero la amenazadora red la apretaba cada vez más, y ya más que una red era una mantagrande y asfixiante. Cerró los ojos durante un instante, pero eso no le permitió escapar.Ardía por dentro de ira. Se puso de pie y sus ojos miraron ferozmente a los tres rostrosalertas, impasibles y complacientes que tenía ante ella. —¡Estúpidos! —gritó—. ¡Ustedes…!Recordó la carta que Dudley había dejado; la carta que hubiera aclarado la verdad sinlugar a dudas; la carta que hubiera demostrado su inocencia en un segundo, la carta quequemó en la chimenea.Se tambal, grimas de desesperación brotaron de sus duros ojos grises. Eldetective sargento Murray se levantó de su silla y la cogió cuando se caía.
 
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Harvey Gatewood había dado orden de que me llevaran ante él en cuanto yo llegara aledificio, de modo que sólo me llevó algo menos de quince minutos recorrer mi caminoentre porteros, botones y secretarias, que llenaban la mayor parte de los pasillos por losque anduve, desde la entrada principal del Consorcio Maderero Gatewood hasta eldespacho privado del presidente. Era una habitación amplia, toda en caoba, bronce yterciopelo verde, con un escritorio de caoba, grande como una cama, en el centro mismodel cuarto.Gatewood se inclinó sobre el escritorio y, tan pronto como el obsequioso empleadoque me había introducido con una inclinación la repitió para marcharse, comenzó avociferar: —¡Anoche raptaron a mi hija! ¡Quiero que me traiga a esa gente aunque me cuestehasta el último centavo! —Hábleme de lo ocurrido —le sugerí.Pero, al parecer, Gatewood quería resultados y no preguntas, de modo que malgastéuna hora extrayéndole una información que podría haberme dado en quince minutos.Hombre robusto, parecía un luchador, con cien o más kilos de dura carne roja, y unverdadero zar, desde la parte superior de su cráneo hasta la punta de sus zapatos, quedebían ser, por lo menos, del número cuarenta y siete, si es que no se los habían hecho amedida.Gatewood había acumulado sus muchos millones aporreando a todo aquel que se lecruzara por delante, y la ira que hervía en su interior en ese momento no lo transformaba,ciertamente, en un individuo fácil de tratar.Su poderosa mandíbula le sobresalía de la cara como un bloque de granito y sus ojosestaban inyectados en sangre... aparte de presentar un estado mental encantador. Durantealgunos minutos tuve la sensación de que la Agencia de Detectives Continental estaba a punto de perder un cliente, porque me había prometido a mí mismo que o me decía todolo que yo quería saber o rompía la baraja.Hasta que, finalmente, logré sacarle el relato de lo sucedido.Su hija Audrey había salido de su casa de Clay Street sobre las 7 de la tarde anterior;le había dicho a la criada que iba a dar un paseo. La joven no había regresado esa noche,aunque Gatewood no lo supo hasta después de haber leído una carta que recibió por lamañana.La carta la enviaba alguien que aseguraba haber raptado a la muchacha. Exigía50.000 dólares para ponerla en libertad y daba instrucciones a Gatewood para que tuvierael dinero preparado, en billetes de cien, de modo que no hubiese demoras en el momentoen que se le dijese cómo debía hacer llegar ese dinero a los secuestradores de su hija.Como prueba de que no se trataba de una patraña, en el mismo sobre iban incluidos unmechón del pelo de la chica, un anillo que ella siempre llevaba y una breve notamanuscrita, en la que la joven pedía a su padre que cumpliera lo que sus secuestradoresordenaban.Gatewood había recibido la carta en su oficina y de inmediato había telefoneado a sudomicilio. Allí le habían dicho que su hija no había dormido en casa y que ninguno de lossirvientes la había visto después de la salida de la tarde anterior. El padre, seguidamente,
 
había dado aviso a la policía y luego, unos pocos minutos después, decidió utilizar también los servicios de un detective privado.Una vez que logré arrancarle esta información y después de que me asegurara quenada sabía de las compañías que frecuentaba su hija ni de sus costumbres, Gatewoodexclamó: —¡Y ahora haga algo! ¡Que no le pago para que se quede ahí sentado hablandodel asunto! —¿Y usted qué hará? —le pregunté. —¿Yo? ¡A ésos... los meto entre rejas aunque me cueste hasta el último centavo! —¡Por supuesto! Pero, antes que nada, prepare esos cincuenta mil para podeentregarlos cuando se los pidan.La mandíbula de Gatewood rechinó y sus ojos se clavaron en los míos. —Nadie me ha obligado jamás a hacer algo en toda mi vida. ¡Y soy demasiado viejo para empezar ahora! —me respondió—. ¡No pienso hacer caso de esa baladronada! —Lo cual resultará muy agradable para su hija. Pero independientemente de lo que leocurra a ella, ésa no es forma de seguir el juego. Para usted cincuenta mil no representanuna cantidad importante, y el hecho de pagar nos dará dos posibilidades que no tenemosahora. Una, cuando se efectúe el pago: quizá podamos echarle mano a quien venga por eldinero o, al menos, seguirlo. La otra posibildad se nos presentará cuando regrese su hija.Por muy cuidadosos que hayan sido, seguro que ella puede decirnos algo que nos permitaidentificar a los secuestradores. Negó con la cabeza airadamente y como ya estaba harto de discutir con él me marché, pues, con la esperanza de que comprendiese la honda sabiduría de mi consejo antes deque fuera demasiado tarde.En la mansión de Gatewood me encontré con mayordomos, ayudas de cámara,choferes, cocineros, criadas, doncellas para el piso superior, doncellas para el piso principal y un ejército de diversos lacayos: había sirvientes como para abastecer un hotel.De las declaraciones de todos ellos saqué en limpio lo siguiente: la joven no habíarecibido ninguna llamada telefónica, ni nota alguna a través de un mensajero ni ningúntelegrama —recursos tradicionales para atraer a una víctima hacia su asesinato o susecuestro— antes de abandonar la casa; había anunciado a su doncella que regresaría alcabo de una o dos horas, pero la doncella no se había alarmado al ver que su señorita noregresaba al cabo de ese lapso.Audrey era hija única y desde la muerte de su madre iba y venía a su antojo. Ella y su padre no se llevaban demasiado bien —debían tener temperamentos muy similares,supuse yo—, y él nunca sabía dónde podía hallarse la joven. No era extraño que Audrey pasara toda una noche fuera de la casa; pocas veces se preocupaba por avisar cuando sedisponía a pasar la noche con sus amigos.La joven tenía 19 años, pero aparentaba algunos más, era delgada y de casi unosetenta de estatura. Ojos azules, cabello castaño —espeso y largo—, pálida, nerviosa.Tomé varias fotografías de la muchacha, que mostraban unos ojos grandes, una nariz pequeña y regular, y un mentón afilado. No era bella, pero en una —la única— fotografía en la que una sonrisa disipaba elgesto de enfado que siempre crispaba su boca se la veía, al menos, con aire simpático.Cuando salió de casa llevaba una falda clara y una chaqueta de lanilla a juego, con laetiqueta de un sastre londinense, blusa de seda de color tabaco con listas oscuras, mediasmarrones de lana, zapatos de tacón bajo y un sombrero liso de fieltro gris.Subí a las habitaciones de la joven —tenía tres en el tercer piso— y revisé todas suscosas. Hallé varias cajas llenas de fotografías de hombres, chicos y chicas, y una grancantidad de cartas de distinto grado de intimidad firmadas con nombres y motes biendiversos. Tomé nota de todas las direcciones que pude encontrar.
 
 Nada de lo que había en las habitaciones de Audrey parecía tener relación con susecuestro, pero existía la posibilidad de que algún nombre o dirección fuera el de alguienutilizado como señuelo. Y también era posible que alguien, de entre sus amigos, pudieradecirnos algo útil para la investigación.Cuando llegué a la agencia distribuí nombres y direcciones entre los tres agentes queestaban desocupados en ese momento, para que saliesen a averiguar lo que pudieran.Luego me comuniqué con los detectives de la policía que estaban investigando elcaso —O'Gar y Thode— y concerté una cita en la comisaría. Lusk, un inspector decorreos, también estaba allí. Analizamos el caso desde todos los posibles ángulos, perosin llegar demasiado lejos. Sin embargo, todos estuvimos de acuerdo en que no podíamosarriesgarnos a que se publicara el caso ni a trabajar a plena luz hasta que la jovenestuviese a salvo.Ellos lo habían pasado peor que yo con Gatewood, que les había exigido que el casose publicara en los periódicos, con ofrecimiento de recompensa, fotografías y demás. Por supuesto, Gatewood estaba en lo cierto cuando sostenía que ése era el modo más eficaz para capturar a los secuestradores..., aunque no tenía en cuenta que aquello seríacontraproducente para su hija, si aquellos individuos eran tipos violentos. Y, por reglageneral, los secuestradores no son corderitos, precisamente.Examiné la carta que habían enviado. Estaba escrita a lápiz sobre un papel común, deltipo que se vende en blocs en todas las papelerías del mundo. El sobre era igualmentecomún, también escrito a lápiz, y en el matasellos se leía: San Francisco, septiembre 20, 9tarde. Es decir, que la habían secuestrado la noche anterior.La carta decía: Señor: "Tenemos en nuestro poder a su encantadora hija y lavaloramos en 50.000 dólares. Debe preparar de inmediato el dinero en billetes de 100, afin de que no haya demoras cuando le indiquemos cómo debe pagárnoslo. Nos permitimos asegurarle que nada bueno le sucederá a su hija en el caso de queusted no cumpla lo que le ordenamos, o de que meta en esto a la policía, o de que cometacualquier otro error.50.000 dólares sólo son una mínima parte de lo que usted ha robado mientrasnosotros vivíamos entre el lodo y la sangre, en Francia, para su beneficio, ¡y queremosrecuperar esto y aún más!Tres."Una carta peculiar en muchos aspectos. Lo normal es que estén escritas por manoscon evidente pretensión de iletradas. En casi todos los casos existe la intención de llevar las sospechas por un camino errado. Tal vez la mención de esos antiguos servicios teníaese objetivo, o quizá no.Había una posdata: "Sabemos de alguien que pagará por ella, incluso cuando nosotroshayamos terminado nuestra faena..., en caso de que usted no se avenga a entrar en razón."La carta de la joven estaba escrita con signos nerviosos, en el mismo tipo de papel y,en apariencia, con el mismo lápiz.
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 —¡Me ha llamado por teléfono, ahora mismo! —gritó con voz ronca, al vernosentrar. Nos llevó un minuto o dos calmarlo lo suficiente como para que nos relatara losucedido. —Me ha llamado por teléfono. Me dijo: "Oh, papá! ¡Haz algo! ¡No puedo soportar esto...! ¡Me están matando!" Le pregunté que si sabía dónde estaba y me respondió: "No, pero desde aquí veo Twin Peaks. Hay tres hombres y una mujer y..." Y oí maldecir a unhombre, y un ruido, como si él la hubiese golpeado, y la comunicación se cortó. Hetratado de que la central me diera el número, pero la operadora no ha podido. ¡Menudamierda de sistema telefónico! Con lo caro que nos cuesta, bien lo sabe Dios y...O'Gar se rascó la cabeza y dejó a Gatewood con la palabra en la boca. —¡A la vista de Twin Peaks! ¡Hay cientos de casas desde donde puede verse!Entre tanto, Gatewood había finalizado su denuncia contra la compañía telefónica yestaba aporreando su escritorio con un pisapapel para atraer nuestra atención. —¿Han hecho ustedes algo? —preguntó.Le respondí con otra pregunta: —¿Ha preparado usted el dinero? —No —me dijo—. ¡Nadie me pondrá en ridículo!Pero lo dijo en forma mecánica, sin su habitual convicción: hablar con su hija le habíarestado parte de su tozudez. En ese momento, aunque sólo fuera un poco, empezaba a pensar en la seguridad de su hija en lugar de atender sólo a su propio espíritu de lucha.Le machacamos unos cuantos minutos hasta que, al cabo de un rato, envió a unempleado por el dinero.Luego nos repartimos la tarea. Thode debía escoger algunos hombres en la comisaríay ver qué podría hallar en la zona de Twin Peaks. Pero no éramos muy optimistas acercade los resultados, pues la zona por recorrer era muy extensa.Lusk y O'Gar deberían marcar con sumo cuidado los billetes que trajese el empleadodesde el banco, y después mantenerse tan cerca de Gatewood como les fuese posible, sinatraer la atención. Yo iría a casa de Gatewood y aguardaría allí.Los secuestradores habían aleccionado a Gatewood para que tuviese el dinero preparado de inmediato, de modo que pudieran hacerse con él en breve lapso, sin darletiempo para comunicarse con nadie ni elaborar ningún plan.Gatewood debía ponerse en contacto con los periódicos, relatarles la historia yentregar los 10.000 lares de recompensa que ofrea por la captura de lossecuestradores, para que todo ello se publicara tan pronto como la joven estuviese a salvo.De ese modo tendríamos el apoyo de la publicidad del caso, lo más pronto posible y sinexponer a la chica.Ya estaba alertada la policía de todos los pueblos vecinos: la voz de alerta se habíadado antes de que la llamada de Audrey nos pusiera en la pista de que estaba prisionera enSan Francisco.En la residencia de Gatewood no sucedió nada durante las primeras horas de la noche.Harvey Gatewood regresó temprano; después de la cena midió su biblioteca a largos pasos, una y otra vez, bebió whisky y luego se acostó, no sin antes exigir, a cada minuto,que nosotros, los detectives a cargo del caso, hiciésemos algo más que estar sentados por allí, como un hatajo de momias. O'Gar, Lusk y Thode estaban fuera, en la calle, con el ojo puesto en la casa y en el vecindario.Harvey Gatewood se había acostado a medianoche. Yo rechacé una cama paraaceptar, en cambio, un sillón en la biblioteca; lo arrastré hasta situarlo junto al teléfono,que tenía una extensión en el dormitorio del dueño de la casa.A las 2.30, repicó la campanilla. Yo escuché la conversación que sostuvo Gatewooddesde su cama.
 
Una voz masculina, ruda, seca, preguntó: —¿Gatewood? —Sí. —¿Tiene la pasta? —Sí.La voz de Gatewood sonaba espesa, borrosa: me figuré la cólera que debía bullirle por dentro. —¡Estupendo! —repuso la voz seca—. Envuélvala en un papel y salga de la casa conel paquete, ¡ya mismo! Baje por Clay Street, por la acera de su casa. No caminedemasiado deprisa, pero hágalo sin detenerse. Si todo va bien y no hay moros en la costa,alguien se acercará a usted en el trayecto entre su casa y el muelle. Se llevarán un pañueloa la cara durante un segundo y luego lo dejarán caer al suelo. En ese momento deje eldinero en el suelo, dé la vuelta y regrese a su casa andando. Si el dinero no está marcado yno intenta tendernos una trampa, tendrá a su hija al cabo de una hora o dos. Pero si se leocurre hacer cualquier cosa... recuerde lo que le hemos escrito. ¿Ha comprendido bien?Gatewood balbucalgo que podía entenderse como respuesta afirmativa y lacomunicación telefónica se cortó. No malgasté mi precioso tiempo en localizar la llamada: debía provenir de unteléfono público, bien lo sabía yo. En cambio, le grité a Gatewood, a través de la escalera: —¡Haga lo que le han dicho y no se le ocurra ninguna tontería!Luego me precipité hacia el aire de la madrugada para hablar con los detectives de la policía y el inspector de correos.A ellos se habían unido dos hombres con ropas de paisano y había dos cochesesperando. Les expliqué cuál era la situación y a toda prisa organizamos nuestro plan.O'Gar conduciría uno de los coches bajando por Sacramento Street y Thode, en elotro, bajaría por Washington Street. Ambas eran calles paralelas a Clay, una a cada lado.Los detectives irían avanzando a marcha lenta, a la velocidad necesaria para mantenerse ala par de Gatewood, y se detendrían en todas las esquinas para cerciorarse de que élseguía andando.Cuando en una de las esquinas no lo viesen, dejarían pasar un tiempo razonable ygirarían hacia Clay Street... y a partir de allí harían lo que creyeran oportuno guiados por la situación y su propio talento.Lusk marcharía una o dos manzanas por delante de Gatewood, por la acera opuesta,fingiendo un grado no muy alto de borrachera.Yo seguiría a Gatewood calle abajo con uno de los hombres vestidos de paisanodetrás de mí. El otro llamaría a la comisaría para que enviaran a todos los cochesdisponibles a City Street. Esos refuerzos llegarían tarde, por supuesto, y era posible quetardaran en encontrarnos, pero no había manera de controlar lo que podría pasar duranteel resto de la noche.El nuestro era un plan fragmentario, pero era lo mejor que podíamos hacer: nosasustaba la idea de detener a quien fuese en busca del dinero que llevaba Gatewood. Laconversación de la joven con su padre, esa tarde, nos había dado la impresión de que lossecuestradores estaban ansiosos de que nosotros intentáramos echarles el guante antes deque soltaran a la joven.Apenas habíamos terminado de elaborar nuestro plan cuando Gatewood, llevando un pesado abrigo, abandonó la casa y echó a andar calle abajo.Delante de él, a un par de manzanas, se bamboleaba Lusk, hablando consigo mismo,casi invisible entre las sombras. No había nadie más a la vista. Eso significaba que yodebía darle a Gatewood dos manzanas de ventaja, cuando menos, de modo que loshombres que viniesen por el dinero no se tropezaran conmigo. Uno de los policíasvestidos de paisano marchaba detrás de mí, a media manzana de distancia, por la acera
 
opuesta.Cuando ya habíamos bajado dos manzanas, vimos a un hombrecito rechoncho, quellevaba sombrero hongo. Pasó junto a Gatewood, luego junto a mí, y prosiguió su marcha.Tres manzanas más.Un coche negro, grande, de potente motor y con las cortinillas bajadas se acercódesde el fondo de la calle, paa nuestro lado y siguió su marcha. Tal vez unaavanzadilla. Garabateé el número de la matrícula en mi libreta, sin sacar la mano del bolsillo del abrigo.Otras tres manzanas.Un policía pasó junto a nosotros, ignorante del juego que se desarrollaba bajo susmismas narices; luego un taxi, con un hombre como único pasajero. Anoté el número dela matrícula.Cuatro manzanas y nadie más a la vista que no fuésemos Gatewood y yo; Lusk sehabía perdido en la oscuridad.Junto a Gatewood surgió de un portal oscuro un hombre que se volvió para golpear una ventana y pedir que le abriesen la puerta.Seguimos andando.Surgida de la nada apareció en la acera una mujer, a menos de veinte metros deGatewood; un pañuelo le cubría la cara. El trozo de tela flotó hasta llegar al suelo.Gatewood se detuvo, las piernas rígidas. Vi cómo levantaba la mano derecha yseparaba un faldón del abrigo sin sacarla del bolsillo: yo sabía que estaba empuñando una pistola.Durante casi medio minuto, quizá, se quedó inmóvil como una estatua. Luego sacó lamano izquierda del bolsillo y el paquete del dinero cayó a la acera, delante de él, un punto blancuzco entre la sombra. Gatewood se volvió, bruscamente, y retomó la marcha endirección a su casa.La mujer había recogido su pañuelo. Se precipitó luego hacia el paquete, lo levantó ycorrió hasta la boca oscura de un callejón muy cercano; era una mujer alta, encorvada,vestida de oscuro de la cabeza a los pies.Su figura se desvaneció en la boca negra del callejón.Mientras Gatewood y la mujer estuvieron frente a frente, me vi en la necesidad demarchar con mayor lentitud. Tan pronto como la mujer desapareció me decidí a aumentar la velocidad de mis pasos.Cuando llegué al callejón estaba vacío.Corrí hasta la calle siguiente, pero sabía que la mujer no habría tenido tiempo dellegar hasta el fondo del callejón antes de que yo llegase a la entrada. Aunque hoy por hoyando sobrado de peso, aún puedo hacer buen tiempo en un par de manzanas. A amboslados del callejón se alzaban las partes traseras de algunos edificios de apartamentos: cadauna de las puertas me miraba, impenetrable, ocultando sus secretos.El policía que había marchado detrás de mí llegó en ese momento; luego aparecieronO'Gar y Thode en sus coches y, pocos instantes después, vimos a Lusk. O'Gar y Thode semarcharon de inmediato, a recorrer las calles del vecindario en busca de la mujer. Lusk yel policía con ropas de paisano se plantaron cada uno en una esquina, desde la que se podía observar las calles que limitaban la manzana.Yo avancé por el callejón, buscando en vano una puerta abierta, una ventana o unaescalera de incendios que denotasen haber sido utilizadas pocos momentos antes... ocualquier otra señal que pudiese haber dejado en el callejón una partida presurosa.¡Nada!O'Gar regresó unos minutos más tarde con algunos refuerzos de la comisaría, quehabía recogido al pasar, y con Gatewood.
 
Gatewood estaba que trinaba. —¡Ya han estropeado todo este maldito asunto! ¡A la agencia no le voy a pagar uncentavo y ya me ocuparé yo de que alguno de esos que se llaman detectives tengan quevolver a ponerse el uniforme y a patear las calles otra vez! —¿Qué aspecto tenía la mujer? —le pregunté. —¡Yo qué sé! ¡Me figuraba que usted andaría por allí cerca para ocuparse de ella!Era una vieja encorvada, creo, pero no le pude ver la cara por el velo que llevaba. ¡No séqué aspecto tenía! ¿Qué demonios estaban haciendo ustedes? Es una verdadera maldicióncómo...Por fin logré calmarlo y lo llevé a su casa, mientras los policías mantenían elvecindario bajo vigilancia. Eran catorce o quince los que en ese momento estabanasignados al caso y en cada sombra de la calle se ocultaba al menos uno de ellos.La joven se dirigiría a su casa tan pronto como la soltaran y yo quería estar allí parasacarle toda la información posible. Había una excelente posibilidad de apresar a sussecuestradores antes de que se alejasen demasiado, si es que ella podía decirnos algoacerca de aquellos tipos.Una vez en casa, Gatewood se arrojó nuevamente sobre la botella de whisky y yomantuve una oreja atenta al teléfono y la otra a la puerta de entrada. O'Gar y Thodellamaban cada media hora, poco más o menos, para saber si teníamos noticias de lamuchacha.Ellos aún no habían averiguado nada.A las 9 en punto, junto con Lusk, aparecieron nuevamente. La mujer vestida de negrohabía resultado ser un hombre y había huido.En la parte trasera de uno de los edificios de apartamentos que daban al callejón, a nomás de treinta centímetros de distancia de la puerta, habían hallado una falda de mujer, unabrigo largo, sombrero y velo. Tras preguntar a los ocupantes de la casa, supieron queaquel apartamento lo había alquilado un hombre joven, apellidado Leighton, tres díasantes.Leighton no estaba en la casa cuando los policías subieron. Dentro de las habitacionesvieron una buena cantidad de colillas, una botella vacía y ninguna otra cosa que noestuviera ya cuando el hombre alquiló el apartamento.Era fácil inferir qué había ocurrido; el alquiler del apartamento sólo había tenido lafinalidad de permitir el acceso al edificio. Con ropas de mujer, puestas sobre las suyas propias, el hombre había salido por la puerta trasera —dejándola abierta— para ir alencuentro de Gatewood. Luego había regresado al edificio, se había quitado las ropas demujer y, a toda prisa, había vuelto a salir del edificio por la puerta delantera. Sin duda, sehabía escabullido después, ocultándose aquí y allí en portales oscuros, para mantenersefuera de la vista de O'Gar y Thode.Leighton, al parecer, era un hombre de unos treinta años, delgado, de un metrosesenta y ocho o setenta de altura, de cabellos y ojos oscuros, guapo, bien vestido en lasdos oportunidades en que las personas que vivían en el edificio de apartamentos lo habíanvisto, con traje marrón y sombrero marrón claro.Según ambos detectives y el inspector de correos, no existía la posibilidad de que lamuchacha hubiese estado prisionera en el apartamento de Leighton, ni siquieratemporalmente.Las 10 de la mañana y sin noticias de la joven.Gatewood había perdido su terquedad arrolladora y se mostraba quebrantado. Laincertidumbre se había apoderado de él y la cantidad de alcohol que había ingerido no lehabía hecho ningún bien. A mí ni su persona ni su reputación me agradaban, pero esamañana me compadecí de él.
 
Telefoneé a la agencia y obtuve los informes de los detectives que habían investigadoa los amigos de Audrey. La última persona que la haa visto había sido AgnesDangerfield: la hija de Gatewood iba sola bajando por Market Street, cerca de SixthStreet, entre las 8.15 y las 8.45 de la noche del secuestro, pero iba a mucha distancia de la joven Dangerfield como para que ésta pudiera hablar con ella.Además, los muchachos lo habían averiguado que Audrey era una jovencitaalocada y consentida que no había puesto gran cuidado en la elección de sus amistades: eltipo de jovencita que con mucha facilidad puede caer en las garras de una banda dedelincuentes de alta escuela.Llegó el mediodía. Ni señales de la muchacha. Pedimos a los periódicos que diesen aconocer la historia, con el agregado de lo ocurrido en las últimas horas.Gatewood estaba deshecho; sentado, con la cabeza entre las manos, miraba fijamenteal vacío. En el momento en que yo me disponía a salir para investigar una pista, levantólos ojos para mirarme: no lo habría reconocido de no haber visto su transformación paso a paso. —¿Por qué cree usted que no ha llegado aún? —me preguntó. No tuve ánimo de decirle lo que, con toda lógica, sospechaba en ese instante, una vezentregado el dinero y sin que la joven apareciera. De modo que lo consolé con vagas palabras y salí.En un taxi me dirigí hacia el barrio comercial. Visité las cinco tiendas simportantes, recorriendo los departamentos de señoras, desde las zapaterías hasta lassecciones de sombreros, con la intención de saber si un hombre —quizás uno querespondiera a la descripción de Leighton— había comprado en el último par de días ropasde una talla adecuada para Audrey Gatewood. No obtuve resultados y le pedí a uno de los muchachos de la agencia que hiciese lomismo en el resto de las tiendas locales. Por mi parte, crucé la bahía para ir a recorrer lastiendas de Oakland.En la primera saqué algo. Un hombre que bien podría haber sido Leighton habíaestado allí el día anterior para comprar ropas de la talla de Audrey. Había compradograndes cantidades, desde lencería hasta chaquetas y (mi buena fortuna era casi increíble)se había hecho enviar su compra a nombre de T. Offord, con señas en Fourteenth Street.En el número correspondiente de Fourteenth Street, una casa de apartamentos, vi quelos nombres de Theodore Offord y señora señalaban la puerta 202.Acababa de averiguar el número del apartamento cuando entró en el vestíbulo deledificio una mujer gorda, de edad mediana, que llevaba un rústico vestido de algodón. Memiró con cierta curiosidad, de modo que le pregunté: —¿Sabe usted dónde puedo hallar al portero? —Yo soy la portera —me dijo.Le mostré una tarjeta y entré con ella en la conserjería. —Soy representante del Departamento de Fianzas de la Compañía de Siniestros Norteamérica —repetí la mentira que la tarjeta llevaba impresa—. Han librado una pólizaa nombre del señor Offord. ¿Se trata de una buena persona, según su criterio?Mi tono fue el de alguien que se ve obligado a cumplir con una formalidad necesaria, pero no excesivamente importante. —¿Una póliza? Qué gracia. El señor Offord se marchará mañana. —Vaya, pues no sé para qué será la póliza —le respondí con soltura—. A nosotroslos investigadores sólo nos dan nombres y direcciones. Tal vez se trate de datos que ha pedido su actual empresa, o quizá los haya requerido alguien que lo quiere contratar. Otambién podría ser que los hayan pedido empresas de esas que investigan los antecedentesde futuros empleados, antes de contratarlos, para tener alguna seguridad.
 
 —Por lo que yo sé, el señor Offord es un joven encantador —me respondió la muje —, pero lleva aquí sólo una semana. —Una estancia muy breve, ¿verdad? —Así es. Han llegado de Denver, con intención de quedarse, pero a la señora Offordno le sienta bien el nivel del mar y por eso se marcha. —¿Está segura de que han venido de Denver? —Pues al menos eso es lo que me han dicho ellos —me respondió la portera. —¿Cuántos son ellos? —Sólo el marido y la mujer; son muy jóvenes. —¿Y qué impresión le han causado a usted? —pregunté para sugerirle la idea de queyo la consideraba mujer de criterio sutil. —Parece ser una joven pareja encantadora. Apenas si te enteras cuándo están en elapartamento, porque son muy tranquilos. Me da mucha pena que no puedan quedarse. —¿Salen a menudo? —De verdad no lo sé. Tienen sus propias llaves y, a menos que me los encuentre enel instante en que salen o entran, nunca los veo. —O sea que, objetivamente, usted no podría decir si algunas noches las pasan fueradel apartamento o no, ¿verdad?La mujer me miró con ojos de duda: mi pregunta iba más allá de las funciones que mehabía atribuido, pero eso ya no me parecía importante a esas alturas de la conversación. —No, no podría decirlo —me respondió, mientras sacudía la cabeza negativamente. —¿Los visita mucha gente? —No lo sé. El señor Offord no es...Se interrumpió en el momento en que un hombre, que había entrado sin hacer ruidodesde la calle, pasaba junto a mí y comenzaba a subir la escalera hacia el primer piso. —¡Dios mío! —murmuró la portera—. Espero que no me haya oído hablar de él. Esees el señor Offord.Un hombre delgado, vestido de marrón con un sombrero marrón claro: Leighton,quizá. No le vi más que la espalda y él tampoco había podido verme nada más que laespalda. Lo observé mientras sua la escalera. Si había oído a la mujer cuandomencionaba su nombre, el individuo giraría en el rellano para atisbar mi cara.Y lo hizo.Mantuve una expresión indefinida, pero lo conocía bien.Era Penny Quayle, un estafador que había estado actuando en el Este hacía cuatro ocinco años.Su cara estaba tan inexpresiva como la mía, pero él también me conoció.En el segundo piso se cerró una puerta. Dejé a la mujer y comencé a subir la escalera. —Creo que será mejor que hable con él —expliqué.Tras acercarme sigilosamente al 202 me quedé escuchando tras la puerta: ni un ruido.Pero no era ése momento para dudas. Oprimí el botón del timbre.Tan continuos como tres tecleos de una buena mecanógrafa, pero mil veces mássiniestros, sonaron tres disparos de pistola. En la puerta 202, a la altura del vientre decualquier visitante, había tres agujeros de bala.Las tres balas podrían haberse alojado en mi caparazón de grasa si, años antes, yo nohubiese aprendido a apartarme de las puertas de un apartamento habitado podesconocidos cuando llamaba a ellas sin invitación previa.Dentro del apartamento se oyó la voz de un hombre, seca, autoritaria: —¡Basta ya,chica! ¡No, por el amor de Dios!Una voz de mujer, chillona, maligna, blasfemaba.
 
Otras dos balas atravesaron la puerta. —¡Basta! ¡No! ¡No! —la voz del hombre denotaba temor en ese instante.La voz de la mujer siguió derramando iracundas maldiciones. Un forcejeo. Undisparo que no dio en la puerta.Pateé con fuerza, cerca del tirador, y la cerradura de la puerta cedió.En la habitación un hombre —Quayle— forcejeaba con una mujer. Estaba inclinadosobre ella, le tenía sujeta una muñeca e intentaba tirarla al suelo. Una pistola humeante brillaba en las manos de ella. Me acerqué de un salto y se la quité de un tirón. —¡Ya basta! —les grité después de incorporarme—. De pie, a recibir a las visitas.Quayle soltó la muñeca de su antagonista, después de lo cual ella le clavó las uñasafiladas de sus dedos por debajo de los ojos, desgarrándole la mejilla. Quayle se apartó dela mujer, gateando a cuatro patas; después ambos se pusieron de pie.El se sentó en una silla, jadeante, mientras se enjugaba la sangre de la cara con un pañuelo.La muchacha estaba de pie en el centro de la habitación, con las manos sobre lascaderas, y me miraba enfurecida. —Supongo que usted se cree que ha desatado un infierno, ¿no? —escupió casi las palabras.Me eché a reír; podía permitirme ese lujo. —Si su padre está en condiciones normales de salud mental —le aseguré—, lo hará ycon una correa, cuando usted regrese a casa. ¡Ha sido una broma muy agradable la que haelegido para gastarle! —Si usted hubiese estado amarrado a él tanto tiempo como yo, si lo hubiesenintimidado y aplastado como a mí, me figuro que usted habría hecho lo que fuera paraobtener dinero suficiente para marcharse y vivir su propia vida. No respondí una sola palabra. Al recordar algunos de los métodos que HarveyGatewood había utilizado —en especial algunos de los contratos que había obtenido entiempo de guerra y que el Departamento de Justicia investigaba aún—, estimé que lo peor que podría decirse sobre Audrey era que la chica era hija de su propio padre. —¿Cómo ha desembrollado esto? —me preguntó Quayle con tono cortés. —Por diversos indicios —le dije—. En primer lugar, una de las amigas de Audrey lavio en Market Street entre las 8.15 y las 8.45 de la noche en que ella desapareció, y sucarta a Gatewood estaba sellada en el correo a las 9 de la noche. Un trabajo demasiadorápido. Tendrían que haber esperado un rato más antes de despachar la carta. ¿Tal vez ellamisma la echó al buzón mientras venía hacia aquí?Quayle asintió.En segundo lugar —proseguí—, está su llamada telefónica. Audrey sabía que lellevaría entre 10 y 15 minutos que su padre se pusiera en su despacho. De haber logradollegar a un teléfono mientras permanecía secuestrada, el tiempo le habría sido tan preciosoque, sin duda, le habría contado su historia a la primera persona que la hubiese atendido, ala telefonista de la centralita, casi con seguridad. De modo que, al no ser así, me ha hecho pensar que además de indicar una pista falsa que nos desviara hacia Twin Peaks, quisoconmover por sí misma la obstinación de su padre."Y cuando después de la entrega del dinero ella no apareció, me dije que era apostar sobre seguro suponer que se había secuestrado a sí misma. Sabía que si ella regresaba a sucasa después de fingir el secuestro, nosotros podríamos descubrir la verdad al cabo de pocos minutos de conversación... También pensé que Audrey se figuraría lo mismo y quese mantendría bien lejos."El resto ha sido fácil, pues ya tenía buenas pistas. Supimos que con ella había unhombre en el instante en que hallamos las ropas de mujer que tú te quitaste y hasta me
 
arriesgué a presumir que no habría nadie más metido en el asunto. Luego supuse que lachica necesitaría ropa, ya que no podía haberse llevado nada de la casa sin descubrir sus propósitos, y la posibilidad de que hubiese preparado sus maletas de antemano era muyremota. Ella tiene muchas amigas que salen de compras todos los días, de modo que no podía ir a comprarse lo necesario ella misma. Por tanto, era posible que un hombre fuera acomprárselo. Y ocurrió que así había sido y que el tipo resultó ser demasiado perezoso para llevarse consigo los paquetes, o tal vez eran tantos que tuvo que pedir que se losmandaran. Y ésta es la historia.Quayle asintió nuevamente. —Ha sido un descuido de mierda —dijo, y con un gesto desdeñoso señacon el pulgar a la chica—. Pero, ¿qué quiere usted? No ha parado de moverse desde el principio:lo único que he hecho ha sido impedirle que enloqueciera y estropease el trabajo. Ahítiene la muestra: en cuanto le dije que iba usted a subir, se enfureció y quiso sumar sucadáver a todo este embrollo.El encuentro de los Gatewood se produjo en la oficina del capitán de inspectores, enel segundo piso de la Jefatura de Policía de Oakland, y fue toda una fiesta.Durante más de una hora sólo cupo echar a cara o cruz si Harvey Gatewood iba amorir de apoplejía, o estrangularía a su hija, o la enviaría al reformatorio estatal hasta quela niña llegase a la mayoría de edad. Pero Audrey superó a su padre: además de ser unaastilla del mismo viejo tronco, era suficientemente joven como para no preocuparse por las consecuencias, en tanto que su padre —a pesar de su terquedad— tenía cierta cauteladentro de sí.La carta que la joven jugó contra él fue amenazarlo con divulgar todo lo que sabíaacerca de él en los periódicos y, cuando menos, había en San Francisco un periódico quellevaba años tras Gatewood.Ignoro qué sabía ella sobre él y tampoco creo que él lo supiese con certeza; pero consus contratos de la época de guerra en proceso de investigación por el Departamento deJusticia Gatewood no podía arriesgarse a nada. Y nadie podía imaginar que la chica noharía efectiva su amenaza.De esa forma, juntos, se marcharon rumbo a su casa, transpirando odio el uno por elotro a través de cada uno de los poros de su cuerpo.Llevamos a Quayle arriba y lo encerramos en una celda. Pero era un tipo con muchaexperiencia como para preocuparse por semejante pequeñez. Sabía que nada le ocurriría ala chica y que, por tanto, a él lo hallarían inocente de cualquier cargo.Me felicité de que todo hubiese terminado. Había sido un secuestro correoso.
 
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 —Don Leopold Gantvoort no está en casa dijo el criado que me abrió la puerta—, pero está su hijo, el señorito Charles, si es que desea verle. —No. El señor Gantvoort me dijo que me recibiría hacia las nueve. Son ahora lasnueve en punto y estoy seguro de que no tardará. Le esperaré. —Como quiera el señor.Se apartó para dejarme pasar, se hizo cargo de mi abrigo y mi sombrero, me condujoa la biblioteca de Gantvoort situada en el segundo piso, y allí me dejó. Tomé una de lasrevistas que había sobre la mesa, coloqué a mi lado un cenicero, y me puse cómodo.Pasó una hora. Dejé de leer y comencé a inquietarme. Pasó otra hora... Yo estaba enascuas.Comenzaba a dar las once un reloj del piso bajo, cuando entró en la habitación un joven alto y delgado de unos veinticinco o veintiséis años de edad, piel muy blanca, yojos y cabellos oscuros. —Mi padre no ha vuelto todavía —me dijo—. Es una lástima que le haya estadoesperando usted tanto tiempo. ¿Puedo ayudarle en algo? Soy Charles Gantvoort. —No, gracias —me levandel sillón encajando la cortés despedida—. Llamarémañana. —Lo siento —murmuró, y juntos nos dirigimos hacia la puerta.En el momento en que salíamos al pasillo, un teléfono supletorio situado en un rincónde la habitación que abandonábamos comenzó a sonar con un timbrazo amortiguado. Medetuve en el umbral de la puerta mientras Charles Gantvoort se acercaba a responder.De espaldas a mí, habló en el aparato. —Sí. Sí. Sí. —de pronto, bruscamente—. ¿Qué? Sí —y, luego, con desmayo—. Sí.Muy lentamente se volvió hacia mí con el auricular aún en la mano. Tenía el rostrogrisáceo y contraído en un gesto de angustia, los ojos abiertos de par en par por lasorpresa y la boca entreabierta. —Mi padre —balbuceó—. Ha muerto. Le han matado. —¿Dónde? ¿Cómo? —No lo sé. Era la policía. Quieren que vaya inmediatamente.Se enderecon un esfuerzo, recobró su compostura y colgó el tefono. Losmúsculos de su rostro se relajaron ligeramente. —Perdone mi... —Señor Gantvoort —le interrumpí—, trabajo para la Agencia de DetectivesContinental. Su padre llamó a nuestras oficinas esta tarde y pidió que le enviaran undetective esta misma noche. Dijo que le habían amenazado de muerte. Pero teniendo encuenta que aún no me había contratado, a menos que usted quiera... —Desde luego. Está usted contratado. Si la policía no ha hallado al asesino, quieroque haga usted todo lo posible por encontrarlo. —Bien. Vamos a la Jefatura. Ninguno de los dos habló durante el camino. Gantvoort iba inclinado sobre el volantedel automóvil que lanzaba a través de las calles a una increíble velocidad. Ardía en deseosde hacerle infinidad de preguntas, pero me di cuenta de que para mantener aquellavelocidad sin estrellarnos era necesario que concentrara toda su atención en la conduccióndel automóvil. Así pues, opté por no molestarle y guardé silencio.
 
de película, incluido el sombrero negro de ala ancha, pero que no por eso deja de disfrutar detoda mi consideracn. Habíamos trabajado ya juntos en dos o tres casos, y nosllevábamos de maravilla. Nos condujo a uno de los despachos situados bajo la Sala de Juntas. Diseminadossobre el escritorio había aproximadamente una docena de objetos. —Quiero que mire estas cosas detenidamente —dijo el sargento a Gantvoort—, yelija las que pertenecieron a su padre. —Pero, ¿dónde está? —Haga esto primero —insistió O'Gar—, y luego le verá.Miré los objetos que había sobre la mesa, mientras Charles Gantvoort hacía laselección. Un joyero vacío; una agenda; tres cartas en sendos sobres abiertos dirigidos a lavíctima; varios documentos; un manojo de llaves; una pluma estilográfica; dos pañuelosde lino blanco; dos casquillos de pistola; una navaja y un lápiz de oro unidos a un relojtambién de oro por una cadena de oro y platino; dos monederos de piel negra, uno deellos nuevo y el otro muy usado; cierta cantidad de dinero en billetes y monedas; y unamáquina de escribir abollada y retorcida salpicada de amasijos de cabellos y sangre. Partede los objetos estaban manchados de sangre, y parte estaban limpios.Gantvoort seleccionó el reloj con sus aditamentos, las llaves, la agenda, los pañuelos,las cartas, los documentos y el monedero usado. —Esto era de mi padre —nos dijo—. Las otras cosas no las he visto nunca. Como nosé cuánto llevaba encima esa noche, no puedo decirles si ese dinero le pertenecía o no. —¿Está seguro de que no eran suyos el resto de estos objetos? —le preguntó O'Gar. —Creo que no, pero no estoy seguro, Whipple se lo podrá decir —se volvió hacia mí —. Es el criado que le abrió la puerta esta noche. Estaba al servicio de mi padre y él sabcon seguridad si le pertenecían o no.Uno de los policías fue a llamar a Whipple para decirle que viniera inmediatamente.Yo continué el interrogatorio. —¿Echa en falta algo que su padre llevara habitualmente? ¿Algo de valor? —Nada que yo sepa. Todo lo que cabía esperar que llevara está aquí. —¿A qué hora salió de casa esta noche? —Antes de las siete y media. Puede que a las siete. —¿Sabe adónde se dirigía? —No me lo dijo, pero supuse que iba a visitar a la señorita Dexter.Las caras de los policías se iluminaron y sus miradas se agudizaron. Supongo que lamía también. Son muchos, muchísimos, los crímenes en que no hay faldas de por medio, pero es raro el asesinato notable en que no hay complicada una mujer. —¿Quién es la señorita Dexter? —me relevó O'Gar. —Es... —dijo Charles Gantvoort dudando—. Verá, mi padre tenía una relación muycordial con ella y con su hermano. Solía visitarles, o mejor dicho visitarla, varias noches por semana. Yo sospechaba que quería casarse con ella. —¿Qué clase de persona es? —Mi padre les conoció hace seis o siete meses. Yo les he visto varias veces, pero noles conozco muy bien. La señorita Dexter, Creda de nombre, tiene unos veintitrés años ysu hermano Madden es cuatro o cinco años mayor.
 
y durante unos segundos se rascó su cabezaapepinada con expresión meditabunda.Después me miró. —¿Tiene usted alguna pregunta más? —Sí. Señor Gantvoort, ¿conoce usted a un tal Emil Bonfils? ¿Ha oído hablar de él asu padre o a cualquier otra persona? —No. —¿En alguna ocasión le dijo su padre que había recibido una carta en la cual se leamenazaba? ¿O que alguien le había disparado en la calle? —No. —¿Estuvo su padre en París en 1902? —Es muy posible. Hasta que se retiró solía ir al extranjero todos los años.Terminada la entrevista, O'Gar y yo acompañamos a Gantvoort al depósito decadáveres para que identificara el de su padre. El espectáculo que ofrecía éste no era loque se dice agradable, ni siquiera para O'Gar ni para mí, que sólo le conocíamos de vista.Yo le recordaba como un hombre bajo y enjuto, siempre elegantemente ataviado y dotadode una viveza que le hacía parecer mucho más joven de lo que era. Ahora yacía con elcráneo convertido en un amasijo de pulpa roja.Dejamos a Gantvoort en el depósito de cadáveres y nos dirigimos a pie a la Jefatura. —¿Qué secretos se trae usted sobre ese Emil Bonfils y París en 1902? —me preguntóO'Gar en el momento en que salimos a la calle. —La víctima telefoneó a la Agencia esta tarde diciendo que había recibido una cartaamenazadora de un tal Emil Bonfils, con el que ya había tenido roces en París en 1902.Afirmó que Bonfils había disparado sobre él en la calle la noche anterior y pidió que leenviaran un detective esta misma noche. Rogó que bajo circunstancia alguna se informarade esto a la policía, añadiendo que prefería que Bonfils le matara a que el asunto sehiciera público. Eso es todo lo que dijo por teléfono. Por eso estaba yo presente cuandonotificaron a Charles Gantvoort la muerte de su padre.O'Gar se detuvo en medio de la acera y dejó escapar un silbido. —Esta sí que es buena —exclamó—. Espere usted a que volvamos a la Jefatura. Leenseñaré una cosa.Whipple nos esperaba ya en la Sala de Juntas. A primera vista su rostro tenía la
 
misma expresión de máscara que cuando me había admitido pocas horas antes en la casade Russian Hill. Pero por debajo de sus modales de sirviente perfecto se le notabacrispado y tembloroso. Le llevamos a la oficina donde habíamos interrogado a CharlesGantvoort.Whipple corroboró todo lo que el hijo de la víctima nos había dicho. Estaba seguro deque ni la máquina de escribir, ni el joyero, ni los dos casquillos, ni el monedero nuevohabían pertenecido al muerto. No conseguimos hacerle confesar lo que pensaba de losDexter, pero era evidente que no les tenía ninguna simpatía. La señorita Dexter, nos dijo,había llamado tres veces aquella noche; hacia las ocho, a las nueve y a las nueve y media.En las tres ocasiones había preguntado por el señor Gantvoort, pero no había dejadoningún recado. Whipple suponía que la señorita Dexter esperaba a su amo y que al ver que no llegaba se había inquietado por su tardanza.Dijo no saber nada ni de Emil Bonfils ni de las cartas en que se amenazaba aGantvoort. La noche anterior a su muerte, éste había salido desde las ocho hasta lamedianoche. Whipple no se había fijado en él lo suficiente como para decir si a su vueltaestaba inquieto o no. Cuando salía llevaba encima, generalmente, unos cien dólares. —¿Echa usted de menos algo de lo que Gantvoort llevaba encima esta noche? —  preguntó O'Gar. —No, señor. Creo que está todo aquí. El reloj y la cadena, el dinero, la agenda, elmonedero, las llaves, los pañuelos, la pluma... Todo que yo sepa. —¿Salió Charles Gantvoort esta noche? —No, señor. El y su esposa estuvieron en casa toda la noche. —¿Está seguro?Whipple meditó un momento. —Sí, señor. Casi seguro. Puedo decirle con absoluta certeza que la señorita Gantvoortno salió. La verdad es que al señorito Charles no le vi desde las ocho aproximadamente,hasta las once, hora en que bajó con este caballero —dijo señalándome—. Pero estoy casiseguro de que no salió. Creo recordar que la señorita Gantvoort me dijo que estaba encasa.O'Gar le hizo entonces otra pregunta que en aquel momento me sorprendió. —¿Qué clase de botonadura llevaba el señor Gantvoort? —¿Se refiere usted a don Leopold? —Sí. —Era una botonadura lisa, de oro. Los botones estaban hechos de una pieza yllevaban el contraste de un joyero de Londres. —¿Los reconocería si los viera? —Sí, señor.Acabado el interrogatorio, dejamos a Whipple regresar a casa. —¿No cree —pregunté a O'Gar una vez que nos quedamos solos frente a aquelescritorio cubierto de pistas que aún no significaban absolutamente nada para mí— que eshora de que empiece a ponerme al día? —Creo que sí. Escúcheme bien. Un hombre llamado Lagerquist, dueño de una tiendade ultramarinos, atravesaba en su automóvil esta noche el parque de Golden Gate, cuando pasó junto a un coche estacionado con los faros apagados en una avenida oscura. La postura del hombre que había en el interior le parecrara, e informó de ello al primeagente de policía que encontró. —El agente halló a Gantvoort sentado al volante con la cabeza aplastada, y estecacharro continuó poniendo la mano sobre la máquina de escribir manchada de sangre— sobre el asiento de al lado. Eran las diez menos cuarto. El forense dice que le mataronmachacándole el cráneo con esta máquina de escribir. Los bolsillos del traje de la víctima
 
E. B. —L.F.G. puede ser Leopold F. Gantvoort —dije—, y E. B. puede ser Emil Bonfils.Veintiún años serían los transcurridos entre 1902 y 1923, y nueve mil kilómetros esaproximadamente la distancia que hay de París a San Francisco.Dejé la carta sobre la mesa y tomé el joyero. Era de un material negro que imitaba piel, y estaba forrado de satén blanco. Carecía de marca alguna.Después examiné los casquillos. Eran del calibre cuarenta y cinco y mostraban en laojiva una muesca en forma de cruz, viejo truco que permite que la bala se aplane como un platillo cuando llega a su destino. —¿Los encontraron en el automóvil? —Sí. Y esto también.O'Gar sacó del bolsillo de su chaleco un mechón de cabellos rubios de unos tres ocuatro centímetros de longitud. No había sido arrancado, sino cortado. —¿Algo más?La serie de hallazgos parecía interminable.Tomó el monedero nuevo que estaba sobre el escritorio, el que tanto Whipple comoCharles Gantvoort habían negado que fuera propiedad del muerto, y me lo alargó. —Esto lo hallamos en la carretera, a un metro del coche aproximadamente.Era un monedero de poco precio y no llevaba ni la marca del fabricante ni lasiniciales de su propietario. En su interior había dos billetes de diez dólares, tres recortesde periódico y una lista mecanografiada de seis nombres, encabezados por el deGantvoort, con sus respectivas direcciones.Al parecer los tres recortes procedían de las columnas de anuncios personales de tres periódicos distintos, pues el tipo de letra era diferente en los tres casos. Decían losiguiente:
F
 
B
Los nombres y direcciones que aparecían bajo el de Gantvoort en la listamecanografiada, eran:Quincy Heathcote, calle Jason 1223, Denver; B. D. Thornton, calle Hughes, 96,Dallas; Luther G. Randall, calle Columbia, 615, Portsmouth; J. H. Boyd Willis, calleHarvard, 5444, Boston; Hannah Hindmarsh, calle 79, 218, Cleveland. —¿Qué más? —pregunté después de examinar la lista.El sargento no había agotado aún las existencias. —Cuando hallamos a la víctima, los botones del cuello de la camisa habíandesaparecido, aunque tanto éste como la corbata seguían en su lugar. Faltaba también elzapato izquierdo. Hemos buscado por todas partes, pero no hemos podido hallar ni uno niotros. —¿Es eso todo?Ya estaba preparado para oír cualquier cosa. —¡No sé qué más quiere usted, demonios! —gruñó—. ¿Es que no le parece bastante? —¿Qué me dice de las huellas? —Nada. Las únicas que encontramos pertenecían al muerto. —¿Y el automóvil en que le hallaron? —Pertenece a un médico, el doctor Wallace Girargo. Llamó esta tarde a las seis parainformar de que se lo habían robado en las cercanías del cruce de la calle McAllister y lacalle Polk. Estamos investigando sus antecedentes, pero creo que es persona honrada.Los objetos que Whipple y Charles Gantvoort habían identificado como propiedad dela víctima no nos dijeron nada. Los examinamos cuidadosamente sin resultado. La agendacontenía muchos nombres y direcciones, pero nada que pareciera tener que ver con elcaso. Las cartas carecían de importancia.El número de serie de la máquina de escribir con que se cometió el crimen había sido borrado, probablemente con una lima. —¿Qué opina usted de todo esto? —me preguntó O'Gar cuando, terminada lainspección, nos arrellanamos en sendos sillones a fumar un cigarro. —Tenemos que encontrar a Emil Bonfils. —No es mala idea —gruñó—. Creo que lo mejor será que nos pongamos en contactocon las cinco personas cuyos nombres aparecen en la lista que encabeza el de Gantvoort.¿Cree que puede tratarse de una lista de futuras víctimas? ¿Estará dispuesto Bonfils amatarlos a todos? —Quizá. En cualquier caso tenemos que localizarles. Es posible que haya matado yaa alguno, pero muertos o no es evidente que tienen que ver con el asunto. Enviaré untelegrama a las sucursales de la agencia con los nombres que figuran en la lista y veré si pueden averiguar también la procedencia de los recortes de prensa.O'Gar miró su reloj y bostezó. —Son más de las cuatro. ¿Qué le parece si dejamos esto y nos vamos a dormir?Dejaré un recado al técnico del departamento para que compare el tipo de la máquina deescribir con la carta firmada E. B. y con la lista de nombres, y me diga si las escribieroncon ella. Supongo que sí, pero tenemos que asegurarnos. Tan pronto como amanezca haréque registren el parque en que hallaron a Gantvoort. Quizá puedan encontrar el zapato ylos botones desaparecidos.Mandaré también un par de hombres a recorrer todas las tiendas de máquinas deescribir de la ciudad. Veremos si pueden averiguar de dónde procede ésta.Me detuve en la oficina de telégrafos más cercana y envié unos cuantos telegramas.
 
con fecha de hacecinco días. Con el zapato iban estos botones y esta llave vieja. Como verá el tacón delzapato ha sido arrancado y no lo hemos hallado todavía. Whipple ha identificado elzapato y dos de los botones sin la menor dificultad, pero dice no haber visto nunca lallave. Los otros cuatro botones son nuevos y de los más corrientes, de oro chapado. Lallave parece que no se ha usado en mucho tiempo. ¿Qué deduce usted de todo esto?Confieso que no pude decir nada. —¿Cómo se le ocurrió al conserje entregar esto a la policía? —Los periódicos de la mañana publicaron la noticia del crimen y en ella se hacíareferencia al zapato y a los botones. —¿Qué han averiguado de la máquina de escribir? —pregunté. —Se ha comprobado que fue con ella con la que escribieron la carta y la lista denombres, pero no hemos podido descubrir su procedencia. Hemos hecho todas lasaveriguaciones necesarias con respecto a los movimientos del propietario del automóvildurante la noche de ayer y está al abrigo de toda sospecha. Lo mismo ocurre conLagerquist, el que encontró a Gantvoort. Y usted, ¿qué hizo? —Aún no he recibido respuesta a los telegramas que envié anoche. Pasé por laAgencia esta mañana antes de venir aquí y encargué a cuatro detectives que recorrierantodos los hoteles de la ciudad para ver si pueden hallar a algún Bonfils. En el listín deteléfonos figuran dos o tres familias con ese apellido. También envié un telegrama anuestra agencia en Nueva York para que revisen las listas de pasajeros llegadosrecientemente al puerto, y mandé un cable a nuestro corresponsal en París para ver qué puede averiguar allí. —Supongo que antes de nada deberíamos ver a Abernathy, el abogado de Gantvoort,y a esa tal señorita Dexter —dijo el sargento. —Estoy de acuerdo —asentí—. Vamos a tantear al abogado primero. Tal como estánlas cosas es lo más importante en este momento.Murray Abernathy, abogado de profesión, era un caballero alto y delgado que hablabacon lentitud y mostraba una acérrima adhesión a las camisas de pechera almidonada. Por exceso de lo que nosotros consideramos ética profesional, se negó a darnos toda lainformación que deseábamos. Pero le dejamos divagar a su modo y así conseguimosaveriguar algunos datos. Lo que nos dijo fue más o menos lo siguiente:Leopold Gantvoort y Creda Dexter pensaban casarse el miércoles siguiente. Tanto elhijo de él como el hermano de ella se oponían a la boda, de modo que la pareja habíadecidido contraer matrimonio secretamente en Oakland y embarcarse para Oriente lamisma tarde de la boda pensando que para cuando acabara la larga luna de miel ambasfamilias se habrían resignado a su unión.Gantvoort había redactado un nuevo testamento por el que dejaba la mitad de sufortuna a su nueva esposa y la otra mitad a su hijo y a su nuera, pero no había firmado aúnel documento y Creda Dexter lo sabía. No ignoraba tampoco, y éste fue uno de los pocos
 
 puntos en que Abernathy se mostró explícito, que de acuerdo con el testamento anterior,aún en vigor, toda la fortuna pasaba a Charles Gantvoort y a su esposa.Basándonos en alusiones y medias palabras de Abernathy, dedujimos que la fortunade Gantvoort ascendía a millón y medio de dólares, aproximadamente. El abogado afirmóignorar todo lo referente a Emil Bonfils y a las amenazas dirigidas contra su cliente. Nosabía, o no quiso decirnos, nada que viniera a arrojar un rayo de luz acerca de lanaturaleza del robo de que se acusaba a Gantvoort en la carta amenazadora.Desde la oficina de Abernathy nos dirigimos al apartamento de Creda Dexter, situadoen un lujoso edificio a pocos minutos de distancia de la casa de la víctima.Creda Dexter era una mujer menuda, de poco s de veinte os. Lo que sdestacaba en ella eran sus ojos, unos ojos grandes y profundos de color del ámbar, con pupilas que se movían incesantemente. Continuamente cambian de tamaño expandiéndoseo contrayéndose, unas veces con lentitud y otras con rapidez, pasando súbitamente deltamaño de una cabeza de alfiler a amenazar con invadir el iris ambarino.Aquellos ojos revelaban que se trataba de una mujer marcadamente felina. Todos susmovimientos eran lentos, suaves, seguros como los de una gata. Las líneas de su bonitorostro, el contorno de su boca, la nariz breve, la forma de los ojos, la hinchazón de lascejas, todo en ella era felino. Y venía a corroborar esa impresión el modo en que peinabasus cabellos, que eran sedosos y oscuros. —El señor Gantvoort y yo —dijo una vez hechas las presentacionesíbamos acasarnos pasado mañana. Su hijo y su nuera se oponían a nuestro matrimonio y lo mismomi hermano Madden. Los tres creían que había demasiada diferencia de edad entrenosotros. Para evitar roces, habíamos proyectado casarnos secretamente y pasar un año os en el extranjero. Pensábamos que para nuestro regreso habrían olvidado susobjeciones. Ese fue el motivo por el que el señor Gantvoort convenció a Madden de quefuera a Nueva York. Tenía un negocio pendiente en aquella ciudad, algo relacionado conla liquidación de sus intereses en una fundición de aceros, y lo utilizó como excusa paraenviar a mi hermano allí hasta que partiéramos en nuestro viaje de bodas. Madden viveconmigo y me habría sido imposible hacer todos los preparativos sin que hubierasospechado nada. —¿Estuvo el señor Gantvoort aquí anoche? —pregunté. —No. Le estuve esperando porque íbamos a salir. Generalmente venía andando, puesvivía sólo a unas cuantas manzanas de este edificio. Cuando vi que eran las ocho y aún nohabía llegado, llamé a su casa y Whipple me dijo que había salido hacía ya una hora.Después volví a llamar dos veces. Esta mañana telefoneé de nuevo, antes de leer el periódico, y me dijeron que...Al llegar a este punto se le quebró la voz. Esta fue la única muestra de emoción quedio durante toda la conversación. La idea que de ella nos había dado dado CharlesGantvoort y Whipple nos había llevado a esperar una exhibición de dolor mucho másteatral. Pero confieso que Creda Dexter me desilusionó. Se mostró comedida, discreta y nisiquiera trató de impresionarnos con sus lágrimas. —¿Estuvo aquí anteanoche el señor Gantvoort?Sí. Llegó un poco después de las ocho y se quedó aquí hasta las doce. No salimos. —¿Vino y regresó a su casa andando? —Sí. Creo que sí. —¿Le dijo algo acerca de que le habían amenazado de muerte? —No. Negó rotundamente con la cabeza. —¿Conoce usted a un tal Emil Bonfils? —No.
 
 —¿Le habló alguna vez de él el señor Gantvoort? —No. —¿En qué hotel se aloja su hermano en Nueva York?Las negras pupilas se dilataron abruptamente amagando con invadir hasta el blancode sus ojos. Ese fue el primer síntoma de temor que reconocí en ella. Pero excepciónhecha de aquella súbita reacción, no perdió un ápice de su compostura. —No lo sé. —¿Cuándo salió de San Francisco? —El jueves. Hace cuatro días.Salimos del apartamento de Creda Dexter y recorrimos seis o siete manzanas ensilencio, sumidos en nuestros pensamientos. Al fin O'Gar habló: —Esta señora es una gatita. A las caricias responde con un ronroneo. Pero muchocuidado porque puede sacar las garras. —¿Qué opina de la forma en que se le dilataron las pupilas cuando le pregunté acercade su hermano? —dije. —Debe significar algo, pero no qué. Convendría investigar el asunto y ver sirealmente se halla en Nueva York. Si hoy se encuentra ya allí es seguro que no pudo estar aquí anoche. Hasta el avión más rápido tarda de veintiséis a veintiocho horas en recorrer la distancia de San Francisco a Nueva York. —Lo investigaremos —afirmé—. Me parece que Creda Dexter no está muy segura deque su hermano no tenga que ver con el asunto. Es posible que Bonfils no actuara solo.Pero no creo que Creda esté complicada en el crimen. Sabía que Gantvoort no habíafirmado el testamento en que la dejaba heredera y no tendría sentido que renunciara a trescuartos de millón de dólares.Mandamos un largo telegrama a la Agencia Continental en Nueva York y nosdirigimos a mi oficina para ver si había llegado respuesta a los cables que envié la nocheanterior.Efectivamente, había llegado. Nuestros detectives no habían hallado el menor rastro de ninguna de las personascuyos nombres figuraban en la lista encabezada por el de Gantvoort.Un par de las direcciones que aparecían en ella ni siquiera existían. En dos de lascalles en cuestión no había casa alguna que correspondiera al número indicado y nunca lahabía habido.O'Gar y yo pasamos el resto de la tarde recorriendo la distancia que separaba la casade Gantvoort, en Russian Hills, del inmueble donde vivían los Dexter, interrogando atodo hombre, mujer y niño que viviera, trabajara o jugara a lo largo de los tres caminosdistintos que la víctima podía haber seguido para ir de un edificio al otro. Nadie habíaoído el disparo que hizo Bonfils la noche anterior al crimen. Nadie había reparado en nadasospechoso la noche del asesinato. Nadie había visto a Gantvoort subir a un automóvil.Fuimos a la casa de Russian Hills e interrogamos de nuevo al hijo de la víctima, a laesposa de éste y a todos los criados, sin resultado. Ninguno de ellos había echado demenos nada que pudiera pertenecer a la víctima y que fuera tan pequeño como para poder ocultarlo en un tacón. El par de zapatos que llevaba Gantvoort la noche del crimen erauno de los tres pares que le habían hecho en Nueva York dos meses antes. Pudo haber arrancado el tacón del zapato izquierdo, vaciarlo lo suficiente como para introducir en élun objeto de pequeñas dimensiones, y volverlo a clavar otra vez, aunque Whipple insistíaen que, a menos que la operación la hubiera llevado a cabo un experto, él habría reparadoen ello.Agotadas las posibilidades del interrogatorio, regresamos a la agencia. En esemomento acababan de recibir un telegrama de la oficina de Nueva York, según el cualdurante los seis meses anteriores al crimen no había llegado a ese puerto ningún Emil
 
La hoja de papel en que había descifrado el telegrama se deslizó entre mis dedos yO'Gar y yo permanecimos silenciosos, sentados uno frente al otro, mindonosdistraídamente por encima del escritorio. Afuera en el corredor se escuchaba el ruido quehacían con los cubos las mujeres de la limpieza. —Es un caso extraño —dijo finalmente O'Gar.Asentí. Lo era. —Tenemos nueve pistas —continuó—, que no nos han servido absolutamente paranada.»Número uno: la llamada que hizo la víctima a su agencia para decirles que un talBonfils, con quien ya había tenido problemas en París, le había amenazado y disparadodespués sobre él.»Número dos: la máquina de escribir con que se cometió el crimen y con la queescribieron la carta y la lista de nombres. Aún no hemos podido averiguar su procedencia.Por otro lado, ¿qué clase de arma es esa? Se diría que a Bonfils se le subió la sangre a lacabeza y golpeó a Gantvoort con la primera cosa que encontró. Pero, ¿qué hacía esamáquina de escribir en un coche robado? Y ¿por qué le habían limado la numeración?» Negué con la cabeza para dar a entender que ignoraba la respuesta y O'Gar contincon la enumeración de las pistas. —Número tres: la carta en que se amenaza a Gantvoort y que responde a lo que éstedijo por teléfono aquella misma tarde.»Número cuatro: las dos balas con la muesca en forma de cruz en la ojiva.»Número cinco: el joyero.»Número seis: el mechón de pelo rubio.»Número siete: el hecho de que desaparecieran los botones del cuello de la camisa dela víctima y uno de sus zapatos.»Número ocho: el monedero que hallamos en la carretera con los dos billetes de diezdólares, los tres recortes de periódico y la lista de nombres.»Número nueve: el hallazgo al día siguiente del zapato, los botones del cuello concuatro botones más y la llave oxidada, envuelto todo en una hoja de diario de Filadelfiacon fecha de cinco días antes.»Esta es la lista completa. La única explicación posible es que Gantvoort estafara aese tal Emil Bonfils, sea quien sea, en París en 1902, y que éste haya vuelto ahora paravengarse. Recogió anoche a Gantvoort en un automóvil robado en que, Dios sabe por quémotivo, llevaba una máquina de escribir. Tuvieron una discusión, Bonfils le golpeó con lamáquina y le registró los bolsillos sin que al parecer le robara nada. Decidió que lo que buscaba se hallaba en el zapato izquierdo de Gantvoort y se lo llevó. Lo que no tiene
 
sentido es la desaparición de los botones, ni la lista falsa, ni...» —Si lo tiene —le interrumpí incorporándome ya completamente despierto—. Esa esla décima pista, la que vamos a seguir de ahora en adelante. La lista era inventada, aexcepción del nombre y dirección de Leopold Gantvoort. De haber sido auténtica nuestrosdetectives habrían hallado al menos una de esas cinco personas, pero no encontraronrastro de ninguna de ellas. Para colmo, en dos casos los números de las calles ni existíansiquiera.»Esa lista es falsa. El asesino la puso en el monedero para despistarnos aún más,añadió los recortes de los periódicos y los veinte dólares y la dejó tirada en la carreteracerca del automóvil. Y si esto es así hay cien posibilidades contra una de que el resto delas pistas sean igualmente falsas.»Desde este momento concedo a esas nueve pistas la credibilidad de un cuento chinoy, por lo tanto, voy a actuar contrariamente a ellas. De ahora en adelante voy a buscar aun hombre que no se llame Emil Bonfils, cuyas iniciales no sean ni E. ni B. y que no sehallara en París en mil novecientos dos. Un hombre que no tenga pelo rubio, que no lleveuna pistola del calibre cuarenta y cinco, y a quien no interesen los anuncios personales enla prensa. Un hombre que no matara a Gantvoort con el fm de recuperar un objeto quellevara oculto en un zapato o en un botón del cuello de la camisa. Ese es el hombre quevoy a buscar desde ahora.»El sargento O'Gar guiñó sus ojillos verdes con gesto meditabundo y se rascó lacabeza. —Quizá no sea una locura —dijo. Puede que tenga usted razón. Supongamos que seaasí. ¿Qhacemos? Esa gatita Dexter seguro que no lo hizo, porque la muerte deGantvoort le costó tres cuartos de millón. Su hermano tampoco, porque estaba camino de Nueva York y porque además nadie quita a un tipo de en medio sólo porque se le haocurrido casarse con su hermana. ¿Charles Gantvoort? El y su mujer son los únicos quesalían beneficiados con que el viejo la palmara antes de firmar el segundo testamento. Laúnica prueba que tenemos de que Charles no saliera esa noche es su palabra. Lossirvientes no le vieron entre las ocho y las once. Usted mismo estuvo allí y no le vio hastaesa hora. Pero ambos le creemos cuando afirma que no salió, y ni usted ni yosospechamos que liquidara al viejo aunque bien pudo hacerlo. ¿Quién fue entonces? —Esa tal Creda Dexter iba a casarse con Gantvoort por su dinero, ¿no? No creeusted que estaba enamorada de él, ¿verdad? —No. Por su modo de ser y por lo que dijo, más bien creo que estaba enamorada delmillón y medio. —En eso estábamos de acuerdo —continué—. Ahora bien, la señorita Dexter no es ni por asomo una mujer fea. ¿Cree usted que Gantvoort fue el único pretendiente que hatenido en toda su vida? —¡Ya veo por dónde va! ¡Ya veo por dónde va! —exclamó O'Gar. —Usted sospecha que puede haber un jovencito que no cuente con millón y medio ya quien no le cayó muy bien el que un hombre con dinero le quitara la novia. Quién sabe... —Supongamos que dejamos a un lado todas estas pistas y exploramos esta nueva perspectiva. —De acuerdo —respondió—. Desde mañana nos dedicaremos a buscar a un hombreque se disputaba con Gantvoort la patita de la gata Dexter.Y para bien o para mal, eso es lo que hicimos. Guardamos todas aquellas preciosas pruebas en un cajón que cerramos con llave y las echamos al olvido. Hecho esto noslanzamos a la búsqueda de las amistades masculinas de Creda Dexter. Pero el asunto noresultó tan fácil como en un principio parecía.A pesar de nuestros esfuerzos por escarbar en su pasado no pudimos dar con ningún
 
hombre que pudiéramos catalogar como pretendiente. Creda y su hermano llevabanviviendo en San Francisco tres años. O'Gar y yo fuimos de apartamento en apartamentoinvestigando todo aquel período e interrogando a todos aquellos que pudieron conocerles,incluso de vista solamente. Nadie pudo mencionar a un solo hombre que mostraraespecial interés por ella, exceptuando a Gantvoort. Al parecer nadie la había visto conningún hombre a no ser éste o su hermano.Aunque esto no representó un progreso en la investigación, al menos nos convencióde que nos hallábamos sobre la pista. Durante aquellos tres años, nos dijimos, tuvo quehaber al menos un hombre en la vida de Creda Dexter además de Leopold Gantvoort. Onos equivocábamos de medio a medio, o Creda no era el tipo de mujer capaz de rechazar la atencn masculina, que, dado el modo en que la haa dotado la naturaleza,naturalmente tenía que atraer. Y si había otro hombre, el hecho de que se ocultara tanconcienzudamente venía a aumentar la posibilidad de que estuviera complicado en elasesinato. No pudimos averiguar dónde habían vivido los Dexter antes de trasladarse a SanFrancisco, pero su vida anterior no nos interesaba gran cosa. Desde luego, cabía la posibilidad de que hubiera reaparecido algún antiguo pretendiente, pero en ese casohabría sido más fácil descubrir la relación actual que la anterior.Lo que averiguamos vino a demostrar que Charles Gantvoort no se había equivocadoal catalogar a los Dexter como cazadores de fortunas. Todas sus actividades apuntaban aeso, aunque no hubiera habido nada decididamente criminal en su conducta.Volví a ver a Creda y pasé toda una tarde en su apartamento interrogándola sindescanso acerca de su vida amorosa. ¿A quién había abandonado por Gantvoort y sumillón y medio? Su respuesta fue siempre la misma: a nadie, afirmación que decidí no dar  por verdadera.La hicimos observar día y noche sin resultado. Es posible que sospechara que estaba bajo vigilancia, pero el hecho es que no salió de su apartamento, y si lo hizo, fue para losrecados más inocuos. Hicimos vigilar su apartamento aun cuando estaba fuera de casa. Nadie lo visitó. Intervinimos su teléfono y lo que oímos no nos descubrió nada.Interceptamos su correo y averiguamos que no recibía una sola carta, ni siquiera de propaganda.Mientras tanto habíamos descubierto el origen de los tres recortes de prensa halladosen la billetera; procedían de las columnas de anuncios personales de tres periódicosdistintos, uno de Nueva York, otro de Chicago y otro de Portland. Los anuncios habíanaparecido cinco, cuatro y dos días, respectivamente, antes del asesinato. Los tres periódicos se hallaban a la venta en los quioscos de prensa de San Francisco el mismo díadel crimen a disposición de cualquiera dispuesto a adquirirlos y recortar los anuncios conel fin de confundir a unos cuantos detectives.La corresponsal de la Agencia Continental en París había hallado nada menos que aseis Emil Bonfils, todos totalmente ajenos al caso, y se hallaba rastreando la pista de otrostres más.Pero a O'Gar y a no nos preocupaba ya Emil Bonfils. Esa era una pista quehabíamos dado por muerta y enterrada. Nos hallábamos dedicados en cuerpo y alma anuestra nueva tarea: la de encontrar al rival de Gantvoort.Así pasó el tiempo y así se hallaban las cosas cuando llegó el día del regreso deMadden Dexter.La agencia de Nueva York le había estado vigilando hasta que abandonó la ciudad einmediatamente nos notificó su partida. Así fue como averiguamos en qué tren llegaría aSan Francisco. Yo había decidido interrogarle antes de que viera a su hermana. El podíadecirme lo que tanto deseaba saber y quizá estuviera dispuesto a hablar si lograba verle
 
muy bien confeccionado, dejó de contemplar la estación através de una ventanilla y tendió la mano hacia el mozo.Le estudié con detenimiento mientras abría el sobre nerviosamente y leía mi tarjeta.La barbilla le tembló ligeramente, temblor que vino a subrayar la debilidad de un rostroque ni en los momentos de mayor serenidad podría expresar entereza. Calculé que tendríaentre veinticinco y treinta años de edad. Llevaba el cabello alisado y partido con raya enmedio. Tenía ojos grandes, castaños y demasiado expresivos, la nariz pequeña y bienformada, el bigote moreno y cuidado y los labios muy rojos... ya conocen el tipo. Cuandolevantó los ojos de la tarjeta me acomodé en un asiento vacío que había junto a él. —¿Es usted el señor Dexter? —Si. Supongo que quiere verme en relación con la muerte del señor Gantvoort. —Sí. Quería hablar con usted y como me hallaba en Sacramento pensé que sihacíamos el viaje de vuelta juntos podría dirigirle unas preguntas sin hacerle perder mucho tiempo. —Si hay algo en que pueda ayudarles, cuente conmigo —me dijo—. Pero ya les dijea los detectives de Nueva York todo lo que sabía y me parece que no lo consideraron nadainteresante. —La situación ha cambiado desde que salió usted de Nueva York —mientras hablabaestudié su rostro cuidadosamente—. Lo que hasta hace poco poa carecer deimportancia, puede sernos ahora de gran utilidad.Hice una pausa mientras él se humedecía los labios con la lengua rehuyendo mimirada. Quizá no sepa nada, pensé, pero lo cierto es que está muy nervioso. Le hiceesperar unos minutos mientras fingía meditar profundamente. Estaba seguro de que sihacía las cosas bien podría sacarle lo que quisiera.Para evitar que los otros pasajeros pudieran oír nuestra conversación, estábamossentados el uno junto al otro con las cabezas muy juntas, posición que resultaba muyventajosa. No hay detective que ignore que para hacer confesar a un hombre de carácter débil lo mejor es, sencillamente, acercar el rostro al suyo y hablarle en voz muy alta. Escierto que en esta ocasión no podía alzar mucho la voz, pero la vecindad de nuestrosrostros constituía suficiente ventaja. —De los hombres que conocía su hermana —me decidí a preguntarle al fm—, ¿cuál,aparte del señor Gantvoort, estaba más interesado en ella?Tragó saliva ruidosamente y miró por la ventanilla. Luego se volvió hacia mí y,finalmente, volvió a mirar por la ventanilla. —La verdad. No podría decírselo.Enfoqué el asunto de otro modo. —Pasemos revista uno por uno a todos los hombres que hayan estado interesados enella y que ella haya podido corresponder.Madden Dexter dejó de mirar por la ventanilla. —¿Cuál es el primero? —insistí.Su mirada se cruzó con la mía un segundo. En sus ojos se reflejaba una tímidadesesperación.
 
 —Le parecerá absurdo, pero yo, a pesar de ser el hermano de Creda, no podría darleel nombre de un solo hombre por el que ella se haya interesado antes de Gantvoort. Queyo sepa jamás ha querido a ningún hombre hasta que le conoció a él. Claro, cabe la posibilidad de que haya tenido algún amorío que yo ignoro, pero...Desde luego que me pareció absurdo. Aquella mujer con quien yo había hablado y aquien O'Gar había calificado de «gatita» no me parecía que pudiera pasarse mucho tiemposin tener a un hombre al lado. Ese joven atildado que tenía junto a mí mentía. No podíahaber otra explicación.Le freí implacablemente a preguntas, pero cuando al anochecer llegamos a Oakland,Madden Dexter seguía manteniendo su primera afirmación, es decir, que, a su entender,Gantvoort era el único hombre que había cortejado a su hermana. Me di cuenta de quehabía errado el tiro. Me había equivocado al juzgar a Madden Dexter un hombre débil altratar de desarmarle con demasiada rapidez, al ir directo al asunto con demasiadaurgencia. O Dexter era más fuerte de lo que le había juzgado, o su interés por encubrir alasesino de Gantvoort era mayor de lo que yo en un principio había imaginado.Pero al menos la entrevista me llevó a la conclusión de que si Dexter mentía, y de esoestaba casi seguro, era porque sabía que Gantvoort había tenido un rival y sospechaba, osabía con seguridad, que ese rival era el asesino.Cuando bajamos del tren en Oakland supe que había sido derrotado. Dexter, al menos por ahora, no iba a decirme lo que yo quería saber. A pesar de su evidente deseo delibrarse de mí, permanecí a su lado y subí con él al transbordador que hacía la travesía aSan Francisco. Queda siempre la posibilidad de que ocurra lo inesperado, y con esa ideaen la cabeza continué acribillándole a preguntas mientras el transbordador zarpaba.En aquel momento, un hombre fornido vestido con un abrigo ligero y portador de unamaleta negra se acercó a donde nos hallábamos sentados. —Hola, Madden —saludó a mi compañero al tiempo que le alargaba la mano. —Acabo de llegar y estaba tratando de recordar tu número de teléfono —dijodepositando la maleta en el suelo. Los dos hombres se estrecharon la manocalurosamente.Madden Dexter se volvió hacia mí. —Quiero presentarle al señor Smith —me dijo. Luego dio mi nombre al hombretón,y añadió—: trabaja para la Agencia de Detectives Continental aquí en San Francisco.Esta última frase, dicha evidentemente con la intención de poner a su amigo sobreaviso, constituyó para mí un toque de alerta. Por suerte el transbordador iba abarrotado, ynos rodeaban al menos unas cien personas. Respiré, sonreí amablemente y estreché lamano al recién llegado. Quienquiera que fuese ese Smith y cualquiera que fuese larelación que tuviera con el asesinato (y alguna tenía que tener o Dexter no se habría precipitado a informarle de mi identidad), era evidente que allí no podía hacerme nada.Afortunadamente estábamos rodeados de gente.Aquel fue mi segundo error del día.Smith se había metido la mano izquierda en el bolsillo del abrigo, o, mejor dicho, através de una de esas aberturas verticales por las que se puede llegar a los bolsillos de lachaqueta sin necesidad de desabrocharse. Con aquel movimiento el abrigo, que llevabadesabrochado, se abrió descubriendo el cañón de una pistola que, oculto a la vista detodos excepto a la mía, me apuntaba a la cintura. —¿Salimos a la cubierta? —más que pregunta era una orden.Dudé. No me gustaba la idea de alejarme de toda aquella gente que nos rodeaba ajenaa lo que sucedía. Pero Smith no tenía aspecto de hombre cauteloso. Más bien parecíahombre capaz de pasar por alto la presencia de un centenar de testigos.Me volví y comencé a caminar entre la gente. El avanzaba junto a mí con la mano
 
derecha posada familiarmente sobre mi hombro y sosteniendo con la izquierda la pistolaque apoyaba contra mi columna vertebral.La cubierta estaba desierta. Una niebla espesa, tan cargada de humedad como lalluvia misma —la niebla de las noches invernales de San Francisco—, flotaba sobre el barco y el agua y había empujado a todos los viajeros al interior. Ahora nos rodeabaespesa e impenetrable impidiéndonos ver siquiera la proa del barco a pesar de las lucesque brillaban sobre nuestras cabezas.Me detuve.Smith me empujó con la pistola. —Un poco más allá, donde podamos hablar —me dijo al oído.Seguí caminando hasta llegar junto a la borda.De pronto sentí en la nuca una súbita quemazón. En la oscuridad que se abría frente amí vi brillar unos puntos de luz que crecían, crecían... avanzaban rápidamente hacia mí...¡Semi-inconsciencia! Cuando desperme hallé manteniéndome a flotemecánicamente. Traté de liberarme del abrigo. La nuca me latía salvajemente. Los ojosme ardían. Me sentía pesado y ahíto como si hubiera tragado litros y litros de agua.La niebla flotaba pesadamente sobre la bahía. No se veía nada. Cuando al fin logrédeshacerme del abrigo, la cabeza se me había aclarado un poco, pero cuanto másconsciente me hallaba, mayor se hacía el dolor.A mi izquierda, entre la niebla, brilló una luz un instante y desapareció. De pronto, y procedentes de todas direcciones, comenzaron a sonar en una docena de tonos infinitassirenas que avisaban de la niebla. Dejé de nadar y me dejé llevar por la corriente tratandode averiguar dónde me hallaba.Al poco rato distinguí las ráfagas de sonido, uniformemente espaciadas, de la sirenade Alcatraz. Pero aun así no logré orientarme. El sonido emergía de la niebla carente dedirección y parecía golpearme desde lo alto.Me hallaba en algún lugar de la bahía de San Francisco. Eso era todo lo que sabía,aunque sospechaba que la corriente me empujaba hacia el puente de Golden Gate.Al cabo de un rato supe que había abandonado la ruta de los transbordadores deOakland, pues hacía tiempo que no me había cruzado con ningún barco. Eldescubrimiento me alegró. En medio de esa niebla lo más probable es que un barco mearrollara, no que me recogiera.Sentí frío y comencé a nadar lentamente de modo que la sangre me circulara, peroreservando energías suficientes para utilizarlas en caso de emergencia.Una sirena se hizo oír cada vez más cerca y al fin la nave de que procedía apareció ami vista. Uno de los transbordadores de Sausalito, pensé.Estaba ya muy cerca. Grité sin descanso hasta quedar sin aliento y destrozarme lagarganta. Pero la sirena, con un grito de alarma, ahogó mis alaridos. El transbordador  pasó y la niebla se cerró a mis espaldas.La corriente se había hecho más fuerte y mi intento de atraer la atención deltransbordador me había debilitado. Me dejé arrastrar sin ofrecer resistencia.Súbitamente otra luz apareció frente a mí, se detuvo un instante y se desvaneció en laoscuridad. Comencé a gritar agitando los brazos y las piernas desesperadamente, tratandode desplazarme hacia el lugar donde había aparecido.Pero la luz no volvió.Comenzó a invadirme el cansancio y una sensación de futilidad. El agua ya no estabafría. Me sentí arropado y cómodo en aquella especie de insensibilidad acogedora. Lassienes dejaron de latirme; no sentía absolutamente nada. De pronto comenzaron a sonar sirenas... sirenas... sirenas... delante, detrás, a derecha, a izquierda... sirenas que metorturaban, que me irritaban...
 
Si no hubiera sido por ellas, habría abandonado todo esfuerzo. Aquellas sirenasconstituían el único factor estimulante en la situación. El agua era agradable, el cansancioera agradable... Pero las sirenas me atormentaban. Desde mi impotencia, las maldije.Decidí nadar hasta donde no pudiera oírlas más, y una vez allí, en el silencio de la nieblaamiga, entregarme al sueño... De vez en cuando me adormecía, pero el lamento de lassirenas volvía a despertarme implacable. —¡Esas malditas sirenas! ¡Esas malditas sirenas! —exclamé en voz alta una y otravez.En ese momento una de ellas comenzó a sonar a mis espaldas con creciente potencia.Me volví y esperé. Ante mi vista aparecieron unas luces envueltas en el vapor de laniebla.Con exagerada cautela, evitando hacer el menor ruido, me hice a un lado. Una vezque desapareciera aquella molestia, podría dormir. Me reí tontamente al ver pasar lasluces sintiendo una absurda sensación de triunfo ante mi habilidad en eludir al barco. Esasmalditas sirenas...De pronto la vida, el ansia de vivir, volvió a invadir súbitamente mi ser.Grité al barco que pasaba y aplicando a la tarea hasta la última molécula de micuerpo, nadé hacia él. Entre brazada y brazada, levantaba la cabeza y gritaba...Cuando por segunda vez recuperé el sentido aquella noche, me hallaba tendido bocaarriba rodeado de maletas en una camioneta de las utilizadas para el transporte deequipajes que se movía lentamente. Hombres y mujeres se apiñaban alrededor delvehículo caminando junto a él y mirándome con curiosidad. Me incorporé. —¿Dónde estamos? pregunté.Un hombre uniformado de rostro arrebolado respondió a mi pregunta. —Acabamos de llegar a Sausalito. No se mueva. Le llevamos al hospital.Miré en torno mío. —¿Cuándo vuelve este barco a San Francisco? —Ahora mismo.Me bajé de la camioneta y avancé hacia la pasarela del barco. —Me voy en él —dije.Media hora más tarde, helado y tembloroso, y manteniendo a duras penas la bocacerrada para que mis dientes no entrechocaran como dados en un cubilete, subí a un taxien la terminal del transbordador y me dirigí a casa.Una vez allí me bebí un vaso de whisky, me froté el cuerpo con una toalla ásperahasta sentir escozor en la piel y, a pesar del enorme cansancio que sentía y de unindescriptible dolor de cabeza, comencé a sentirme persona otra vez.Telefoneé a O'Gar para decirle que viniera inmediatamente a mi apartamento ydespués llamé a Charles Gantvoort. —¿No ha visto aún a Madden Dexter? —le pregunté. —No, pero he hablado con él por teléfono. Me llamó en cuanto llegó. Quedamos enque mañana por la mañana nos veríamos en casa del señor Abernathy y que allí meinformará del asunto que gestionó en nombre de mi padre. —¿Puede llamarle ahora y decirle que tiene usted que salir de San Francisco mañanatemprano y que le gustaría verle en su apartamento esta misma noche? —Si usted lo desea... —Hágalo, por favor. Pasaré a buscarle dentro de un rato e iremos a verle juntos. —¿Qué es lo que...? —Se lo diré cuando le vea —le interrumpí. O'Gar llegó en el momento en queacababa de vestirme. —¿Pudo sonsacarle? —me preguntó aludiendo a mi plan de abordar a Dexter en el
 
tren para interrogarle. —Si —le dije con amargo sarcasmo—, pero por poco me olvidé de lo que me dijo.Le acribillé a preguntas desde Sacramento a Oakland y no pude sacarle ni una palabra. Enel transbordador, camino de San Francisco, me presena un tal Smith avisándole almismo tiempo de que era detective. ¡Y esto nada menos que en un barco lleno de gente!El señor Smith me arrimó el cañón de su pistola a la barriga, me hizo subir a cubierta, meatizó un culatazo en la nuca y me tiró a la bahía. —No dirá que se aburrió, ¿no? —bromeó O'Gar. Luego frunció el entrecejo—. Puedeque ese Smith sea el hombre que buscamos, el que se encargó de liquidar a Gantvoort.Pero ¿por qué tuvo que delatarse tirándole a usted por la borda? —No tengo ni idea —confemientras buscaba entre mis sombreros aquel quemenos presión ejerciera sobre mi dolorida nuca—. Dexter sabía que yo andaba buscandoun antiguo amorío de su hermana. Y por lo que se ve creyó que yo sabía más de la cuenta.De no ser así no habría cometido la torpeza de avisar a su amigo de que se las entendíacon un sabueso en mis mismas narices. —Es posible que cuando Dexter perdió la cabeza y metió la pata de esa manera,Smith se imaginara que antes o después acabaría por emprenderla con él y decidieralanzarse a eliminarme a la desesperada. Pero de todo eso nos enteraremos dentro de unmomento —dije mientras nos dirigíamos hacia el taxi que nos aguardaba y salíamos endirección a la casa de Gantvoort. —No creerá que Smith va a estar esperándole, ¿no? —me preguntó el sargento. —No. Se quedará escondido hasta que vea cómo caen las pesas. Pero Madden Dexter tendrá que dar la cara para protegerse. Tiene una coartada, lo que significa que en lo querespecta al asesinato en sí es inocente. Y si cree que yo estoy muerto, cuanto más dé lacara más seguro se encontrará. Pero estoy seguro de que aunque no haya intervenidodirectamente en el crimen, sabe perfectamente lo que ha pasado. No pude ver muy bien, pero creo que no salió a cubierta con Smith y conmigo en el transbordador. Ahora estaráen su casa y esta vez va a tener que cantar de plano.Charles Gantvoort nos esperaba en la escalinata de su casa. Subió al taxi y nosdirigimos al apartamento de Dexter. No tuvimos tiempo de responder a las preguntas queGantvoort nos dirigía sin interrupción. —¿Está en su casa esperándole? —pregunté. —Sí.Bajamos del taxi y entramos en el edificio. —Deseo ver al señor Dexter. Soy el señor Gantvoort —dijo éste al filipino que sehallaba a cargo de la centralita.El muchacho habló en el teléfono. —Suban —nos dijo.Cuando llegamos a la puerta del apartamento de los Dexter, me adelanté a Gantvoorty pulsé el timbre.Creda Dexter abrió la puerta. Sus ojos color ámbar se dilataron y su sonrisa se le helóen los labios al verme entrar decididamente en el apartamento. Atravesé rápidamente el pequeño vestíbulo y entré en la primera habitación que vi abierta e iluminada.Y allí me encontré cara a cara con Smith.Los dos nos sorprendimos, pero su asombro fue mucho más profundo que el mío. Ninguno de los dos esperaba tropezarse con el otro, pero mientras yo sabía que él estabavivo, él me suponía en el fondo de la bahía.Aprovechando su desconcierto, logré dar dos pasos hacia él antes de que entrara enmovimiento.En un abrir y cerrar de ojos echó mano a la pistola.
 
Con cada gramo de mis ochenta kilos de peso reforzados por el recuerdo de cadasegundo que había pasado en el agua y cada latido de mi nuca dolorida, le encajé underechazo en pleno rostro.Cuando quiso reaccionar fue demasiado tarde para parar el golpe.Los nudillos me crujieron con el impacto del puñetazo y mi mano quedó totalmenteinsensible.Pero Smith se derrumbó en el suelo y no se movió más.Saltando por encima de su cuerpo corrí hacia la puerta situada al otro extremo de lahabitación mientras que con la mano izquierda desenfundaba la pistola. —Dexter no puede andar muy lejos —grité por encima de mi hombro a O'Gar, queacompañado de Gantvoort y de Creda traspasaba en ese momento el umbral de la puerta por la que yo había entrado—. ¡Mucho cuidado!Recorrí precipitadamente el resto del apartamento, registrando todo minuciosamentesin ningún resultado.Luego volví junto a Creda, que, con ayuda de O'Gar y de Gantvoort, trataba de revivir a Smith.El sargento me lanzó una mirada por encima del hombro. —¿Quién cree usted que es ese payaso? —me preguntó. —Es mi amigo, el señor Smith. —Gantvoort dice que es Madden Dexter —dijo.Miré a Charles Gantvoort, que afirmó con la cabeza. —Es Madden Dexter —dijo.Durante diez minutos nos aplicamos a la tarea de revivirle. Al fin abrió los ojos.Tan pronto como se incorporó comenzamos a dirigirle preguntas y acusaciones con laesperanza de obtener una confesión antes de que se recuperara de su asombro. Pero leduró muy poco.Todo lo que pudimos sacarle fue: —Llévenme si quieren. Si tengo algo que decir, se lo diré a mi abogado y sólo a él.Creda Dexter, que se había hecho a un lado al recuperar el sentido su hermano y nosmiraba a unos pasos de distancia, se adelantó bruscamente y me cogió del brazo. —¿Qué tienen contra él? —preguntó imperiosa. —No quiero entrar en detalles —respondí—, pero puedo decirle lo siguiente.Vamos a darle la oportunidad de demostrar en un juzgado bien moderno y ventilado queno mató a Leopold Gantvoort. —Pero si estaba en Nueva York... —No es cierto. Un amigo suyo fue a Nueva York en su lugar y gestionó los negociosde Gantvoort bajo el nombre de Madden Dexter. Si éste es el auténtico Dexter lo máscerca que estuvo de Nueva York es cuando se encontró con su amigo para que leentregara los documentos que Leopold Gantvoort le había confiado. Fue entonces cuandose dio cuenta de que yo había descubierto involuntariamente su coartada, aunque en aquelmomento yo mismo ni lo sospechaba.Creda se volvió para enfrentarse con su hermano. —¿Es eso cierto? —le preguntó.El le dirigió una mirada de desprecio y continuó palpándose el lugar preciso de lamandíbula donde yo le había encajado el puñetazo. —Diré lo que tenga que decir a mi abogado —repitió. —A él se lo dirás, ¿eh? —le respondió ella gritando—. Pues yo voy a decir lo quetengo que decir ahora mismo.Se encaró conmigo de nuevo. —Madden no es mi hermano. Mi nombre es Ives. Le conocí en San Luis hace unos
 
cuatro años. Juntos fuimos de una ciudad a otra durante un año aproximadamente y alfinal vinimos a parar a San Francisco. El era un estafador... y aún lo es. Conoció al señor Gantvoort hace seis o siete meses y estaba tramando venderle un invento falso. Le trajoaquí un par de veces y, como teníamos por costumbre, me presentó diciendo que era suhermana.»Cuando Gantvoort hubo venido unas cuantas veces, Madden decidió cambiar latáctica y empujarle a una situación comprometida conmigo para poder hacerle despuéschantaje. Mi tarea consistía en seducir al viejo hasta tenerle atado tan corto que no pudieraescapar y hasta que tuviéramos algo realmente sólido con que amenazarle. Pensábamossacarle así un montón de dinero.»Durante algún tiempo todo salió a pedir de boca. Pero Gantvoort se enamoró de mí yal final me pidió que me casara con él. Aquello nos pilló de sorpresa, pues hasta entoncessólo nos proponíamos hacerle chantaje. Ante el nuevo cariz que tomaban las cosas tratéde disuadir a Madden de que llevara a cabo su plan. Admito que la fortuna del viejo tuvoalgo que ver con eso, pero también es cierto que le había tomado cariño. Era un hombremuy bueno en muchos aspectos, mejor que ninguno de los que hasta entonces habíaconocido.»Así pues, le confesé a Madden la verdad y le pedí que me permitiera casarme. Acambio le prometí pasarle una pensión, pues sabía que a Gantvoort podría sacarle todo eldinero que quisiera, y de ese modo me portaba decentemente. Al fin y al cabo él era quienme había presentado al viejo y no quería dejarle en la estacada. Estaba dispuesta a hacer  por él todo lo que pudiera.»Pero Madden no quiso ni oír hablar del asunto. A la larga habría sacado mucho másdinero con mi plan, pero estaba obsesionado con la idea de llenarse los bolsillos lo antes posible. Y para complicar aún más las cosas le dio por los celos. Una noche me pegó yaquello fue lo que me decidió. Desde ese instante me propuse librarme de él. Le dije alseñor Gantvoort que mi hermano se oponía a nuestro matrimonio y, como era evidenteque Madden había cambiado de actitud con respecto a él, me creyó. Decidió quitarle deen medio hasta que partiéramos en nuestro viaje de bodas, y con este fin arregló todo paraenviarle a Nueva York a gestionar una transacción en su nombre. Creí que había logradoengañarle. No sé cómo no me di cuenta de que adivinaría lo que nos proponíamos.Pensábamos permanecer fuera un año y creí que para nuestro regreso o me habríaolvidado o yo estaría en situación de acallarle si intentaba organizar un escándalo.»En el momento en que me enteré de la muerte del señor Gantvoort, tuve lacorazonada de que Madden era el asesino. Pero como parecía cierto que se hallaba en Nueva York a la mañana siguiente del crimen, pensé que había sido injusta en pensar malde él y en el fondo me alegré de que no tuviera nada que ver en el asunto. Pero ahora...»Bruscamente se volvió hacia el que hasta entonces había sido su compinche. —¡Ahora espero que te cuelguen, cerdo!Luego se volvió hacia mí de nuevo. No era ahora la gatita mimosa que conocíamos,sino una gata rabiosa que mostraba amenazadora las garras y los dientes bufando. —¿Qué aspecto tenía el tipo que fue a Nueva York en lugar de Madden?Le describí al hombre con el que había hablado en el tren. —Evan Felter —dijo después de meditar unos momentos—. Solían trabajar juntos.Debe haberse escondido en Los Ángeles. Apriétenle las clavijas y verán cómo canta todolo que sabe. Es un calzonazos. Lo más probable es que no supiera lo que Madden se traíaentre manos hasta que usted descubrió el pastel. —¿Qué te parece esto? —le escupió las palabras a Dexter—. ¿Qué te parece esto paraempezar? Tú me aguaste la fiesta, ¿eh? Pues ahora voy a dedicarme en cuerpo y alma aayudarles a conseguir que te cuelguen.
 
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Un sedan con los faros apagados estaba parado en el arcén, más arriba del puente dePiney Falls. Cuando lo adelanté, una chica asomó la cabeza por la ventanilla y dijo: —Por favor.Aunque su tono era apremiante, no contenía la suficiente energía como para volverlodesesperado o perentorio.Frené y puse la marcha atrás. Mientras hacía esta maniobra, un tipo se apeó delcoche. A pesar de la débil luz vi que se trataba de un joven corpulento. Señaló en ladirección que yo llevaba y dijo: —Amigo, sigue tu camino. —Por favor, ¿quieres llevarme a la ciudad? —preguntó la chica. Tuve la sensación deque intentaba abrir la portezuela del sedan. El sombrero le cubría un ojo. —Encantado —respondí.El joven que estaba en la carretera dio un paso hacia mí, repitió el ademán y ordenó: —Eh, tú, esfúmate.Bajé del coche. El hombre de la carretera echó a andar hacia mí, cuando del interior del sedan surgió una voz masculina áspera y admonitoria.. —Tranquilo, Tony, tranquilo. Es Jack Bye.La portezuela del sedan se abrió y la chica se apeó de un salto. —¡Ah! —exclamó Tony e, inseguro, arrastró los pies por la carretera. Al ver que lachica se dirigía a mi coche, gritó indignado— ¡Oye, no puedes largarte con...!La chica ya estaba en mi dos plazas, y murmuró: —Buenas noches.Tony me hizo frente, meneó testarudamente la cabeza y empezó a decir: —Que me cuelguen antes de permitir que...Lo sacudí. Fue un buen golpe porque le di duro, pero estoy convencido de que podríahaberse levantado si hubiese querido. Le concedí unos segundos y pregunté al tipo delsedan, al que seguía sin ver: —¿Te parece bien? —Tony se recuperará —respondió deprisa—. Lo cuidaré. —Muy amable de tu parte.Subí a mi coche y me senté junto a la chica. Empezaba a llover y comprendí que nome libraría de calarme hasta los huesos. En dirección a la ciudad nos adelantó un cupé enel que viajaban un hombre y una mujer. Cruzamos el puente detrás de ellos. —Has sido realmente amable —declaró la chica—. La verdad es que no corría elmenor peligro, pero fue..., fue muy desagradable. —No son peligrosos, pero pueden volverse... muy desagradables —coincidí. —¿Los conoces? —No. —Pues ellos te conocen a ti. Son Tony Forrest y Fred Barnes —no dije nada. Lachica añadió—: Te tienen miedo. —Soy un desesperado. La chica rió. —Y esta noche has sido muy amable. No me habría largado sola con ninguno,aunque pensé que con los dos... —se subió el cuello del abrigo—. Me estoy mojando.Volví a parar y busqué la cortinilla correspondiente al lado del acompañante.
 
 —De modo que te llamas Jack Bye —dijo mientras colocaba la cortinilla. —Y tú eres Helen Warner. —¿Cómo lo sabes? —se acomodó el sombrero. —Te tengo vista —terminé de colocar la cortinilla y volví a montar en mi dos plazas. —¿Sabías quién era cuando te llamé? —preguntó en cuanto volvimos a rodar por lacarretera. —Sí. —Hice mal en salir con ellos en esas condiciones. —Estás temblando. —Hace frío.Añadí que, lamentablemente, mi petaca estaba vacía.Habíamos entrado en el extremo oeste de Heilman Avenue. Según el reloj de lafachada de la joyería de la esquina de Laurel Street eran las diez y cuatro. Un policía conimpermeable negro estaba recostado contra el reloj. Yo no sabía lo suficiente sobre perfumes como para distinguir el que llevaba la chica. —Estoy aterida —declaró—. ¿Por qué no paramos en algún sitio a tomar una copa? —¿Estás segura de que es lo que quieres?Mi tono debió de desconcertarla, pues giró rápidamente la cabeza para mirarme bajola tenue luz. —Me encantaría, a menos que tengas prisa —respondió. —Voy bien de tiempo. Podemos ir a Mack’s. Sólo queda a tres o cuatro calles pero...es un local para negros.La chica rió. —Lo único que espero es que no me envenenen. —No lo harán. ¿Estás segura de que quieres ir? —No tengo la menor duda —exageró sus temblores—. Estoy helada, y es temprano.Toots Mack nos abrió la puerta. Por la amabilidad con que inclinó su cabeza negra,calva y redonda, y por el modo en que nos dio las buenas noches, supe que lamentaba queno hubiésemos ido a otro bar, pero sus sentimientos me traían sin cuidado. Dije condemasiada exaltación: —Hola, Toots. ¿Cómo te trata la noche?Sólo había unos pocos parroquianos. Ocupamos una mesa en el rincón más alejadodel piano. Súbitamente la chica clavó la mirada en mí, y sus ojos tan azules se tomaronmuy redondos. —En el coche me pareció que veías —comenté. —¿Cómo te hiciste esa cicatriz? —me interrumpió y se sentó. —¿Ésta? —me toqué la mejilla con la mano—. Fue hace un par de años, en una pelotera. Deberías ver la que tengo en el pecho. —Algún día iremos a nadar —añadió alegremente—. Siéntate de una vez y no hagasque espere más esa copa. —¿Estás segura...?Se puso a tararear y siguió el ritmo tamborileando con los dedos sobre la mesa. —Quiero una copa, quiero una copa, quiero una copa —su boca pequeña, de labiosllenos, se curvaba hacia arriba, sin ensancharse, cada vez que sonreía.Pedimos nuestros tragos. Hablamos demasiado rápido. Hicimos chistes y reímosaunque no tuvieran gracia. Hicimos preguntas —entre ellas, el nombre del perfume quellevaba— y prestamos demasiada o ninguna atención a las respuestas. Cuando creía queno lo veíamos, Toots nos miraba severamente desde detrás de la barra. Todo era bastantemalo.Tomamos otra copa y propuse:
 
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Me habían dicho que el hombre que buscaba vivía en una determinada manzana de lacalle Turk, pero no habían podido darme el número exacto de la casa que ocupaba. Así escomo ocurrió que a última hora de cierta tarde lluviosa me hallé llamando una por una atodas las puertas de la mencionada manzana y recitando la siguiente historia:«Trabajo para la firma de abogados Wellington y Berkeley. Uno de nuestros clientes,una señora de edad, cayó la semana pasada de la plataforma posterior de un tranvía y estágravemente herida. Entre los que presenciaron el accidente había un joven cuyo nombreignoramos, pero nos han dicho que vive en los alrededores.» Después describía al jovenen cuestión y preguntaba: «¿Saben ustedes de alguien que responda a la descripción?»A un lado de la calle, las respuestas fueron todas negativas. Crucé la calzada ycomencé con la acera opuesta. La primera casa: «No.» La segunda: «No.» La tercera. Lacuarta. La quinta...Llamé al timbre y no obtuve respuesta. Al rato llamé de nuevo. Había llegado a laconclusión de que estaba vacía cuando el picaporte giró lentamente y una ancianaapareció en el umbral. Era una viejecita de aspecto frágil que llevaba su labor de punto enla mano. Sus ojos, de un tono descolorido, brillaban con un amable destello tras unasgafas de montura de oro. Llevaba un delantal blanco almidonado sobre un vestido decolor negro. —Buenas tardes —me dijo amablemente—. Espero no haberle hecho esperar demasiado. Siempre atisbo por la mirilla antes de abrir la puerta. Ya sabe, temores devieja... —Siento molestar —me disculpé—, pero... —¿No quiere pasar? —No. Sólo quería hacerle unas preguntas. No la retendré mucho tiempo. —Preferiría que entrara —respondió, y continuó después afectando severidad—. Sino, hará que se me enfríe el té.Le di mi abrigo y mi sombrero húmedos de lluvia, y la seguí por un estrecho pasillohasta una habitación débilmente iluminada donde un hombre se levantó de su asiento alvernos entrar.Era un anciano corpulento cuya barba blanca caía en estrecha línea sobre un chalecotambién blanco y tan almidonado como el delantal de su pareja. —Thomas —le dijo la mujercita de aspecto frágil—, éste es el señor... —Tracy —apunté yo, echando mano del nombre que había dado a sus vecinos,aunque debo confesar que al hacerlo estuve más cerca de sonrojarme de lo que habíaestado en quince años. No era gente aquélla a la que se podía mentir fácilmente.Se apellidaban Quarre, según me dijeron, y se trataban con mucho afecto. Cada vezque ella se dirigía a su marido le llamaba Thomas, arrastrando las letras en la boca comosi saboreara el nombre. El la llamaba «cariño» con la misma frecuencia, y dos veces selevantó durante nuestra conversación para mullir los cojines en que la anciana apoyaba sufrágil espalda.Tuve que apurar una taza de té y comer varias galletas antes de conseguir queescucharan mi historia. Mientras les narraba el caso de la anciana que había caído deltranvía, la señora Quarre chasqueó la lengua compasivamente. El anciano murmuró parasu barba: «Es una lástima», y me alargó un cigarro puro.
 
Al fin terminé la historia del accidente y pasé a describir al joven. —Thomas —dijo la señora Quarre—, ¿no será ese el muchacho que vive en la casade la barandilla, el que parece siempre tan preocupado?Thomas se acarició la barba y meditó unos momentos. —Pero cariño —replicó al fin—, ese que dices, ¿no es moreno?La anciana dirigió a su esposo una mirada radiante. —Thomas es tan observador —dijo con orgullo—. M había olvidado, pero es cierto.El joven de que hablaba e moreno, así que no puede ser ése.El anciano sugirió que podía tratarse de otro que vi vía en la manzana siguiente.Discutieron la posibilidad : al fin decidieron que era demasiado alto y demasiado viejo.La señora Quarre mencionó otro nombre. Estudia ron el caso y votaron en contra. Thomassalió entonces con un nuevo candidato que fue igualmente descartado El tiempo fue pasando y cayó la noche. El anciano encendió una lámpara que proyectó un círculo de luzamarillenta sobre nosotros dejando el resto de la habitación en la penumbra. Era una saladecorada con pesados cortinajes y unos sillones voluminosos rellenos de pelo de caballode los que habían estado de moda veinticinco años atrás. Sabía que la entrevista era inútil, pero me encontraba a gusto y el puro no podía ser mejor. Ya tendría tiempo de volver aempaparme después, cuando hubiere acabado de fumar.De pronto sentí algo frío en la nuca. —¡Levántese! No me levanté; no pude. Me había quedado paralizado. Permanecí sentado y dirigí lamirada a los Quarre. A] verlos me dije que era imposible que algo frío me tocara la nuca,que era imposible que una voz áspera me ordenara que me levantara. No podía ser.La señora Quarre continuaba sentada muy derecha con la espalda apoyada en loscojines que su esposo acababa de mullirle; tras los cristales de las gafas sus ojos seguíandespidiendo un destello maternal. El anciano continuaba acariciando su barba blanca yexhalando lentamente por la nariz el humo de su
habano.Continuarían pasando revista a los jóvenes del vecindario que coincidieran con ladescripción que les había dado. Nada había ocurrido. Había sido un sueño. —¡Levántese! —el objeto frío ejercmayor presión sobre mi nuca. Me levanté—.¡Regístrale! —dijo la voz áspera a mi espalda.El anciano dejó el puro cuidadosamente sobre un cenicero, se acercó a mí y me pasólas manos por el cuerpo. Después de comprobar que estaba desarmado, me vació los bolsillos y depositó el contenido sobre el sillón que yo había ocupado. —Esto es todo —dijo al hombre que tenía a mi espalda, y volvió a su asiento. —¡Vuélvase! —me ordenó el hombre de la voz áspera. Obedecí y me encontré frentea un hombre alto y enjuto. Tendría mi edad aproximadamente, es decir, unos treinta ycinco años. Su rostro, feo y huesudo, estaba salpicado de grandes pecas pálidas. Tenía losojos de un azul acuoso y una nariz y una barbilla muy pronunciadas que destacabanabruptamente sobre su rostro. —¿Me conoce? —me preguntó. —No. —¡Miente! No le contradije; en una de sus manos pecosas empuñaba un revólver. —Pues va a conocerme muy bien antes de que termine con usted —me amenazóaquel esperpento—. Va a... —¡Hook! —la voz llegó a nosotros desde la habitación vecina, separada de la saladonde nos hallábamos por unos cortinajes que servían a modo de puerta y por don de sinduda había entrado mi asaltante—. ¡Hook, ven aquí! —era una voz femenina joven, claray musical.
 
 —¿Qué quieres? —respondió el esperpento sin volverse. —Ya ha llegado. —Está bien —se volvió a Thomas Quarre—. Encárgate de este idiota.De algún lugar intermedio entre los bigotes, la chaqueta y el chaleco almidonado, elviejo extrajo un enorme pistolón negro que manejó sin el menor atisbo de timidez. Elesperpento recogió lo que me habían sacado de los bolsillos y se lo llevó con él a lahabitación contigua.La señora Quarre me sonrió. —Siéntese, señor Tracy —me dijo.Obedecí.A través de la cortina llegó una nueva voz, una voz serena de barítono con el acentoinconfundible del inglés cultivado. «¿Qué pasa, Hook?», preguntó.La voz áspera del esperpento le respondió: «¡Algo gordo, te lo digo yo! ¡Nos handescubierto! Hace un rato salí de casa. No hago más que llegar a la esquina, y me veo enla acera de enfrente a un tipo conocido. Me lo señalaron en Filadelfia hace cinco o seisaños. No recuerdo su nombre, pero sé que es un detective de la Agencia Continental.Volví inmediatamente, llamé a Elvira y juntos le vigilamos por la ventana. Iba de casa encasa, seguramente interrogando a los vecinos. Luego cruzó la calzada y comenzó a hacer lo mismo a este lado de la calle. Al rato llamó al timbre. Dije a los viejos que le recibierany le dieran conversación para ver por dónde tiraba. Les salió con el cuento de una viejaque se había caído del tranvía. ¡Historias! Viene por nosotros. Al final entré, y lecacheamos. Iba a esperar a que volvieras, pero me dio miedo que se pusiera nervioso y selargara.»La voz del acento inglés: «No debiste dejar que te viera. Podían haberse encargado deél los otros.»Hook: «¡Qué más da! Lo más probable es que ya nos conociera a todos. Pero aunqueno fuera así, ¿qué importancia tiene?»La voz británica: «Puede tenerla, y mucha. Fue una estupidez.»Hook, indignado: «Una estupidez, ¿eh? A ti todos te parecemos estúpidos. ¿Sabesqué te digo? ¡Que te vayas al diablo! ¿Quién es el que trabaja aquí? ¿Quién es quien tesaca las castañas del fuego? ¿Dónde...?»La voz femenina: «Por lo que más quieras, Hook. No nos largues el discursito otravez. Me lo sé ya de memoria.»Un crujido de papeles, y de nuevo la voz del acento británico arrastrando las palabras:«Te diré, Hook. No te equivocaste. Es detective. Lleva una tarjeta de identidad.»La voz femenina: «¿Qué hacemos ahora? ¿Qué salida tenemos?»Hook: «No puede ser más fácil. Saltarle la tapa de los sesos.»La voz femenina: «¿Y esperar a que nos cuelguen?»Hook, resentido: «¡Como si no fueran a colgarnos igual! ¿O es que te crees que estetipo no está al tanto de lo del golpe de Los Ángeles?»La voz del acento inglés: «¡Eres un idiota, Hook! ¡No tienes remedio! Supongamosque este fulano haya venido por el asunto de Los Ángeles, lo que es muy posible, ¿y qué?Es un agente de la Continental. ¿Te crees que la Agencia no sabe dónde está? ¿Crees queignoran que venía aquí? ¿No crees que es muy probable que sepan acerca de nosotrostanto como él? Matarle sería absurdo. Sólo empeoraría las cosas. Lo mejor es atarle bien ydejarle aquí. No le echarán de menos hasta mañana por la mañana.»Interiormente bendije a aquella voz británica. Alguien estaba a mi favor, al menoshasta el punto de dejarme vivir. Durante los últimos minutos no las había tenido todasconmigo. El hecho de no poder ver a las personas que decidían si había de seguir vivohacía mi situación aún más desesperaba. Ahora, aunque no puedo decir que estuviera loco
 
de alegría, al menos me sentía algo más tranquilo. Confiaba en la voz británica; tenía eltono del hombre habituado a salirse con la suya.Hook, bufando: «Óyeme lo que te digo, amigo. A ese tío lo liquido yo. ¡Se haterminado! No pienso correr ningún riesgo. Tú dirás lo que quieras, pero yo quiero salvar el pellejo y sólo lo salvaré quitando a ese tipo de en medio. Eso es todo.»La voz femenina, con disgusto: «Hook, sé razonable.» La voz británica, serena, perofría como el hielo: «Es inútil razonar contigo, Hook. Tienes los instintos y el cerebro deun troglodita. Sólo entiendes un lenguaje y es el que voy a usar contigo. En caso de que tedé la tentación de hacer alguna tontería entre este momento y el de nuestra partida,repítete interiormente dos o tres veces: "Si él muere, yo muero". Recítalo como si setratara del Evangelio, porque es tan cierto como la Biblia.»Siguió un largo silencio cargado de una tensión tan intensa que llegué a sentir unhormigueo en el cuero cabelludo, parte de mi anatomía que no tengo particularmentesensible.Cuando al fin una voz rasgó el silencio, salté como si hubiera sonado un disparo; era,sin embargo, una voz tranquila y suave, la del acento británico, que sonaba segura de suvictoria. Respiré de nuevo. —Haremos que se vayan primero los viejos —decía—. puedes ocuparte denuestro huésped, Hook. Átale bien mientras traigo los bonos. En menos de media hora podemos irnos.Las cortinas se movieron y entró en la habitación un Hook de expresión ceñuda. Sus pecas resaltaban con un tono verdoso sobre la palidez del rostro. Me apuntó con elrevólver y se dirigió a los Quarre con tono cortante: —Quiere hablarles —la pareja se levantó y desapareció en la habitación vecina.Hook, mientras tanto, sin dejar de amenazarme con el revólver, se había acercado alas cortinas y desataba los pesados cordones de terciopelo que las sujetaban. Hecho estose me acercó por la espalda y se dispuso a amarrarme a un sillón de alto respaldo. Me atólos brazos a los brazos del sillón, las piernas a las patas y el cuerpo al respaldo y alasiento, y remató su tarea embutiéndome en la boca la esquina de un cojín demasiadorelleno. Cuando hubo terminado y mientras retrocedía para mirarme con el ceño fruncido,oí cerrarse suavemente la puerta de la calle y un ruido de pasos que iban de un lado paraotro en el piso superior. Hook dirigió la vista al techo y la mirada de sus ojillos azules yacuosos se agudizó. «Elvira», llamó en voz baja.Las cortinas se movieron como si alguien las hubiera tocado y llegó a través de ellasel sonido musical de la voz femenina. —¿Qué? —Ven aquí. —No. El no quiere que... —¡Maldita sea! —saltó Hook—. ¡Te digo que vengas!La muchacha entró en la habitación y se situó dentro del círculo de luz amarilla que proyectaba la lámpara. Tenía poco más de veinte años y era esbelta y flexible. Estaba lista para salir a la calle, excepción hecha del sombrero que llevaba en la mano. Su tez pálidadestacaba bajo una masa de cabellos cortos del color del fuego. Sus ojos, demasiadoapartados uno del otro para inspirar confianza, aunque no lo bastante para disminuir unápice su belleza, me miraban traviesos, y su boca roja reía abiertamente mostrando unosdientes de puntas afiladas como los de un felino. Era tan bella como Lucifer y dos vecesmás peligrosa.Soltó una carcajada al ver el espectáculo: un hombre regordete liado como un fardoen cordones de terciopelo rojo y con un cojín de color verde embutido en la boca. Luegose volvió hacia el esperpento. «¿Qué quieres?»
 
color humo de la muchacha perdieron su alegría y adquirieron una expresióncalculadora. —Tiene cien mil dólares de los cuales un tercio es mío. No creerás que voy arenunciar a ello, ¿no? —Claro que no. Supongamos que nos hacemos con los cien mil. —¿Cómo? —Eso déjalo en mis manos. Si lo consigo, ¿te vienes conmigo? Sabes que te trataré bien.La sonrisa de la muchacha estaba llena de desprecio, pero a él pareció gustarle. —Eso no lo dudo —le contestó—. Pero, escucha Hook, no podremos salirnos con lanuestra a no ser que le liquides. Le conozco y no estoy dispuesta a largarme con nadasuyo a menos que esté segura de que no va a poder venir después a buscarlo.Hook se humedeció los labios y paseó la mirada en torno suyo sin ver nada de lo quele rodeaba. Era evidente que no le atraía la idea de meterse en líos con el del acento británico, pero el deseo que sentía por la muchacha era más poderoso que su miedo. —Lo haré —estalló—. Le mataré. ¿Lo dices de veras, nena? Si le mato, ¿te vendrásconmigo?Ella le tendió una mano. —Te lo prometo —le dijo. Y él la creyó.Su feo rostro se iluminó de pronto con un destello de suprema felicidad. Respiró afondo y enderezó los hombros. En su caso yo la habría creído también. Todos hemoscaído en trampas semejantes en un momento u otro de nuestras vidas, pero en la situaciónen que me encontraba, atado a un sillón detrás de las candilejas, vi con claridad que elesperpento habría corrido menos peligro jugando con un bidón de nitroglicerina que conaquella muñeca. Esa mujer era un peligro público. No sabía el pobre Hook lo que se levenía encima. —Este es el plan... —comenzó a decir y se detuvo con la lengua paralizada. En lahabitación vecina se habían oído pasos.Al momento la voz con deje británico se oyó tras las cortinas. La exasperación hacíamás pronunciado su acento. —¡Esto es demasiado! No puedo dejaros solos un segundo sin que echéis todo a perder. ¿Te has vuelto loca, Elvira? ¿Tenías que salir a que te viera el detective?Por un segundo, los ojos color humo brillaron de temor. Cuando éste se desvaneció lamuchacha habló: —No te pongas amarillo de miedo. Tu precioso cuello va a sobrevivir igual sin tantas preocupaciones.Las cortinas se abrieron y yo me volví lo más que pude para mirar por primera vez alhombre gracias al cual yo seguía vivo. Era un tipo bajo y gordinflón vestido para salir a lacalle, con el abrigo y el sombrero puestos. En una mano llevaba un maletín de color marrón.Cuando se adentró en el círculo de luz vi que era chino, un chino vestido de modoinmaculado con ropas tan británicas como su acento. —No es cuestión de color —respondió y sólo entonces advertí el sarcasmo de las palabras de la muchacha—. Es sencillamente cuestión de prudencia.Su rostro era una máscara redonda y amarilla y su voz seguía teniendo la frialdad deantes, pero me di cuenta de que la muchacha le tenía cautivado tanto como al esperpentoo no hubiera dejado que una simple ironía le atrajera al salón. Aun así dudé que aquel
 
oriental europeizante fuera tan fácil de manejar como Hook. —No había necesidad —continel chinode que este hombre nos viera —por  primera vez me miró con unos ojos pequeños y opacos que parecían dos semillas negras —. Es posible que no nos conociera a ninguno, ni siquiera por descripciones. Mostrarnosa él es una completa estupidez. —Vete al diablo, Tai —explotó Hook—. Deja ya de dar la lata, ¿quieres? ¿Qué másdará? Le liquido y con eso terminamos la cuestión.El chino dejó el maletín en el suelo y movió la cabeza de un lado a otro. —Si te atreves a matarle —dijo con su modo característico de arrastrar las palabras —, no va a parar ahí la cosa. Entiendes lo que quiero decir, ¿verdad Hook?Hook lo entendió. Tragó saliva con dificultad, como evidenció el movimiento de lanuez de su garganta, mientras yo, tras el cojín que me amordazaba, di gracias otra vezdesde el fondo de mi corazón al hombrecillo amarillo.En aquel momento, la diablesa de cabellos rojos tuvo que meter baza. —No te preocupes. Hook habla mucho y no hace nada.Hook se puso como la grana al recordar su promesa de liquidar al chino. Tragó salivade nuevo y paseó la mirada alrededor como buscando un lugar donde ocultarse. Pero lamuchacha le tenía bien amarrado; su influjo era más fuerte que la cobardía del hombre.Súbitamente Hook se acercó al chino y mirándole desde la posición ventajosa que le proporcionaba su elevada estatura, le dijo: —Tai, te ha llegado la hora. Estoy hasta las narices de tus humos. Te has creído queeres el rey aquí. Voy a...Las palabras le fallaron y su voz se diluyó en el silencio.Tai le miraba con sus ojos negros, tan duros e inhumanos como trozos de carbón. Loslabios le temblaron y comenzó a titubear.Dejé de sudar. El chino había ganado otra vez. Pero me había olvidado de la diablesa,que en aquel momento soltó una carcajada burlona que debió herir como un puñal alesperpento.Un bramido surgió de lo más hondo de su pecho y un enorme puño cerrado fue a dar en el rostro impávido y amarillo de Tai.La fuerza del puñetazo arrojó a éste al otro extremo de la habitación, pero mientrasatravesaba el cuarto como un proyectil, pudo arreglárselas para volverse hacia Hook conuna pistola en la mano. Aún no habían tocado sus pies en el suelo y ya había comenzado ahablar con aquella voz cultivada que le caracterizaba. —Luego —dijo— ajustaremos cuentas. Ahora suelta esa pistola y no muevas un solomúsculo hasta que yo me levante.Hook, que aún no había terminado de sacar el revólver del bolsillo cuando el chinocomenzó a apuntarle, arrojó el arma al suelo y permaneció en pie inmóvil y rígidomientras su rival se levantaba. Respiraba ruidosamente y sus pecas se destacaban nítidas,una por una, sobre la palidez espectral de su rostro.Miré a la muchacha. En la mirada que dirigía a Hook había desprecio, pero nodesilusión.De pronto hice un descubrimiento:
 
revistas que había visto sobre la mesa. La chica había avivado el conflicto entre sus doscompinches para distraer su atención mientras hacía el cambio. ¿Dónde podía hacer escondido el botín? No lo sabía, pero sospechaba que abultaba demasiado para poder llevarlo encima.Junto a la mesa había un sofá cubierto con una amplia funda de color rojo quecolgaba hasta rozar el suelo. Mis ojos fueron del sofá a la muchacha. Ella interceptó mimirada y por un segundo sus ojos brillaron con un destello de regocijo. Los habíaocultado en el sofá.Mientras tanto el chino se había metido en el bolsillo el revólver de Hook y decía aéste: —Si no fuera porque aborrezco la sangre y porque pienso que quizá puedas sernosútil a Elvira y a mí durante nuestra huida, en este momento me liberaría del obstáculo querepresenta tu estupidez. Te daré otra oportunidad. Pero te recomiendo que lo pienses dosveces antes de entregarte a otro de tus impulsos violentos —se volvió hacia la muchacha —. ¿Has estado metiéndole ideas absurdas en la cabeza?Ella rió: —Nadie puede meterle ideas en la cabeza. Ni absurdas ni de ninguna clase. —Quizá tengas razón —respondió y se acercó a examinar las ligaduras que meinmovilizaban los brazos y el cuerpo.Las halló satisfactorias, recogió su maletín del suelo y sacó del bolsillo el revólver que le había quitado minutos antes al esperpento. —Aquí está tu revólver, Hook. Ahora razonable. Creo que podemos irnos. Losviejos se fueron y deben andar ya camino de esa ciudad que no vamos a mencionar aquídelante de nuestro amigo. Allí esperarán a que les llevemos la parte que les corresponde. No necesito decir que tienen espera para rato. Pero entre nosotros tres no debe habetraiciones. Si queremos salir de ésta con vida, tenemos que ayudarnos.Habría sido de gran efecto teatral que antes de abandonar la casa me hubieran largadoun discursito sarcástico, pero no lo hicieron. Pasaron ante mí sin dirigirme siquiera unamirada de despedida y desaparecieron en la oscuridad del vestíbulo.De pronto el chino volvió a la habitación de puntillas con un cuchillo en una mano yuna pistola en la otra. ¿Era este el hombre a quien había agradecido interiormente elsalvarme la vida? Se inclinó hacía mí. Con la mano en que empuñaba el cuchillo hizo unrápido movimiento a mi derecha, y el cordón que aprisionaba uno de mis brazos aflojó su presión. Respiré y mi corazón comenzó a latir de nuevo. —Hook volverá —murmuró Tai. Luego desapareció. Sobre la alfombra, a un metroaproximadamente de distancia, había un revólver.La puerta de la calle se cerró y durante unos momentos permanecí solo en la casa.Pueden creerme si les digo que aquellos pocos minutos los pasé tratando de liberarmede las ligaduras de terciopelo rojo que me tenían prisionero. Tai había cortado el cordónsólo en un lugar, dejándome una cierta capacidad de movimientos, pero muy lejos deconsiderarme libre. Las palabras que había murmurado a mi oído, «Hook volverá», eranel aliciente que necesitaba para aplica toda mi fuerza a luchar contra aquellos cordones.Ahora comprendía por qué el chino había insistido tanto en salvarme la vida.
 
aquella pistola antes de que el esperpento volviera.En el momento en que se abrió la puerta de la calle, acababa de liberar mi brazoderecho y sacaba el cojín de la boca. El resto de mi cuerpo seguía atado al sillón, aunquecon las ligaduras flojas. Me tire de bruces al suelo, parando la caída con el brazo que teníalibre. La alfombra era gruesa. Caí sobre ella contorsionado y con el sillón a la espalda, pero con la mano derecha logré empuñar la pistola. El débil resplandor que bañaba lahabitación me permitió ver al hombre que entró precipitadamente en el salón y arrancó desu mano un destello metálico.Disparé.Se llevó las dos manos al vientre, se dobló sobre sí mismo y cayó sobre la alfombra.Aquel asunto estaba resuelto, pero sabía que era lo el comienzo. Acabé dedesatarme tratando de imaginar lo que pasaría luego. La muchacha había escondido los bonos bajo el sofá, de eso no me cabía la menor duda. Seguramente había planeado volvea por ellos, pero ahora que el esperpento se le había adelantado se vería obligada a alterar sus proyectos. Lo más probable es que le dijera al chino que Hook había sido el autor dela sustitución.¿Qué pasaría entonces? Sólo cabía una respuesta: Tai volvería a buscar los bonos.Los dos volverían. El chino sabía que yo estaba armado, pero tratándose de como setrataba de cien mil dólares, estaba seguro de que no dudaría en correr el riesgo.De una patada me liberé de la última de mis ligaduras y me arrastré después hasta elsofá. Allí estaban los bonos: cuatro gruesos fajos sujetos por anchas bandas de goma. Melos puse bajo el brazo y me acerqué al hombre que agonizaba junto a la puerta. Mediooculta bajo una de sus piernas estaba su pistola. La cogí, salté sobre el cuerpo, y salí de lahabitación. En la oscuridad del vestíbulo me detuve a considerar la situación.La muchacha y el chino se separarían para cortarme la salida. Uno entraría por la puerta principal y el otro por la trasera. Ese era el modo más seguro de hacerse conmigo.Mi jugada consistía, evidentemente, en esperarles escondido junto a una de las puertas.Abandonar la casa sería una locura. Eso era probablemente lo que ellos esperaban quehiciera y, en consecuencia, me habrían tendido una emboscada.Decididamente esperaría oculto sin perder de vista la puerta principal. Uno de los dostendría que entrar por ella una vez que se cansaran de esperarme fuera.La luz de la calle se filtraba por el cristal de la puerta que iluminaba débilmente partedel vestíbulo. La escalera que conducía al piso superior proyectaba un triángulo desombra lo bastante oscuro como para servir de escondite. Me agazapé en aquel pedazotriangular de noche y esperé. Tenía dos armas: el revólver que me había dado el chino y la pistola que le había quitado a Hook. Había gastado sólo una bala, lo que significaba queme quedaban once más —a menos que alguien hubiera disparado desde que las cargaron por última vez. Decidí examinar el cargador del revólver que Tai me había dejado. Pasélos dedos por el cilindro Tai había pensado en todo; me había dejado una sola bala la quehabía utilizado para liquidar a Hook.Deje el revólver en el suelo y examiné el cargador de la pistola del esperpento. Estabavacío. El chino no había dejado nada en manos del destino. Antes de devolverle el arma aHook, había vaciado el cargador.Mi situación era desesperada. Me hallaba solo y desarmado en una casa extrañadonde pronto dos personas me acosarían. El hecho de que una de ellas fuera mujer no metranquilizaba en lo más mínimo. Confieso que no era a ella a quien menos temía. Por unmomento cruzó por mi mente el pensamiento de escapar de allí. La idea de hallarme denuevo en la calle me atraía, pero la rechacé. Habría sido una locura y de las buenas. Enaquel momento recordé los bonos que llevaba bajo el brazo. Ellos habrían de ser el armacon que podría defenderme, pero sólo si tenía buen cuidado de ocultarlos.
 
Salí del triángulo de sombra y subí las escaleras. Gracias al resplandor que llegaba dela calle, en las habitaciones superiores se veía lo suficiente como para poder moverme por ellas sin necesidad de dar la luz. Recorrí el piso entero una y otra vez, buscando lugar apropiado para ocultar los bonos. De pronto una ventana vibró bajo el impulso de unacorriente creada al abrirse en algún lugar de la casa una de las puertas que daban alexterior. Y yo aún tenía los bonos en la mano.La solución que me quedaba era arrojarlos por una ventana y tocar madera. Cogí laalmohada de una cama, saqué la funda de un tirón y metí en ella los bonos. Después measomé a una ventana abierta y hundí la mirada en la noche, buscando un lugar apropiadodonde arrojar el botín. Tenía que evitar que los bonos armaran un escándalo al caer.Al fin hallé el lugar ideal. La ventana daba a un patio estrecho. Al extremo opuesto deéste se elevaba una casa igual a aquella en que me encontraba. Era de idéntica altura y eltejado plano de cinc que la remataba terminaba en un ligero declive. Estaba lo bastante próximo como para poder arrojar a él sin dificultad la funda de almohada con los bonos.La lancé. Desapareció por el declive y la oí aterrizar suavemente al borde del tejado.Hecho esto di todas las luces de la habitación, encendí un cigarrillo (a todos nos gustahacer un poco de teatro de vez en cuando) y me senté en la cama a esperar mi captura.Podía jugar al ratón y al gato con mis perseguidores por toda la casa y cabía la posibilidadde que les atrapara, pero lo más probable es que me encajaran un balazo. Y no me gustaque me encajen balazos.La muchacha fue quien me encontró.Avanzó deslizándose por el pasillo con un revólver en cada mano, dudó por uninstante a la puerta de la habitación y entró después súbitamente. Al verme tranquilamentesentado sobre la cama me dirigió una mirada de censura, como si estuviera haciendo algomalo. Mi deber, supongo, consistía en haberle dado motivo para disparar. —Ya le tengo, Tai —exclamó. El chino entró en la habitación. —¿Qué hizo Hook con los bonos? —me preguntó a bocajarro.Miré con expresión burlona su rostro amarillo y jugué mi baza. —¿Por qué no le pregunta a la chica?Su cara permaneció impasible, pero su cuerpecillo seboso se tensó bajo el inmaculadotraje inglés. Aquello me animó a llevar adelante la mentira que habría de servirme parasembrar la discordia. —¿Es que no sospechaba —pregunté— que estaban conchabados para liquidarle? —¡Maldito mentiroso! —gritó la muchacha, dando un paso hacia mí.Tai la detuvo con gesto imperioso. Le lanzó una larga mirada de sus ojos negros yopacos, y mientras la miraba la sangre desapareció del rostro de la muchacha. Ella le teníacompletamente dominado, de eso no cabía la menor duda, pero Tai no era tampoco un juguete inofensivo. —Así que eso es lo que pasó, ¿eh? —dijo lentamente sin dirigirse a ninguno en particular. Y añadió enfrentándose conmigo—: ¿Dónde pusieron los bonos?La muchacha se acercó a él y las palabras surgieron a borbotones de su boca: —Dios es testigo de que lo que voy a decirte es verdad, Tai. Yo fui quien cambió los bonos. Hook no tuvo nada que ver. Yo pensaba engañaros a los dos. Los escondí bajo elsofá de la sala, pero han desaparecido. Te juro que digo la verdad.Tai estaba deseoso de creerla y por añadidura había en sus palabras un deje desinceridad.Sospeché que estando como estaba enamorado de ella, estaría más dispuesto a perdonarle el intento de huir con los bonos que el plan de escapar con Hook, así que meapresuré a atizar el fuego. —Parte de eso es verdad —continué—. Ella fue quien escondió los bonos bajo el
 
sofá, pero lo hizo de acuerdo con Hook. Lo tramaron todo entre los dos mientras ustedestaba arriba. Acordaron que él discutiría con usted y que durante la discusión ellaescondería el botín. Y eso es exactamente lo que hizo.¡Ya era mío! Cuando la muchacha se volvió salvajemente hacia mí, él le hundió elcañón de su revólver entre las costillas, enmudeciendo con ello la sarta de insultos que la boca femenina me dirigía. —Dame tus pistolas, Elvira —exigió. —¿Dónde están los bonos ahora? —me preguntó. Esbocé una sonrisa. —No somos aliados, Tai. Somos enemigos. —No me gusta la violencia —dijo lentamente—, y además creo que es usted una persona razonable. Lleguemos a un acuerdo, amigo mío. —Usted tiene la palabra. ¡Hable! —respondí. —Encantado. Como base de la negociación estipularemos que usted ha ocultado los bonos en un lugar donde nadie podrá encontrarlos y que yo, por mi parte, le tengo a ustedcompletamente en mi poder, como solía decirse en los folletines. —Hasta ahora de acuerdo —admití—. Continúe. —Estamos en tablas. Ni usted ni yo jugamos con ventaja. Como detective que es,usted desea capturar nos, pero somos nosotros los que le hemos capturado usted. Comoladrones que somos, queremos los bonos pero los bonos los tiene usted. Le ofrezco a lachica cambio de ellos y creo que es una oferta razonable. Yo tendré los bonos y laoportunidad de escapar. Usted tendrá un éxito parcial como detective. Ha matado a Hook y habrá capturado a la muchacha. Sólo le quedará encontrarme a mí y a los bonos, lo queno constituye, ni mucho menos, una tarea imposible. Si acepta convertirá su derrota enuna victoria a medias con la posibilidad de convertirla en una victoria total. —¿Cómo sé que me dará a la muchacha?Se encogió de hombros. —Naturalmente no puedo ofrecerle garantías. Pero ya se imaginará usted que una vezenterado de que pensaba abandonarme por el cerdo que yace ahí abajo, no puedo abrigar hacia ella sentimientos muy favorables Por otra parte, si la llevo conmigo tendré que darlela mitad del botín.Estudié mentalmente la proposición. —Yo lo veo de esta manera —respondí al fin—. Usted no es un asesino nato. Ocurralo que ocurra yo saldré de ésta con vida. ¿Por qué he de ceder entonces? Me será másfácil encontrarles a usted y a la muchacha que a los bonos, que, por otra parte, son los másimportantes del caso. Me quedo con ellos y acepto el riesgo de encontrarles a ustedes o nomás adelante. Prefiero jugar sobre seguro. —Tiene razón, no soy un asesino —dijo suavemente esbozando la primera sonrisaque había visto en sus labios, una sonrisa que no era precisamente agradable; había algoen ella que le hacía a uno estremecerse—. Aunque soy otras cosas que quizá no se lehayan ocurrido siquiera. Pero esta conversación carece de propósito. ¡Elvira!La muchacha se acercó obediente. —En uno de los cajones de la cómoda encontrarás sábanas —le dijo—. Rompe unade ellas en tiras lo suficientemente fuertes como para atar a nuestro amigo.La muchacha se dirigió a la cómoda mientras yo me devanaba los sesos tratando dehallar una respuesta no demasiado desagradable a la cuestión que me planteabamentalmente. La primera posibilidad que me vino a la mente no fue del todo halagüeña:tortura.De pronto, un ligero susurro nos inmovilizó a todos.La habitación en que nos hallábamos tenía dos puertas; una que daba al pasillo y otraque se abría al dormitorio vecino. El sonido procedía de la primera. Era un rumor de
 
arrastrar de pies.Rápidamente, sin hacer el menor ruido, Tai se colocó en un lugar desde el quedominaba la puerta del pasillo sin perdernos de vista ni a la muchacha ni a mí. El revólver se agitó como un ser viviente en su mano regordeta, lo que constituyó aviso suficiente para que ambos guardáramos silencio.De nuevo se oyó rumor de pasos en el pasillo. El revólver pareció aletear en la manode Tai con impaciencia. En el umbral de la puerta, la que daba al dormitorio vecino,apareció la señora Quarre con un enorme pistolón en la mano listo para disparar. —¡Suelta el revólver, pagano del demonio! —gritó.Tai, de muy buen acuerdo, soltó el arma y levantó las manos lo más alto que pudoantes de volverse hacia ella.En aquel momento Thomas Quarre entraba por la otra puerta. Empuñaba una pistolatan grande como la de su mujer, aunque en su mano, dada su corpulencia, parecía demenor tamaño que aquélla. Miré a la anciana y me costó trabajo reconocer en ella a lafrágil viejecita que horas antes me había servido una taza de té mientras pasaba revista alos vecinos. Esta que tenía ante mí era una bruja de la peor especie. Sus ojos descoloridos brillaban con ferocidad, sus labios marchitos se tensaban en una mueca lupina y sucuerpecillo enjuto temblaba de odio. —Lo sabía —dijo con voz estridente—. Se lo dije a Tom tan pronto como noshallamos lo suficientemente lejos como para detenernos a pensar. Sabía que querías jugárnosla. Sabía que este supuesto detective era compinche vuestro. Sabía que era todoun plan para birlamos a Thomas y a mí la parte de los bonos que nos correspondía. Perovoy a darte una lección, macaco amarillo. ¿Dónde están los bonos? ¿Dónde están?El chino había recuperado su seguridad, si es que alguna vez la había perdido. —Quizá nuestro robusto amigo quiera decírselo —dijo—. Estaba a punto de extraerlela información cuando hicieron esa entrada tan teatral. —Thomas, por lo que más quieras, no te quedes ahí parado —espela vieja a sumarido, que aún conservaba la apariencia del ancianito amable que me había obsequiadocon un puro—. Ata bien a ese chino. No me fío un pelo de él y no me quedaré tranquilahasta que le tengamos bien sujeto.Me levanté de la cama y me escurrí cautelosamente hacia un lugar que quedara fuerade la línea de fuego si lo que esperaba que ocurriera llegara a ocurrir.Habían obligado a Tai a soltar su revólver, pero no le habían registrado. Los chinosson gente meticulosa; el que lleva revólver, generalmente lleva dos o tres. Si trataban deatarle sin registrarle previamente, lo más seguro es que hubiera fuegos artificiales. Por esodecidí hacerme a un lado.El gordo de Thomas Quarre se acercó flemáticamente al chino para obedecer la ordende su mujer... y no pudo hacerlo con peor fortuna. Sin darse cuenta, interpuso sucorpulenta humanidad entre el chino y la pistola de la anciana.Las manos de Tai se movieron. Apareció una pistola automática en cada una de ellasUna vez más, Tai se mostró fiel a su raza. Cuando un chino dispara, lo hace hastavaciar el cargador. Aun cuando le rodeé la garganta con el brazo y le arrojé contra elsuelo, continuó disparando y no paró hasta que al aprisionarle el brazo con mi rodilladisparó la última bala. Decidí no correr ningún riesgo y le oprimí la garganta hasta quesus ojos y su lengua me dijeron que, por el momento, había perdido contacto con larealidad. Luego miré alrededor.Thomas Quarre yacía junto a la cama, muerto, con tres agujeros perfectamenteredondos en la pechera de su blanco chaleco almidonado.Al otro extremo de la habitación, la señora Quarre estaba tendida en el suelo bocaarriba con las ropas perfectamente ordenadas en torno a su cuerpecillo frágil. La muerte la
 
había devuelto el gesto afable que tenía cuando la vi por primera vez.Elvira la pelirroja había desaparecido.En aquel momento Tai se revolvió. Le saqué del bolsillo otro revólver más y le ayudéa sentarse en el suelo. Se pasó una mano regordeta sobre la garganta magullada y despuésmiró fríamente en torno suyo. —¿Dónde está Elvira? —preguntó. —Escapó, por el momento.Se encogió de hombros. —No se quejará del éxito de la operación. Los Quarre y Hook muertos. Los bonos yyo, en sus manos. —No me quejo —admití—, pero ¿podría hacerme un favor? —Si puedo... —¿Quiere decirme a qué viene todo esto? —¿Cómo que a qué viene? —Lo que oye. De lo que ustedes han dicho deduzco que robaron en Los Ángeles bonos por valor de cien mil dólares, pero no puedo recordar que se haya llevado a cabo unrobo de tal calibre en los últimos días. —¡Es increíble! —dijo con la mayor expresión de asombro de que él era capaz—.¡Increíble! ¡Pero usted lo sabía todo! —No sabía nada. Iba buscando a un muchacho llamado Fischer que se escapó de sucasa en un rapto de furia hace una o dos semanas. Su padre me encargó que averiguaradónde vivía para poder ir a verle y tratar de convencerle de que regresara a casa. Alguienme dijo que podría hallar al muchacho en esta manzana de la calle Turk y por eso vineaquí. No me creyó. Nunca llegó a creerme. Fue a la horca seguro de que le había mentido.Cuando salí a la calle otra vez (¡y qué hermosa me pareció la calle Turk después delas horas pasadas en aquella casa!), compré un periódico que me informó de lo que queríasaber. Un muchacho de veinte años, empleado de una firma de agentes de Bolsa de LosÁngeles, había desaparecido dos días antes cuando se dirigía a un banco llevando un fajode bonos. Esa misma noche el muchacho y la chica pelirroja se habían inscrito en un hotelde Fresno, dando los hombre de
 
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El sonido de un timbre me despertó. Me hice a un lado de la cama y cogí el teléfono.La clara voz del viejo —el gerente de la Agencia Detectivesca Continental de SanFrancisco— llego a mis oídos. —Siento molestarle, pero tendrá que ir a Glenton Apartments en Leaven WorthStreet. Un hombre que vive allí, llamado Burke Pangburn, me ha telefoneado hace unosminutos pidiéndome que le enviara en seguida a alguien. Parecía bastante excitado.¿Querrá usted encargarse del asunto? Vaya a ver qué quiere.Dije que iría y, bostezando, desperezándome, y maldiciendo a Pangburn —quienquiera que fuese— me saqué el pijama y vestí mi gordo cuerpo con un traje.El hombre que había interrumpido mi sueño, esa mañana de domingo —lo supecuando llegué a Glenton—, era una persona de unos veinticinco años, delgado, de cara pálida y grandes ojos de color castaño enrojecidos por la falta de sueño o por el llanto, o por ambas cosas a la vez. Su largo cabello de color castaño lo tenía desarreglado cuandome recibió, y vestía una bata de color malva con notas verdes encima del pijama de seda.El cuarto en el que me introdujo me pareció el local de un subastador antes decomenzar la subasta, o tal vez uno de esos salones de té estrechos y abigarrados. Grandes jarrones azules, curvados jarrones rojos, larguiruchos jarrones amarillos, jarrones devarias formas y colores; figurillas de mármol, figurillas de marfil, figurillas hechas detodo material; linternas, lámparas y candelabros; tapicerías, colgaduras y tapetes de todasclases; infinidad de muebles todos ellos curiosamente diseñados; cuadros raros colgadosaquí y allí en lugares inesperados. Un cuarto en el que difícilmente se podía estar a gusto.* * * —¡Mi prometida! —comenzó a decir inmediatamente en voz alta, con cierto tono dehisteria—, ¡Ha desaparecido! ¡Algo le ha ocurrido! ¡Le han gastado alguna mala jugada!¡Quiero que la encuentre, que la salve de este peligro que... Le presté atención un rato y,luego, me desentendí. De su boca salía un revoltijo de palabras —desapariciónfantasmal... algo misterioso... cogida en una trampa—, tan inconexas que no podía sacar nada de ellas. Hice un esfuerzo por entenderle y esperé a que terminara su ininteligible jerga. He escuchado a hombres razonables decir, en un momento de excitación, cosas másabsurdas que las que decía ese joven, pero su vestimenta —su bata y su pijama de coloreschillones, y el ambiente de la casa— ese cuarto amueblado de tan extraña manera —ledaba un aspecto más teatral, haciendo que sus palabras pareciesen completamenteirreales. El mismo, en estado normal, debía ser un mozo de agradable aspecto. Susfacciones eran correctas, y aunque su boca y mandíbula tenían un aire de inseguridad, suancha frente era hermosa. Pero allí, de pie, escuchándole esas melodramáticas frases quede vez en cuando captaba del revoltijo de palabras que me dijera, pensé que había perdidotemporalmente el juicio, y se dejaba llevar de su dolor.De repente dejó de hablar y me tendió sus largas y finas manos en un gesto desúplica, diciendo una y otra vez: —¿La encontrará usted? ¿La encontrará? ¿La encontrará?Afirmé ligeramente con la cabeza, y advertí que las lágrimas corrían por sus mejillas. —Empecemos por el principio —sugerí, sentándome con cuidado en una silla talladaque no parecía muy segura.
 
 —¡Sí! ¡Sí!Estaba de pie, frente a mí, pasándose nerviosamente los dedos por el cabello. —El principio. Recibía todos los días carta de ella basta... —Ese no es el principio —objeté—, ¿quién es ella? ¿Cómo es? —¡Es Jeanne Delano! —exclamó sorprendido de mi ignorancia—, y es mi prometida.Ahora se ha ido, y sé que...Las frases «víctima de una mala jugada», «cogida en una tramp, ettera,comenzaron a surgir de nuevo histéricamente. Por fin conseguí apaciguarlo y, aunqueinterrumpiéndose de tanto en tanto con estallidos de desesperación, me contó una historiaque es como sigue:Este Burke Pangbrun era poeta. Aproximadamente dos meses antes había recibidouna carta de una tal Jeanne Delano —remitida por su editor— en la que elogiaba suúltimo libro de versos. Jeanne Delano vivía también en San Francisco, pero ella no sabíaque el poeta habitaba en la misma ciudad. Burke le contestó, y recibió una nueva carta.Poco después de recibir esta última se conocieron. Si verdaderamente la muchacha era tanhermosa como el poeta decía, no se le podía criticar que estuviera enamorado de ella.Pero lo fuera o no, lo cierto es que Burke se había enamorado perdidamente.Esta Delano vivía en San Francisco desde hacía poco tiempo, y cuando el poeta laconoció ocupaba un piso sola en Ashbury Avenue. No sabía de dónde procedía lamuchacha, ni conocía nada de su vida anterior. Sospechaba, por ciertas vagas sugerenciasy peculiaridades de su conducta que no le supo explicar, que había algo en la muchachano muy claro, que ni su pasado ni su presente se hallaban exentos de dificultades. Pero notenía la menor idea de qué clase de dificultades podían ser. No se había preocupado enaveriguarlo. No sabía de ella absolutamente nada, excepto que era hermosa, que la quería,y que había prometido casarse con ella. Entonces, el día tres de ese mes —exactamenteveintiún as antes de esa mañana de domingo— la muchacha se había idorepentinamente de San Francisco. Un recadero le entregó una nota de ella.Esta nota, que me la enseñó después de insistir mucho en que me interesaba verla,decía:
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Envió un telegrama y laCompañía Telegráfica le informó que su Oficina de Baltimore no había encontrado aninguna Jeanne Delano en la dirección de North Stricker Street.Esperó durante tres días, creyendo que recibiría alguna noticia de la muchacha, yesperó en vano. Entonces sacó un billete para Baltimore. —Pero —concluyó el joven—, tuve miedo de ir. Sé que está en una situación difícil —estoy seguro de ello— pero yo sólo soy un necio poeta. No hacer frente a estassituaciones. O no encontraría nada, o si por casualidad hallara algo, no haría más quecomplicar las cosas, y tal vez expondría su vida a peligros más serios de los que leamenazan ahora. No puedo ir a ciegas, sin saber si la ayudo o la perjudico. Es una tarea propia para un experto en esta clase de asuntos. Por eso pensé en su agencia. Usted secuidará del caso, ¿no es verdad? Puede ser que ella no quiera, ayuda. Si es así usted puedeayudarle sin que se entere. Usted está acostumbrado a ese trabajo. Usted puede hacerlo,¿no es cierto que puede?Antes de contestar lo pensé detenidamente. Las dos clases de personas más temibles para una reputada agencia detectivesca son aquellas que traen entre manos un asuntocriminal o un divorcio, y lo presentan como una operación legítima, y aquellas otras,irresponsables, que van detrás de una cosa falsa.El poeta, sentado ahora frente a mí y retorciéndose nerviosamente sus blancos ylargos dedos, me pareció sincero, pero no estaba seguro de su cordura. —Señor Pangburn —dije después de un rato— me gustaría ocuparme de este asunto, pero no si podré hacerlo. La Agencia Continental es muy rígida, y aunque estoyconvencido de la sinceridad de sus palabras, no olvide que soy un empleado que me deboa mi agencia, y tengo que seguir las instrucciones señaladas. Ahora bien, si usted fueraavalado por alguna firma o persona de crédito —por ejemplo un abogado conocido ocualquier empresa legalmente responsable— tendríamos mucho gusto en tomar su asuntoen nuestras manos. De lo contrario, me temo que... —¡Pero yo sé que ella está en peligro! —estalló—. Lo sé. Y no puedo estar aireandosus asuntos, y diciéndole a todo el mundo que me prometió casarse conmigo. —Lo siento, pero no puedo encargarme del caso a no ser que me dé el aval que le pido.Me levanté. —Naturalmente usted encontrará muchas agencias de detectives que no son tanespeciales como la nuestra.Su cara se contrajo en un mohín infantil, y apretó su labio inferior entre sus dientes.Por un momento creí que iba a echarse a llorar. Pero en lugar de hacerlo, dijo lentamente: —Me parece que tiene usted razón. Le voy a dar un nombre, el de mi cuñado, RoyAxford. ¿Bastará con su palabra?
 
 —Sí.Roy Axford —R. F. Axford— era propietario de varias minas y tenía parte en lamitad de las más importantes empresas de la costa del Pacífico. Su palabra era garantíasuficiente para cualquiera. —Si se pone ahora en contacto con él —dije— y concerta una entrevista entre sucuñado y yo para hoy mismo, podré empezar mi trabajo en seguida.Pangbum cruzó el cuarto y extrajo un teléfono de entre una pila de objetos diversos.Uno o dos minutos después hablaba con una persona a quien llamó Rita. —¿Está Roy en casa?... ¿Volverá esta tarde?... No... Dale un recado de mi parte... dileque irá a verle esta tarde un caballero para hablarle de un asunto personal mío, y que leagradeceré que haga lo que le solicito... Sí... Ya lo sabrás, Rita... no es cosa para contarla por teléfono... sí, graciasColocó el teléfono en el lugar de donde lo había sacado, y se volvió hacia mí. —Mi cuñado estará en su casa a las dos. Dígale lo que le he contado, y si lo vevacilante, niegúele que venga a verme. Tendrá que explicarle todo; él no sabe nada de laseñorita Delano, —De acuerdo. Antes de irme me gustaría que me hiciera una descripción de su prometida. —¡Es hermosa! ¡La mujer más hermosa del mundo!Hubiera sido cómico dar ese dato en una circular destinada a recompensar a quienencontrara a la joven. —Eso no es exactamente lo que quiero saber —le dije— ¿qué edad tiene? —Veintidós años. —¿Estatura? —Cinco pies y ocho pulgadas, o quizá nueve. —¿Es delgada, gruesa, o de peso normal? —Es más bien delgada, pero...Había cierto entusiasmo en su voz que me hizo temer un nuevo discurso ensalzandolas excelencias de la joven; así es que le interrumpí, haciéndole otra pregunta. —¿De qué color tiene el cabello? —Castaño, pero tan oscuro que es casi negro. Y tiene un cabello suave, abundante y... —Sí, sí. ¿Cuál es el color de sus ojos? —¿Se ha fijado usted en los matices de la plata pulida cuando...?Anoté
 
quedaron arrestos para mover negativamente la cabeza. —¿Tiene alguna fotografía de ella? —Sí, se la voy a enseñar.Se puso de pie y, cruzando el abigarrado cuarto, desapareció por una puerta decortinas. Inmediatamente regresó con una gran fotografía encuadrada en un marcoesculpido en marfil. Era una de esas fotografías artísticas, llena de sombras y perfiles borrosos que no servía para identificar a la persona retratada. La muchacha parecía bastante bonita, pero no podía fiarme ya que el propósito de un fotógrafo artístico es, precisamente, hacer resaltar la belleza y ocultar los defectos del cliente. —¿No tiene más fotografías que ésta? —No. —Tendrá que prestármela. Se la devolveré tan pronto como saque unas copias. —¡No! ¡No! —protestó contra la idea de entregar la fotografía de su amada a ungrupo de detectives. —Tendrá que prestarme también un par de cartas o algún escrito de la muchacha — dijo. —¿Para qué? —Para sacar copias fotostáticas. Las pruebas caligráficas son de gran utilidad, permiten a uno repasar los registros de entrada en los hoteles y, por comparación, obtener algún resultado.Tuvimos otra batalla, pero al final conseguí que me entregara tres cartas y dos hojasde papel, escritas con la letra angulosa de la muchacha. —¿Tenía mucho dinero su prometida? —le pregunté después de tener bien seguras enmi bolsillo la fotografía y las muestras caligráficas. —No lo sé. No es esa una cosa en la que me haya interesado. No era pobre. Es decir,no tenía que hacer economías, pero no tengo la menor idea de a cuánto ascendían susingresos o de dónde procedían. Tenía una cuenta en la Golden Gate Trust Company, peronaturalmente no sé la cantidad. —¿Muchos amigos aquí? —Esa es otra cosa que tampoco puedo contestar. Creo que conocía algunos aquí, perono sé quiénes eran. Mire usted, cuando estábamos juntos no hablábamos más que denosotros. No nos interesaba nada más. Sencillamente estábamos... —¿No tiene usted idea de dónde procedía o quién era ella? —No. Eso me daba igual. Era Jeanne Delano, y eso me bastaba. —¿Tuvieron intereses financieros en común? Es decir, ¿hubo alguna transacciónmonetaria o de valores en la que ustedes estuvieran interesados? Naturalmente lo que yo quería decir era si ella le pidió dinero prestado, o si le habíavendido algo, o sacado dinero de alguna otra manera.Se levantó de un salto, y su cara empalideció. Luego volvio a sentarse de nuevo,hundiéndose en el asiento, y se sonrojó. —Perdóneme —dijo con torpeza— usted no la conocía y comprendo perfectamenteque mire el asunto desde todos los puntos de vista posibles. No, no hubo nada de lo queusted ha dicho. Me parece que va a perder el tiempo si basa su actuación en la idea de queella era una aventurera. ¡No hay nada de eso! Era una muchacha con un grave problema,un problema que la obligó a marchar a Baltimore de repente, alejándose de mí ¿Dinero?¿Qué tiene que ver el dinero con esto? ¡La quiero!* * *R. F. Axford me recibió en su residencia de Russian Hill en un cuarto que tenía lastrazas de ser un despacho. Era un hombre rubio, de cuarenta y ocho o cuarenta y nueve
 
años, de cuerpo atlético, grueso y sanguíneo, y de maneras que mostraban una plenaconfianza en sí mismo, confianza que al parecer no era injustificada. —¿Qué le pasa ahora a Burke? —preguntó con aire divertido después de decirlequien era. Tenía una agradable voz de bajo. No le conté todos los detalles. —Estaba prometido con una tal Jeanne Delano, y esta señorita salió hacia el Estehace tres semanas, y luego desapareció de repente. Su cuñado sabe muy poco de ella, creeque le ha sucedido algo y desea que la encontremos. —¿Otra vez? —dijo guiñando sus ojos azules— ¡de manera que esta vez se llamaJeanne!, que yo sepa es la quinta en un año, y estoy seguro que mientras estuve en Hawaidebió tener una o dos más. ¿Pero qué estoy diciendo? —Le pedí el aval de una persona responsable. Creo que es un nombre normal, perono es, en sentido estricto una persona responsable. Me envió a usted. —Está usted en lo cierto al decir que, en sentido estricto no es una personaresponsable.Se quedó pensativo por un momento. Luego, dijo: —¿Cree usted realmente que le ha ocurrido algo a la muchacha? ¿O se trata de cosasimaginadas por Burke? —No lo sé. Al principio creí que era solo imaginación, pero en un par de cartas deella hay indicios de que algo no marcha bien. —En ese caso empiece sus investigaciones para encontrarla —dijo Axford—.Supongo que no se hará ningún mal con devolverle la muchacha. Al menos tendrá algo enqué pensar durante algún tiempo. —¿Entonces me da usted su palabra, señor Axford, de que no habrá escándalo ninada por el estilo relacionado con el asunto? —Se lo aseguro. Burke es una persona normal. Lo único que le pasa es que estámalcriado. Toda su vida ha estado delicado de salud. Como tiene una renta que le permitevivir modestamente, puede publicar libros de versos y comprar chucherías para adornar su piso Se lo toma demasiado en serio —pesa en él su condición de poeta—, pero en elfondo es bueno. —Me encargaré, pues, del caso —dije, levantándome—, A propósito, la muchachatiene una cuenta corriente en la Golden Gate Trust Company, y me gustaría averiguar todo lo que fuera sobre dicha cuenta, especialmente de dónde procede ese dinero.Clement, el cajero, es un modelo de discreción cuando se trata de sacarle informes sobrelos depositarios. Si usted me diera una carta de recomendación para él, me facilitaríanotablemente mi trabajo. —Con mucho gusto.Escribió un par de líneas en una tarjeta, me la entregó, y tras prometerle que levisitaría si necesitaba posterior ayuda, me despedí.Telefoneé a Pangburn para decirle que su cuñado había dado su aprobación. Envié untelegrama a la sucursal de nuestra agencia en Baltimore, dando la información queconocía. Luego fui a la casa en que había vivido la muchacha, en Ashbury Avenue.La administradora, una inmensa señora llamada Clute, vestida de negro, sabía de la joven tan poco como Pangburn. La chica había vivido allí durante dos meses y medio; devez en cuando había recibido algunas visitas, pero Pangburn fue el único visitante que mesupo describir la administradora. Dejó el piso el día tres de ese mes, diciendo que lahabían llamado del Este, y rogó a la administradora que le guardara las cartas querecibiese hasta que le enviara su nueva dirección. Diez días después la señora Cluterecibió una tarjeta de la muchacha en la que le pedía que remitiese sus cartas a 215 NorthStricker Street, Baltimore, Maryland. Sin embargo no llegó ninguna carta a su destino.
 
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K. Clute el día quince del pasado mes; uno en metálico de tres mil dólares el día veinte, yotro de la misma clase y de cien dólares el día veinticinco. Al parecer estos dos últimoscheques fueron depositados en metálico aquí por ella. El día tres de este mes cerró sucuenta con un cheque de veintiún mil quinientos quince dólares. —¿Y ese cheque? —Fue depositado en metálico por la señorita Delano. Encendí un cigarrillo ycomencé a darle vueltas en mi cabeza a esas cifras. Ninguna de ellas, a excepción de lasfirmadas por Pangburn y Axford, me eran de utilidad. El cheque de Clute —el único queextendió a nombre de otra persona— había ido destinado con toda seguridad a pagar elalquiler del piso. —Entonces las entradas y salidas se realizaron así —resumí en voz alta—: El día unode este mes Pangburn depositó un cheque contra la cuenta corriente de Axfrod por valor de veinte mil dólares. Al día siguiente entregó un cheque por esa cantidad a la señoritaDelano, quien lo depositó. Un día después ella cerró su cuenta sacando entre veintiún mily veintidós mil dólares en metálico. —Exactamente —dijo el cajero.Antes de ir a Glenton Apartments para preguntarle a Pangburn por qué me habíaocultado el asunto de los veinte mil dólares, me dejé caer en la agencia para ver si sehabían recibido noticias de Baltimore. Uno de los empleados acababa de descifrar untelegrama. Decía:Equipaje llegó Mt. Royal Station día ocho. Retirado mismo día. Imposible seguir  pista. 215 North Stricker Street es Asilo Huérfanos Baltimore. Muchacha desconocidaallí. Continuamos esfuerzos para encontrarla.El Viejo llegó en el momento en que me iba. Volví sobre mis pasos y nos metimos ensu oficina a charlar durante un par de minutos. —¿Vio a Pangburn? —me preguntó. —Sí. Me he encargado del asunto, pero creo que esto es un cuento. —¿De qué se trata? —Pangburn es cuñado de R. F. Axford. Hace dos meses conoció a una muchacha, yse enamoró de ella. La chica finge trabajar. No sabe nada de ella. El día uno de este messacó veinte mil dólares de la cuenta de su cuñado y los puso a nombre de la joven. Lachica desapareció diciéndole que le habían llamado de Baltimore, y le dio una direcciónque ha resultado ser un Asilo de Huérfanos. Envió sus baúles a Baltimore, y le escribió aPangburn varias cartas desde allí. Pero un amigo pudo haberse cuidado del equipaje yremitir sus cartas en nombre de ella. Naturalmente la joven hubiera necesitado un billete para facturar los baúles, pero ese es un gasto muy pequeño si se tienen veinte mil dólares.Pangburn me ocultó varias cosas. No me dijo ni una palabra sobre el dinero. Supongo queno habló porque está avergonzado de dejarse engañar con tanta facilidad. Ahora voy aaclarar el asunto con él.El Viejo sonrió con su acostumbrada dulzura, y me fui.Estuve llamando durante diez minutos en casa de Pangburn sin obtener respuesta. Elchico del ascensor me dijo que creía que Pangburn no había pasado la noche en casa. Ledejé una nota en su buzón y me encaminé a las oficinas de la compañía ferroviaria, donde pedí que me notificasen si alguien reclamaba el dinero de un billete Baltimore —SanFrancisco no utilizado.Una vez hecho eso, me fui a la oficina del
 
muchacha estaba bastante distanciado de la línea de tranvía, y pensé que uno de esos díaslluviosos ella habría salido o recibido alguna visita en casa. En ambos casos era muy probable que la joven o su visitante hubieran cogido un taxi, en lugar de ir andando bajola lluvia hasta la parada del tranvía. Los registros que las compañías de taxis hacíandiariamente me indicarían las llamadas solicitadas desde la residencia de la joven y ellugar adonde fueron llevados los pasajeros.Lo mejor hubiera sido, naturalmente, encontrar en los registros indicación de todaslas veces que la muchacha cogió un taxi, pero ninguna compañía de taxis carga sobre sítan enorme tarea, a no ser que se trate de una cuestión de vida o muerte. Ya resultaba bastante difícil para persuadirles de que me dieran la información deseada en loscuatro días que había elegido.Volví al domicilio de Pangburn después de dejar la última oficina de taxis, pero nohabía llegado aún. Llamé por teléfono a la residencia de Axford, pensando que tal vez el poeta había pasado allí la noche, pero me respondieron negativamente.Esta misma tarde, me entregaron las copias fotográficas de las cartas y del retrato dela joven. Coloqué una copia de cada cosa en un sobre, y los envié por correo a Baltimore.Entonces fue cuando me dirigí a las tres compañías de taxis y redacté varios informes.Dos de ellos carecían de interés. El tercero señalaba dos llamadas desde el piso de lamuchacha.Una tarde lluviosa pidieron un taxi, que llevó un pasajero a Glentond Apartaments.Ese pasajero, sin duda alguna, era la joven o Pangburn. Una noche, a las doce y media,hicieron otra llamada, y esta vez el pasajero descendió en Marquis Hotel.El taxista que realizó este último servicio lo recordaba confusamente, según me dijocuando se lo pregunté, pero le parecía que el pasajero había sido un hombre. No quiseocuparme más del asunto por entonces; el Marquis no es uno de los más grandes hotelesde San Francisco, pero sí lo suficiente para hacer casi imposible la búsqueda de unhuésped.Pasé el resto de la tarde intentando encontrar a Pangburn, sin que me acompañara lasuerte. A las once telefonee a Axford, y le pregunté si sabía donde podría encontrar a sucuñado. —Hace varios días que no lo he visto —dijo el millonario—. Creíamos que vendría acenar anoche, pero no vino. Mi esposa intentó ponerse en contacto con él. Le ha llamadohoy un par de veces, y sin resultado alguno.Al día siguiente antes de saltar de la cama, llamé al piso de Pangburn. Nadie contestó.Telefonee después a Axford, y concertamos una entrevista a las diez en su despacho. —No sé- dónde puede parar ahora —dijo Axford afablemente después que lecomuniqué que, al parecer, Pangburn faltaba de su piso desde el domingo— y creo que vaa ser difícil saberlo. Burke es un ser errante.
 
mes? —No. —Entonces —sugerí—, quizá lo mejor que podemos hacer es llegarnos hasta laGolden Gate Trust Company.Diez minutos más tarde estábamos en él despacho de Clement. —Quisiera ver mis cheques cancelados —dijo Axford al cajero.El joven rubio de impecable peinado los trajo en seguida —un grueso paquete— yAxford los repasó rápidamente hasta que encontró el que buscaba. Lo miró con detencióndurante largo rato, y cuando levantó la vista para mirarme, movió la cabeza pausadamente pero con decisión —Nunca he visto este cheque antes de ahora.Clement se pasaba un pañuelo blanco por la cabeza, y procuraba no aparentar quetemblaba de curiosidad y miedo pensando que habían estafado al Banco.El millonario dio vuelta el cheque y miró el respaldo. —Depositado por Burke el día uno —dijo con el tono de uno que habla de una cosa yestá pensando en otra completamente distinta. —¿Podríamos hablar con el empleado que acepel cheque de veinte mil dólaresdepositado por la señorita Delano? —pregunté a Clement. —Apretó uno de los botones de su mesa, y al poco tiempo entró un hombre calvo, decara pálida. —¿Recuerda haber aceptado hace unas semanas un cheque de veinte mil dólaresdepositado por la señorita Jeanne Delano? —le pregunté. —¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Lo recuerdo perfectamente! —¿Qué recuerda usted de ello? —Le diré, señor. La señorita Delano vino a mi ventanilla en compañía del señor Burke Pangburn. Entregaron el cheque del señor Pangburn. Pensé que era una grancantidad para sacar, pero el tenedor de libros me dijo que en la cuenta corriente del señor Pangburn había suficiente dinero para cubrirlo. La señorita Delano y el señor Pangburnestuvieron charlando y riendo mientras ingresé el dinero en la cuenta de ella, y luego sefueron. Eso fue todo. —Este cheque —dijo lentamente Axford después que el empleado volvió a suventanilla—, está falsificado. Pero naturalmente lo daré por válido. Y con esto, señor Clement, doy por finalizada la cuestión, y no quiero que se le de más vueltas al asunto. —Ciertamente, señor Axford. Ciertamente.Clement quedó aliviado del peso que para él suponía cargar con una cantidad aldescubierto de veinte mil dólares. Se deshizo en sonrisas e inclinaciones de cabeza.Axford y yo dejamos el Banco y nos metimos en su coche descapotable en el quehabíamos venido desde su despacho. Pero Axford no puso inmediatamente el coche enmarcha. Se quedó sentado, quieto, mirando durante un rato con fijeza el tráfico deMontgomery Street. —Quiero que encuentre a Burke —me dijo, y en su voz no se adivinaba la menoemoción—. Quiero que le encuentre sin promover el menor escándalo. Si mi esposasupiera todo esto... no debe saber nada. Cree que su hermano es una persona única en elmundo. Quiero que le busque por encargo mío y sin que nadie lo sepa. La muchacha hadejado de importarme, aunque supongo que en donde encuentre a uno encontrará a la otra. No me interesa el dinero perdido, y no deseo que usted de ningún paso para recuperarlo;me temo que difícilmente se pudiera hacer nada sin levantar una enorme publicidad.Quiero que encuentre a Burke antes de que haga alguna otra cosa por el estilo. —Si desea evitar una publicidad escandalosa —dije—, el mejor medio es adelantarsea la publicidad. Quiero decir que, a mi entender, debíamos anunciar a la Prensa la
 
desaparición de su cuñado, enviar fotografías suyas a los periódicos, etc., etc. La publicarán como una noticia sensacional. Es su cuñado y además es un poeta. Podemosdecir que está enfermo —usted me dijo que durante toda su vida ha tenido una saluddelicada—, y que tememos que lo hayan asesinado y abandonado en algún lugar, o bienque está bajo determinado trastorno mental. No hay necesidad de mencionar el dinero nila muchacha, y con esas indicaciones la gente no sospechala verdad, sconcretamente su esposa, cuando el hecho de su desaparición se haga público.Al principio no le gustó la idea, pero al fin le convencí. Nos dirigimos al piso de Pangburn y nos permitieron entrar después que Axford dijoque teníamos una cita con él y que íbamos a esperarle en su piso. Registré palmo a palmolas habitaciones buscando en todos los agujeros y recovecos; leí todos los manuscritosque encontré, incluso los de carácter literario, pero no hallé nada que arrojara alguna luzsobre su desaparición.Me ayudé con varias fotografías, metiéndome en el bolsillo cinco de la docena o másque había en el piso. Axford no creía que las maletas y baúles del poeta hubierandesaparecido de la leonera. No encontré su libro de cheques de la Golden Gate TrustCompany.Pasé el resto del día llenando de anuncios los periódicos, los cuales dieron a mi excliente una gran publicidad; primeras páginas llenas de fotografías suyas y con todos losdatos que habíamos podido darles. La persona que en San Francisco no se enterase queBurke Pangburn, cuñado de R. F. Axford y autor de "Mancha de Arena y otros versos",había desaparecido, es que o no sabía leer o no leía los periódicos.Estos anuncios dieron resultados. A la mañana siguiente llegaron cartas de todas partes. Centenares de personas habían visto al desaparecido poeta en centenares dolugares. Sólo unas pocas de estas cartas parecían prometedoras —o al menos con ciertotono de veracidad— pero la mayoría eran a todas luces ridículas.Regresé a la Agencia después de examinar una de las cartas que parecía interesante, yencontré una nota de Axford rogándome que fuera a verle. —¿Puede pasar ahora por mi despacho? —me preguntó por teléfono.Axford estaba con un joven de veinte o veintiún años cuando entré en su despacho;un joven estrecho de pecho, bien trajeado, de esa clase de empleados con aspectodeportivo. —Este es el señor Fall, uno de mis empleados —me dijo Axford— dice que vio aBurke la noche del domingo. —¿Dónde? —pregunté a Fall. —Entraba en un parador, cerca de Halfmoon Bay. —¿Está usted seguro de que era él? —Completamente. Le conozco bien porque le he visto con bastante frecuencia en eldespacho del señor Axford. Estoy seguro de que era él. —¿Cómo fue que lo vio usted? —Yo iba un poco más lejos, a la playa, con varios amigos, y nos detuvimos en el parador para córner algo. Cuando nos marchábamos llegó un coche del que salieron elseñor Pangburn y una señorita o señora —no me fijé bien en ella— y entraron en el parador. No le concedí importancia hasta que anoche vi en el periódico que se desconocíael paradero del señor Pangburn desde la noche del domingo. Entonces pensé que... —¿Qué parador es ese? —le interrumpí. —Él White Shack. —¿Sobre qué hora le vio? —Creo que fue entre las once y media y las doce de la noche. —¿Le vio él a usted?
 
 —No. —¿Estaba ya dentro del coche cuando él salió del suyo? —Sí. —¿Cómo era la mujer? —No lo sé. No le vi la cara y no recuerdo cómo iba vestida. Ni siquiera sé si era altao pequeña.Eso fue todo lo que nos dijo Fall. Le dijimos que podía retirarse, y usé el teléfono deAxford para llamar a casa de Healey “Wop”, en Nortt Beach y decir que cuando llegara“Porky” Grout le dijeran que llamara a “Jack”. Era eso un arreglo concertado entre Porkyy yo para las ocasiones en que lo necesitara sin necesidad de que nadie se enterara denuestras relaciones. —¿Conoce la White Shack? —le pregunté a Axford cuando terminé de hablar por teléfono. —Sé donde está, pero desconozco qué clase de parador es. —Un antro. Está dirigido por “Tin Star” Joplin, un ex criminal que invirtió todo sudinero en la casa e hizo del parador un buen lugar cuando la prohibición de las bebidasalcohólicas. Gana ahora más dinero que el que podía soñar en sus días de atracador decajas de caudales. —La White Shack es un antro, y no es lugar adecuado para que lo frecuente sucuñado. Yo no puedo ir allí sin complicar más las cosas; Joplin y yo nos conocemos desdehace tiempo. Pero tengo un hombre a quien puedo colocar allí durante unas cuantasnoches. Quizá Pangburn visite el parador con regularidad, o quizás esté hospedado allí. No sería la primera vez que Joplin oculta gente en su casa. Colocaré a ese hombre que ledigo en el parador durante una semana a ver qué averigua. —El asunto está en sus manos —dijo Axford.Del despacho de Axford me fui a mi piso, dejé la puerta sin cerrar, y me senté aesperar a Porky Grout. Llevaba media hora esperando cuando el hombre empujó la puertaentreabierta y entró. —¡Hola ¿Cómo van las cosas?Se dirigió con aire fanfarrón a una silla, se tumbó en ella, puso los pies sobre la mesay cogió un paquete de cigarrillos que había allí.Ese era Porky Grout. Un hombre de unos treinta y tantos años, de cara blanquecina,ni alto ni bajo, siempre vestido de forma extravagante, incluso con frecuencia suciamente,que procuraba ocultar su enorme cobardía bajo su aire fanfarrón, y con una jactanciosamanera de hablar y una exagerada pretensión de confianza en sí mismo.Pero le conocía desde hacía tres años y, por eso, crucé el cuarto y de un empellón lehice quitar los pies de la mesa. —¿Qué pasa? —Se puso en pie, agachándose y enseñando los dientes—, ¿de dóndehas sacado esos humos?, ¿quieres que te dé una bofetada?Avancé un paso hacia él. Se echó a correr por el cuarto. —No quise decir nada. ¡Estaba solamente bromeando! —Calla y siéntate —le aconsejé.Le conocía desde hacía tres años. Durante casi todo ese tiempo había trabajado paramí, y no podría decir ni una sola cosa buena de él. Era cobarde. Era embustero. Eraladrón. Era traidor para con la gente de su ralea y, si no se le vigilaba lo era también conquien le encargaba y pagaba un trabajo. ¡Buen pájaro para tratar con él! Pero la actividaddetectivesca es un trabajo difícil y hay que usar de todos los medios al alcance de uno.Este Porky era un medio efectivo si se le manejaba bien, lo que quiere decir que había que ponerle constantemente la mano en la garganta y pagarle bien toda la información quediera.
 
Su cobardía era, para mi fin, su mayor cualidad. Era conocido por todos loscriminales de la Costa, y aunque nadie —fuera delincuente o no— pudiera pensar enconfiar en un tipo como él, sin embargo no levantaba sospechas. La mayoría de suscompañeros pensaban que era demasiado cobarde para ser peligroso, que tendría miedode traicionarles, miedo a la venganza de los criminales para con los soplones. Pero notenían en cuenta la cualidad de Porky para convencerse, cuando no había peligro próximo,de que era un tipo valiente. Por estas razones entraba y salía libremente por donde queríay por donde yo le enviaba, y me traía informes que de otra forma me hubiera sidoimposible obtener.Durante casi tres años le había encargado trabajos con éxito considerable, pagándole bien y teniéndole siempre bajo mi puño. En mis ficheros figuraba con el nombre deinformante; el mundo del bajo fondo usa apelativos menos agradables —como elcorriente de puerco chivato— para designar a esta clase de sujetos. —Tengo un trabajo para ti —le dije cuando se sentó de nuevo, con los pies apoyadosen el suelo. Su boca se le torcía hacia la izquierda, y guiñaba el ojo izquierdo. —Me lo imaginaba—. El siempre dice cosas así. —Quiero que vayas a Half Moon Bay durante unas cuantas noches y mires con quienanda Tin Star Joplin. Aquí tienes dos fotografías —dejé caer una de Pangburn y otra de lamuchacha— su nombre y descripción están al dorso. Quiero que averigües si uno de estosdos se deja ver por allí, y qué hacen. Puede ser que Tin - Star los encubra.Porky miraba con gesto familiar las fotografías. —Me parece que conozco a este tipo —dijo con su boca torcida.Esa es otra cosa de Porky. No se puede mencionar a un hombre o describir a una persona sin que él diga siempre lo mismo, aunque haya uno inventado nombre ydescripción. —Aquí tienes dinero —puse unos billetes sobre la mesa—; si pasas más de dosnoches, ya te daré más dinero. Mantente en contacto conmigo, ya sea por este teléfono o por el especial de la Agencia. Y recuerda esto: no bebas; si voy y te encuentro bebiendo,como acostumbras, te aseguro que le diré a Joplin cuál es tu misión allí.Acabó de contar el dinero —no había mucho para contar— y lo tiró con despreciosobre la mesa. —Guárdatelo para comprar periódicos —dijo con mofa—. ¿Cómo voy a ir acualquier sitio si no tengo dinero para gastar? —Es bastante dinero para pagar los gastos de dos días; probablemente tendrássuficiente con la mitad. Y cobrarás e! trabajo cuando lo hayas hecho y no antesMovió la cabeza y se la levantó. —Estoy cansado de trabajar para ti. No sabes resolver los asuntos por ti solo. Noquiero saber nada más contigo. —Si no vas a Half Moon Bay esta noche, acabo contigo —le dije, dejándole entender lo que quisiera de mi amenaza.Y, naturalmente, después de un rato cogió el dinero y se fue. Siempre que leencargaba hacer algún trabajo teníamos una disputa preliminar sobre el dinero que debíadarle.Una vez que hubo desaparecido Porky, me tumbé en una silla y me fumé una docenade cigarrillos mientras pensaba en el asunto. La joven se había escapado primero con losveinte mil dólares y luego se había escapado el poeta; y los dos habían ido a parar a WhiteShack, y allí estaban de una manera permanente u ocasional. Visto de esta forma el asuntoera un claro negocio. La muchacha había trabajado bien a Pangburn hasta el punto dehacerle falsificar un cheque contra la cuenta corriente de su cuñado y, luego, después devarios desplazamientos que no conocía, se habían ocultado juntos.
 
Había dos cabos sueltos en los que fijar la atención. Uno de ellos, el averiguar quiénera el tipo que había remitido las cartas a Pangburn y había cuidado del equipaje de la joven, era de incumbencia de la sucursal de Baltimore. El otro era averiguar la identidaddel pasajero del taxi desde el piso de la chica hasta el Marquis Hotel.Eso pudiera no tener relación con el asunto, pero pudiera, igualmente, tenerlo. Por ejemplo, suponiendo que lograra establecer una relación entre el Marquis Hotel y laWhite Shack, es evidente que habría encontrado una buena pista. Busqué en la guíatelefónica el número del parador. Luego me fui al Marquis Hotel. A la señorita de servicioen la centralita del hotel la conocía por haber pedido alguna información en otrasocasiones. —¿Quién ha llamado desde aquí a Half Moon Bay? —¡Dios mío! —se echó hacia atrás en el asiento y pasó, suavemente, su delicadamano sobre el cabello. —Si le parece que no tengo bastante trabajo aquí para recordar cada llamada quehacen los clientes... esto no es una pensión. Créame que desde este hotel se hacen más deuna llamada por semana. —No hay muchos clientes que llamen a Half Moon Bay —insistí, apoyando un brazoen el mostrador y dejando asomar un billete de cinco dólares entre mis dedos. —Tiene usted que recordar alguna llamada hecha últimamente. —Voy a mirar —suspiró, como indicando que estaba dispuesta a complacerme, peroque lo veía muy difícil.Repasó los resguardos. —Aquí hay una llamada, de la habitación 522, hace un par de semanas. —¿A qué número llamó? —Al 51 de Half Moon Bay.Ese era el número del parador. Le di los cinco dólares. —¿Es un huésped fijo el 522? —Sí, es el señor Kilcourse. Lleva aquí desde hace tres o cuatro meses. —¿Quién es? —No lo sé. Sólo sé que es un perfecto caballero. —¿Qué aspecto tiene? —Es un hombre joven, pero su cabello comienza a apuntar canas. Es moreno yguapo, parece un actor de cine. —¿Boris Karloff? —pregunté, mientras me alejaba del mostrador.La llave del 522 estaba en su cajetín. Me senté en un sitio desde el que podía ver lallave. Aproximadamente una hora después un empleado cogió la llave y se la entregó a unhombre que parecía un actor de cine. Era un tipo de unos 30 años, de tez morena, y pelonegro que se emblanquecía en las sienes. Era delgado y vestía elegantemente. Debía tener unos seis pies de altura.Con la llave en la mano, desapareció en el ascensor.Llamé a la Agencia y le pedí al viejo que me enviara a Dick Foley, quien llegó cincominutos más tarde. Es una pequeña lagartija de unas ciento diez libras de pese, y es lasombra más pegadiza que he visto, y he visto muchas. —Tengo un pájaro aquí al que quiero que sigas —le dije a Dick—, su nombre esKilcourse y tiene la habitación 522, Quédate afuera, y ya te indicaré el lugar desde el quetienes que seguirle.Regresé al vestíbulo y esperé un rato más.A las ocho Kilcourse bajó y salió del hotel. Le seguí un trecho, aproximadamentemedia manzana —lo suficiente para traspasárselo a Dick— y volví a casa con el fin deestar junto al teléfono por si Porky Grout me llamaba. Pero esa noche no hubo ningún
 
llamado de su parte.Cuando llegué a la Agencia a la mañana siguiente, Dick me estaba esperando. —¿Hubo suerte? —le pregunté. —¡Pésima!El pequeño canadiense habla como un telegrama cuando hay algo que le molesta, yahora estaba de muy mal humor. —Me llevó dos manzanas. Se escapó en un taxi. No había otro a la vista. —¿Crees que se dio cuenta de que le seguías? —No. Tipo listo. Juega seguro. —Inténtalo de nuevo, entonces. Mejor es que tengas un coche a mano para el casoque repita el truco.Mi teléfono sonó en el momento en que salía Dick. Era Porky Grout que me llamaba por la línea especial de la Agencia. —¿Ocurre algo? —pregunté. —Muchas cosas —dijo con petulancia. —¡Bueno! ¿Estás en la ciudad? —Sí. —Nos encontraremos en mi piso dentro de veinte minutos —le dije.Mi informante de cara blanquecina estaba orgullosísimo de sí mismo cuando entró por la puerta que dejé sin cerrar. Su balanceo fanfarrón al andar semejaba en ese momentouna danza de negros, y en su torcida boca se dibujaba una sonrisa de suficiencia. —Lo hice para ti —alardeó—, ¡nada para mí! Fui allí y hablé con todos los que teníaque hablar, vi todo lo que había que ver y no se me escapó ni un solo detalle. Hice un... —¡Uy! —le interrumpí—, enhorabuena y todo eso... pero, ¿qué sacaste en limpio? —Ahora te lo diré.Levantó una sucia mano con un gesto parecido al de un agente de circulación. —No me des prisa. Te lo contaré todo. —Seguro —dije—. Tú eres un tío grande, y yo tengo mucha suerte de que hagas lostrabajos para mí, etcétera, etcétera. Pero ahora dime, ¿está Pangburn allí? —Ahora voy a hablarte de eso. Fui allí y... —¿Viste a Pangburn? —Como te estaba diciendo, fui allí y... —¡Porky! —dije—, ¡me importa un bledo lo que hiciste! ¿Viste a Pangburn? —Sí. Le he visto. —Está bien. Ahora dime qué viste. —Ha acampado allí con Tin-Star. Está él y la muchacha de la fotografía que me diste.Los dos están. La chica lleva allí un mes. No la vi, pero uno de los camareros me habló deella. A Pangburn si que lo he visto. Ellos no se dejan ver mucho; se quedan en la parte deatrás de la casa de Joplin —donde él vive— la mayor parte del tiempo. Pangburn está allídesde el domingo. Fui allí y... —¿Te has enterado de quién es la muchacha, y qué es lo que hacen allí? —No. Fui allí y... —De acuerdo. Ve allí de nuevo esta noche. Llámame tan pronto como sepas quePangburn está allí y que no se ha ido. Procura no equivocarte. No quiero ir y asustarloscon una falsa alarma. Usa la línea particular de la Agencia, y a quien quiera que conteste atu llamada dile que no llegarás a la ciudad hasta tarde. Eso querrá decir que Pangburn estáallí, y te permitirá, además, llamar desde el parador sin revelar nada del asunto. —Quiero que me des más cuartos por la información —dijo, mientras se levantaba—.Vale... —Me acordaré de tu petición —le aseguré—. Ahora vete, y llámame esta noche en el
 
momento que tengas la seguridad de que Pangburn está allí.Luego me fui al despacho de Axford. —Creo que tengo una pista de su cuñado —le dije al millonario—. Espero tenerleesta noche en un lugar donde pueda hablar con usted. Mi hombre dice que anoche estabaen la White Shack. Si está allí esta noche, le llevaré a usted si lo desea. —¿Por qué no vamos ahora? —No. Hay poca gente en el parador durante el día y mi hombre no podría colarse allísin despertar sospechas; por otra parte, no quiero aventurarme a que vayamos usted y yohasta tener la seguridad de que hemos de encontrarnos a Pangburn, —¿Entonces qué quiere que haga? —Tener preparado para esta noche un coche rápido, y estar dispuesto a salir tan pronto como le avise. —De acuerdo. Estaré en casa después de las cinco y media. Telefonéeme tan prontocomo esté todo dispuesto para salir, y pasaré a recogerle.Esa tarde, a las nueve y media, estaba sentado al lado de Axford en el asientodelantero de un potente coche, rodando por una carretera que conducía a Half Moon Bay,Porky me había llamado por teléfono. Ninguno de los dos hablamos mucho durante el viaje, y el rápido coche nos llevó en poco tiempo. Axford, sentado confortablemente al volante, parecía ajeno a todo. Por  primera vez advertí que tenía una gran mandíbula.La White Shack es un enorme edificio cuadrado, construido en una imitación de piedra. Está situado de espaldas a la carretera, y se llega a él por dos calzadas para cochesque, juntas, forman un semicírculo cuyo diámetro es la carretera. En el centro de estesemicírculo hay varios cobertizos en los que dejan los coches los clientes de Joplin y, atrechos, alrededor de los cobertizos, hay cuadros de jardín y arbustos. Seguíamoscorriendo a considerable velocidad cuando nos metimos en unas de las calzadassemicirculares y...Axford frenó y nos vimos lanzados hacia el parabrisas, ya que, por efecto delrepentino frenazo, el coche se inmovilizó con una brusca sacudida, teniendo apenastiempo de evitar aplastar a un grupo de gente que había aparecido súbitamente.A la luz de los focos del coche las caras resaltaban enormemente; blancashorrorizadas caras, furtivas caras, caras que eran extrañas y curiosas. Bajo las caras seveía un verdadero galimatías de brazos, hombros, brillantes joyas y vestidos de mujer sobresaliendo sobre el fondo menos claro de la indumentaria masculina.Esa fue la primera impresión que obtuve y, luego, al apartar la cabeza del parabrisasme di cuenta que este grupo de gente tenía un centro, algo alrededor del cual se movía.Me levanté y traté de mirar sobre las cabezas de la gente, pero no vi nada.Salté a la calzada, y me metí entre la gente.Con la cara apoyada en la grava blanca yacía un hombre —un hombre delgado contraje oscuro y tenía un agujero en donde el cuello y la cabeza se juntan. Me arrodillé paraaproximarme a su cara. Empujé a la gente, y salí del corro. Regresé al coche en elmomento que Axford se apeaba sin haber parado el motor. —Pangburn ha muerto de un balazo.Lentamente Axford se sacó los guantes, los dobló y los metió en su bolsillo. Luegomovió la cabeza indicándome que había comprendido lo que le había dicho, y se dirigió allugar donde la gente rodeaba al poeta muerto. Le presté atención hasta que le vi mezclarseen el grupo. Entonces me fui en busca de Porky Grout.Lo encontré en el porche, apoyado en una columna. Pasé cerca de él para que meviera, y continué caminando hasta llegar a uno de los lados del parador que estaba mássombrío.
 
En la oscuridad se reunió Porky conmigo. La noche no era fría, pero sus dientescastañeteaban. —¿Quién lo mató? —le pregunté. —No lo sé —lloriqueó, y esa fue la primera vez que le oí confesar su ignorancia enalgo. Estaba adentro, vigilando a los otros. —¿Qué otros? —Tin-Star, la chica, y otros tipos a los que no había visto antes. No creí que el chicofuera a salir. No llevaba sombrero. —¿Qué sabes de todo esto? —Poco después de telefonearte, la muchacha y Pangburn salieron del lado de la casaque ocupa Joplin y se sentaron en una mesa al otro lado del porche, donde está casioscuro. Estuvieron comiendo durante un rato y luego se les acercó otro tipo, sentándosecon ellos. No sé su nombre, pero me parece que lo he visto por la ciudad. Es un tipo alto,muy bien vestido. —Debía ser Kilcourse. —Charlaron un rato y luego se les unió Joplin. Estuvieron sentados a la mesahablando y riendo alrededor de un cuarto de hora. Luego Pangburn se levantó y fue paraadentro. Cogí una mesa desde la que podía vigilarlos, pero no seguí al chico porque comohabía mucha gente temí que me quitaran el sitio si me levantaba. No llevaba sombrero.Me figuré que no iba a salir. Pero debió salir por otra puerta interior porque muy pronto oíun ruido que creí era el del escape de gas de un coche y luego el ruido de un coche que sealejaba rápido. Y luego algunos tipos dijeron que había un hombre muerto afuera. Todo elmundo salió aquí, y resultó ser Pangburn. —¿Estás completamente seguro que Joplin, Kilcourse y la muchacha estaban todosellos en la mesa cuando mataron a Pangburn? —Completamente seguro —dijo Porky— si ese tipo moreno se llama Kilcourse. —¿Dónde están ahora? —En la parte trasera de la casa, donde vive Joplin. Subieron allí en cuanto vieron quehabían liquidado a Pangburn. No tenía ninguna confianza en Porky. Sabía que era capaz de haberse vendido yencubrir al asesino del poeta. Pero la cosa estaba así. Si Joplin, Kilcourse o la muchachale habían sobornado, entonces no me quedaba ninguna esperanza de poder probar queellos no estaban en la parte trasera de la casa cuando se oyó el disparo. Joplin tenía unamultitud de tipejos que jurarían con la mayor serenidad haber visto todo lo que él lesdijera. Habría una docena de supuestos testigos que confirmarían su presencia en la parte posterior de la casa.Por lo tanto lo único que podía hacer era dar por bueno lo que me decía Joplin, y pensar que jugaba limpio conmigo. —¿Has visto a Dick Foley? —le pregunté, puesto que Dick se había encargado deseguir a Kilcourse. —No. —Date una vuelta y mira a ver si lo encuentras. Dile que he subido a charlar conJoplin y que suba él también. Y quédate por aquí cerca por si tengo necesidad de ti.Entré en la casa, crucé una vacía sala de baile y ascendí por la escalera que conducíaa las habitaciones de Star Joplin en la parte trasera del segundo piso: Conocía el camino por haber estado allí en otras ocasiones. Joplin y yo éramos antiguos conocidos.Aunque no tenía pruebas contra él ni contra sus amigos, iba a acusarles. De esa formaexistía la posibilidad de sacar algo en claro. Hubiera podido, naturalmente, acusar dealguna cosa a la muchacha, pero no sin señalar primero el hecho de que el poeta asesinadohabía falsificado la firma de su cuñado en un cheque. Y eso no podía decirlo.
 
 —Adelante.Una fuerte y familiar voz contestó cuando llamé en la puerta del cuarto de Joplin.Empujé la puerta abierta y entré. Tin-Star Joplin estaba de pie en el centro de lahabitación. Era un ex-delincuente, de grueso cuerpo y anchas espaldas, con unainexpresiva cara de caballo. Un poco más allá Kilcourse estaba sentado sobre el extremode expectativa que trataba de ocultar con una media sonrisa, dibujada en su agradablecara. En el extremo opuesto del cuarto había una muchacha a la que yo conocía con elnombre de Jeanne Delano. Estaba sentada en el brazo de una silla forrada de cuero. El poeta no había exagerado al decirme que era hermosa. —¡Tú! —gruñó Joplin malhumorado tan pronto como me reconoció—. ¿Qué diablosquieres? —¿Qué has hecho?Sin embargo, mi atención se había desviado hacia otro sitio. Estaba observando a lamuchacha. Había algo vago en ella que me era familiar, pero no podía situarla. Quizá nola hubiera visto antes; quizá de tanto mirar la fotografía que de ella me había dadoPangburn se me había quedado grabada y creía conocerla. El mirar fotografías producecon frecuencia esa sensación.Mientras tanto Joplin dijo: —Pierdes el tiempo si vienes a investigar lo que no he hecho.Estaba seguro de haber visto en alguna parte a la muchacha.Era delgada, llevaba un deslumbrante vestido azul que dejaba al descubierto una gran parte de su delantera, espalda y brazos. Tenía el pelo de color castaño oscuro recogido enun gran moño. Su cara ovalada era perfecta. Sus ojos eran grandes y de color gris y alcontemplarlos pensé que el poeta no había andado equivocado al compararlos con la plata pulida. Observaba a la muchacha y ella me miraba a su vez con fijeza, y seguí sin poderlasituar. Kilcourse seguía balanceando una pierna en un ángulo de la mesa.Joplin se impacientó. —¿Quieres dejar de mirar a la muchacha y decirme qué quieres? —gruñó.En ese momento sonrió la muchacha. Su sonrisa era burlona y mostraba unos dientesafilados como los de un animal de presa. Y al sonreír la reconocí.El color de su piel y cabello me habían desorientado. La última vez que la vi —y fueesa la única vez que la había visto— su cara era de un color blanco de mármol y llevabael cabello corto, color de fuego. Ella, una mujer más vieja, tres hombres y yo habíamosestado jugando al escondite cierta tarde en una casa de la calle del Turco. Estabanenvueltos en el asesinato de un corredor de banco y en el robo de unos bonos por valor decien mil dólares. Por sus intrigas, tres de sus cómplices murieron aquella tarde y el cuarto,el chino, había terminado en la horca en la prisión de Folsom. Entonces se hacía llamar Elvira, y desde su fuga de la casa, aquella noche, estuvimos buscándola por todas partessin resultado alguno.A pesar del esfuerzo que hice por no delatarme con la mirada, mis ojos debieronindicar que acababa de reconocerla, porque, rápida como una centella, dejó el brazo de lasilla y dio unos pasos hacia adelante. Sus ojos tenían un brillo acerado.Saqué la pistola.Joplin dio medio paso hacia mí. —¿Qué pasa? —chilló.Kilcourse saltó de la mesa y puso una de sus finas manos en su corbata. —Lo que pasa es esto —les dije—. Quiero llevarme a la muchacha por un asesinatocometido hace unos meses, y tal vez —aunque no estoy seguro— por el de esta noche. Detodas formas, yo estoy...Se oyó el golpe seco de un interruptor detrás de mí, y el cuarto se oscureció por 
 
completo.Me moví, sin importarme donde ponía los pies pero alejándome del sitio donde estabacuando se apagaron las luces. Con la espalda toqué la pared, y me detuve, agachándome. —¡Rápido, chico!Un ronco susurro llegó de la parte donde creía que se hallaba la puerta del cuarto.Pero, según me parecía, las dos puertas de la habitación estaban cerradas, y era difícilabrir una de ellas sin que se filtrase un poco de luz. Se movieron en la oscuridad, peroninguno pasó delante del débil reflejo que se filtraba por las ventanas.Oí frente a mí un débil ruido metálico —demasiado débil para ser el amartillamientode un revólver— pero que podía ser el producido al abrir una navaja, y recordé que Tin-Star Joplin era aficionado a usar el arma blanca. —¡Vamos! —fue un agudo susurro que sonó en la oscuridad como un trallazo.Ruido de pasos, apagados, indistinguibles... otro ruido no lejos...De repente una potente mano me agarró por el hombro, y un fuerte y musculosocuerpo se apretó contra mí. Le golpeé con mi revólver, y oí un gruñido.La mano se movió desde mi hombro en busca de mi garganta.La di un fuerte golpe con la rodilla, y oí otro gruñido. Un punto luminoso corrió haciami lado. Golpeé de nuevo con mi revólver, y conseguí apartar el cuerpo del hombre losuficiente para que la boca de mi revólver quedara libre del obstáculo que la entorpecía.Apreté el gatillo.El ruido del disparo. La voz de Joplin en mi oído, una voz curiosamente normal: —¡Dios! ¡Me has dado!Me aparté de su lado y me dirigí hacia donde se veía la débil claridad de una puertaabierta. No había oído ruido de pasos que se alejaran. De todas maneras justo esreconocer que había estado muy ocupado. Sabía que Joplin me había estado entreteniendomientras los otros escapaban. No vi a nadie cuando me lancé hacia abajo, casi deslizándome, tropezando en losescalones de la escalera. Cuando me lancé hacia la sala de baile, un camarero se interpusoen mi camino. No sé si su interferencia fue premeditada o no. No se lo pregunté. Legolpeé en su cara con la culata de mi revólver y proseguí. Salté sobre una pierna queintentaba zancadillarme, y en la puerta exterior tuve que dar un nuevo golpe a otra cara.Salí a la calzada de coches en el momento en que la luz roja del piloto de unautomóvil torcía a la derecha para meterse en la carretera principal.Mientras corría en busca del coche de Axford, me di cuenta que habían retirado elcuerpo de Pangburn. Quedaban todavía unas cuantas personas alrededor del sitio en el quehabía estado tumbado el poeta, y me miraron con aire sorprendido.El coche estaba como Axford lo había dejado, con el motor en marcha. Lancé elcoche a través de un cuadro de jardín y torciendo a la derecha lo dirigí en dirección haciala carretera. Cinco minutos después volvía a ver el punto rojo del piloto del coche.El coche era más potente y veloz de lo que yo necesitaba, y podía dar de sí muchamás velocidad de lo que yo era capaz de sacarle. No sabía a qué velocidad iba elautomóvil delantero, pero lo alcancé en seguida como si no hubiera corrido en todo esetiempo.Seguimos así durante una milla y media, o quizá dos.De repente vi a un hombre en la carretera fuera todavía del alcance de los faros de micoche. Cuando lo alumbraron los faros vi que era Porky Grout.¡Porky Grout de pie en medio de la carretera, haciéndome frente con una pistola encada mano!En sus manos las pistolas parecían relucir a la luz de los faros con un color rojo quese convertía luego en oscuro, como las bombillas de un aparato de señalización eléctrico.
 
El parabrisas cayó a trozos a mi lado. Porky Grout —el informante cuyo nombre era entoda la costa del Pacífico, sinónimo de cobardía— estaba en mitad de la carreteradisparando al coche que se abalanzaba sobre él... No vi el final.Confieso sinceramente que cerré los ojos cuando su blanquecina cara asomó junto alradiador. Mi coche trepidaba con fuerza y, adelante, en la carretera sólo se veía la luz rojadel coche que huía. El parabrisas había desaparecido. El aire despeinaba mi cabello yhacía saltar lágrimas a mis ojos.Me di cuenta que estaba hablando conmigo mismo, diciendo:“Eso era Porky. Eso era Porky”.Era algo asombroso. No me sorprendía que me hubiera engañado. Eso era una cosade esperar. Ni tampoco era sorprendente que él hubiera subido las escaleras detrás de mí yapagado las luces del cuarto. Pero que se hubiera quedado en la carretera y hubieramuerto...El fogonazo de un disparo procedente del coche que me precedía deshizo miasombro. La bala no pegó cerca de mí —no es fácil disparar con puntería desde un cocheen marcha a otro que le sigue— pero al paso que iba no tardaría mucho en estar losuficientemente cerca para facilitar su puntería.Encendí los faros de encima del guardabarro. Su luz apenas alcanzaba al coche queiba en cabeza, pero me permitía ver que la que lo conducía era la muchacha, mientrasKilcourse, sentado torcidamente a su lado, me hacía frente. El coche era de color amarillo,tipo deportivo.Aminoré la marcha. En un duelo con Kilcourse yo hubiera tenido desventaja, porquetendría que disparar y conducir al mismo tiempo. Lo que creí más acertado era mantener la distancia hasta que llegásemos a una ciudad, puesto que inevitablemente tendríamosque llegar. Todavía no era medianoche.En cualquier ciudad había gente y policías con mayor posibilidad de salir ganando.Unas pocas millas más allá y mi presunta presa hizo variar mi plan. El coche amarillodisminuyó la marcha, y balanceándose se paró, colocándose de través en la carretera.Kilcourse y la muchacha salieron inmediatamente de él y se agazaparon en la carretera, alotro lado de la barricada.Estuve tentado de lanzarme contra su coche, pero sólo fue una tentación y cuandoésta pasó eché los frenos y paré. Enfoqué mi faro directamente hacia su coche.De algún lugar próximo a las ruedas salió un disparo, y el faro se estremecióviolentamente, pero el cristal no fue alcanzado. Naturalmente el cristal sería su primer objetivo y...Agazapado en el coche, esperando la bala que haría añicos el cristal, me quité loszapatos y la chaqueta.La tercera bala destrozó el faro.Apagué las otras luces, salté a la carretera, y cuando dejé de correr estaba agazapado junto al lado más próximo de su coche. Un truco lo más fácil y seguro que se puedeimaginar.La muchacha y Kilcourse habían tenido la vista fija en el resplandor de una luz potente. Cuando de repente esa luz desapareció, y las otras más débiles desaparecierontambién, se encontraron sumidos en la más completa oscuridad, que debía durar unminuto o quizá más, es decir, el tiempo necesario para que sus ojos se adaptaran a lagrisácea oscuridad de la noche. Mis pies descalzos no habían hecho ningún ruido al correr  por la carretera asfaltada, y ahora nos separaba solamente un coche. Yo sabía eso, peroellos no lo sabían.Kilcourse habló quedamente junto al radiador. —Voy a tratar de liquidarlo en la cuneta. Dispara de vez en cuando, para tenerle
 
entretenido. —No lo veo —dijo la muchacha. —Dentro de un segundo verás bien. De todas formas dispara contra el coche.Me moví hacia el radiador mientras la pistola de la muchacha se descargaba contra elcoche vacío.Kilcourse, a gatas, caminaba hacia la cuneta que corre a lo largo de la parte sur de lacarretera. Encogí las piernas y me dispuse a dar un salto sobre él para golpearle la cabezacon mi revólver. No quería matarlo, pero necesitaba dejarlo rápidamente fuera de juego.Aun así me quedaría la muchacha que, por lo menos, era tan peligrosa como él.En el momento que me disponía a saltar, Kilcourse, guiado tal vez por el instinto delanimal que va a ser cazado, volvió la cabeza y me vio; vio una sombra amenazadora. Enlugar de saltar disparé. No miré si mi disparo le había alcanzado. A esa distancia había poca posibilidad deerrar. Encorvado me deslicé a la parte trasera del coche, quedándome quieto. Y esperé.La muchacha hizo lo que con toda seguridad hubiera hecho yo en su lugar. Pensó queyo había impedido a Kilcourse hacer su propósito y que mi siguiente paso sería cercarla por detrás. Para evitarlo se movió desde la parte trasera del coche hacia la que estaba máscercana al coche de Axford con el fin de prepararme una emboscada.Ocurrió, pues, que vino arrastrándose y puso su delicada nariz en la mismísima bocadel revólver que tenía preparado para ella.Dio un pequeño grito.Las mujeres no siempre son razonables; se inclinan con frecuencia a no hacer caso decosas insignificantes tales como un revólver que apunta sobre ellas. Sabido esto tuve lafeliz idea de sacar de su mano el revólver que llevaba. Mientras le quitaba el arma, ellaapretó el gatillo. Le torcí la muñeca, y terminé de sacarle el revólver.Pero la muchacha no había terminado todavía. Teniéndome allí con un revólver acuatro pulgadas de su cuerpo, dio media vuelta y se lanzó corriendo hacia un grupo deárboles que formaban una mancha negra en la parte norte de la carretera.Cuando me repuse de la sorpresa que me causó tan ingenuo proceder, me metí en los bolsillos su revólver y el mío y me lancé tras ella, lastimándome los talones a cada pasoque daba.Cuando la cogí estaba intentando saltar una valla de alambre. —¿Va a dejar de jugar? —le dije malhumorado, y agarrándola por la muñeca la hicevolver a la carretera. —Este es un asunto serio. ¡Déjese de hacer chiquilladas! —Me hace daño en el brazo.Sabía que no le hacía daño, y sabía también que era la causante de cuatro o cincomuertes. Sin embargo, aflojé mi mano sobre su muñeca, sin hacer más presión que la quese hace en un simple apretón de manos entre amigos.Volvimos a la carretera sin que me opusiera resistencia y allí, sin soltarla de lamuñeca, encendí las luces del coche. Kilcourse yacía acurrucado debajo de la luz de losfocos.Dejé a la muchacha en el centro del foco de luz. —Quédese ahí —le dije—, y no intente nada. Al primer movimiento que haga,dispararé a las piernas.Encontré la pistola de Kilcourse, la metí en mi bolsillo, y me arrodillé a su lado.Estaba muerto, con un agujero de bala encima de la clavícula. —¿Está...? —la boca de la muchacha temblaba. —Sí.La muchacha miró el cuerpo de Kilcourse, y se estremeció ligeramente.
 
 —Pobre Fag —susurró.Ya he dicho que la muchacha era hermosa, y ahora frente a la luz blanca de los focos parecía más hermosa todavía. Era capaz de enloquecer incluso a un detective de edadmadura y poco imaginativo. Era...Debió ser por eso que fruncí el ceño y dije: —Sí, pobre Fag, y pobre Hook, y pobre Tai, y pobre chico empleado del Banco deLos Angeles, y pobre Burke—, citando la lista de todos los hombres que habían muerto por quererla. No se inmutó. Levantó sus grandes ojos, me dirigió una mirada cuyo significado no pude entender y advertí que su encantadora cara redonda bajo la masa de su pelo negro — que sabía era postizo—, estaba triste. —Supongo que usted cree... —comenzó a decir. Pero yo no podía más. No meencontraba a gusto. —Vamos —dije—. Dejaremos aquí por ahora a Kilcourse y al coche. No dijo nada, entró conmigo en el coche de Axford, y se sentó en silencio mientrasyo me ataba los zapatos. En el asiento trasero del coche encontré una capa para ella. —Mejor será que se ponga esto por los hombros. El parabrisas ha desaparecido, yhará frío.Siguió mi consejo sin decir una sola palabra, pero cuando puse el coche en lacarretera y lo conduje en dirección Este, colocó su mano en mi brazo. —¿Regresamos a la White Shack? —No. Vamos a Redwood City, a la cárcel del distrito.Aproximadamente durante una milla, y aun sin mirarla, me di cuenta que observabami perfil que no es en verdad clásico. Luego puso de nuevo su mano en mi antebrazo y seinclinó tan cerca de mí que sentí su respiración en mi mejilla. —¿Quiere parar un minuto? Hay algo, algo importante que quiero decirle.Detuve el coche en un espacio de tierra dura a un lado de la carretera y me ladeé en elasiento para mirarla de frente. —Antes de que empiece —le dije—, quiero que sepa quenos quedaremos aquí solamente el tiempo preciso para que me hable del asunto Pangburn.Si toca otro tema, reemprenderemos el viaje a Dedwood. —¿No le interesa el asunto de Los Ángeles? —No. Eso está liquidado. Tanto ustedcomo Hook Riordan, Tai, Choon Tau y los Quarre son igualmente responsables de lamuerte del empleado bancario, aunque fuera Hook el asesino. Hook y los Quarremurieron la noche que tuvimos la fiestecita en la calle del Turco. A Tai lo colgaron el mes pasado. Y ahora la he cazado a usted. Tuvimos pruebas suficientes para hacer ahorcar alchino y tendremos muchas más contra usted. Eso ya está hecho, terminado y completo. Siquiere decirme algo sobre la muerte de Pangburn le escucharé. Si no es así... Puse la manoen el botón de marcha.Me detuve al advertir la presión de sus dedos en mi brazo. —Quiero hablarle de eso —dijo seriamente. Quiero que sepa toda la verdad. Ya séque me llevará a Redwood City. No crea que espero. .. que tengo ninguna loca esperanza.Pero me gustaría que supiera la verdad de todo esto. No sé por qué me preocupa tanto loque usted piensa pero...Su voz se apagó hasta hacerse casi ininteligible.Luego comenzó a hablar pidamente —como habla la gente que teme seinterrumpida antes de terminar de contar sus cosas— inclinándose ligeramente haciaadelante, por lo que su hermosa cara redonda estaba muy cerca de la mía. —Al salir de la casa de la calle del Turco esa noche —mientras usted luchaba con Tai — mi intención fue marcharme de San Francisco. Tenía doscientos mil dólares, dinerosuficiente para ir a donde quisiera. Pero luego pensé que al marcharme de San Franciscoera lo que ustedes creían que iba a hacer, y por lo tanto reflexioné y me dije que lo más
 
seguro para mí era quedarme aquí. No es difícil para una mujer cambiar de aspecto. Micabello era pelirrojo y corto, mi piel blanca, y llevaba vestidos de tonos vivos. Me teñí el pelo, compré una peluca y vestidos de color oscuro. Luego alquilé un piso en AshburyAvenue bajo el nombre de Jeanne Delano, y me convertí en una persona completamentedistinta.Pero aunque estaba completamente segura que no me reconocerían, para exponermeno salí de casa durante algún tiempo y, para matar las horas, me dediqué a leer mucho.Fue por eso que me vino a las manos un libro de Burke. ¿Lee usted poesía? Negué con la cabeza. El primer automóvil que veíamos desde que dejamos WhiteShack apareció en la carretera, dirigiéndose hacia Half Moon Bay. La muchacha esperó aque, pasara el automóvil antes de proseguir, y siguió hablando con la misma rapidez. —Burke no era un genio, pero había algo en su poesía que se metía dentro de mí. Leescribí una breve nota, diciéndole cuanto me habían gustado sus versos, y la envié a suseditores. Pocos días después recibí una nota de Burke por la que me enteré que vivía enSan Francisco. No lo sabía. Nos cruzamos varias notas, y él me preguntó si podíavisitarme. Y así nos conocimos. Al principio no sé si estaba o no enamorada de él. Megustaba, y entre su apasionado amor por mí y el orgullo mío de tener por pretendiente aun conocido poeta llegué realmente a pensar que le quería. Le prometí casarme con él. —No le dije nada de mí, aunque ahora que no le hubiera hecho cambiar sussentimientos hacia mi persona. Pero tenía miedo de decir la verdad, y como no queríamentirle, decidí no contarle nada. —Entonces Fag Kilcourse me vio un día en la calle, y me reconoció a pesar de minuevo cabello y vestidos de color diferente a los que solía llevar. Fag no tenía muchotalento, pero tenía en cambio una mirada capaz de descubrir cualquier cosa. No le culpo aFag. Actuó según su código. Me siguió hasta casa y subió al piso. Le dije que iba acasarme con Burke y a convertirme en una respetable dueña de casa. Pensar eso era unatontería por mi parte. Fag era honrado. Si le hubiera dicho que estaba trabajando a Burke para sacarle algo, Fag me hubiera dejado tranquila y no se hubiera metido en nada. Perocuando le dije que había terminado con mi habitual ocupación, me quedé a su merced.Usted ya sabe como son los delincuentes; para ellos todo el mundo es o un compañero ouna futura víctima. Por lo tanto si yo dejaba de ser una delincuente, Fag me considerabavíctima propicia para sus fines. —Se entede las relaciones de la familia de Burke, y entonces me planteó elsiguiente dilema. O veinte mil dólares o me denunciaría. Estaba enterado del asunto deLos Ángeles y sabía que me buscaban por todas partes. Yo estaba en una posición difícil.Estaba convencida de que no podía escaparme o esconderme de Fag. Le dije a Burke quenecesitaba veinte mil dólares. No creía que él tuviera tanto dinero, pero pensé que podríaconseguirlo. Tres días después me entregó un cheque por esa cantidad. No sabía entoncesde dónde lo había sacado, pero aunque lo hubiera sabido no me hubiera importado. Teníanecesidad de esa cantidad. —Pero esa noche me dijo de dónde procedía el dinero; que había falsificado la firmade su cuñado. Me lo dijo porque después de recapacitar sobre lo que había hecho, teníamiedo que cuando descubrieran la falsificación nos cogerían a los dos y me consideraríana mi igualmente culpable. Yo estoy corrompida, pero no lo bastante para permitir que élfuera a la cárcel por mí sin que supiera de qué se trataba. Le conté toda la historia. El no pestañeó. Insistió en que le pagara a Kilcourse para que estuviera yo a salvo, y comenzó ahacer planes para mi seguridad futura. —Burke dijo que su cuñado no lo entregaría a la policía por falsificación, pero con elfin de que estuviera más segura insistió en que me cambiara de piso, me pusiera un nuevonombre y permaneciese escondida hasta saber la reacción de Axford. Pero esa noche,
 
después de irse él, hice algunos planes por mí sola. Me gustaba Burke, me gustabademasiado para permitir que pagara los vidrios rotos sin intentar salvarle, y no teníamucha fe en la bondad de Axford. Era el día dos de este mes. Si no ocurría nadaimprevisto, Axford no descubriría la falsificación hasta que le entregasen sus chequescancelados el mes siguiente. Tenía prácticamente un mes para actuar. —Al día siguiente saqué todo el dinero del Banco, y envié una carta a Burke,diciéndole que me habían llamado de Baltimore, dándole una dirección en esa ciudad parael envío del equipaje y cartas, de cuya recepción se cuidaba por mí un compañero. Luegofui a casa de Joplin y le pedí que me escondiera. Hice saber a Fag donde me encontraba, ycuando llegó le dije que esperaba poder darle el dinero en uno o dos días. —Después de eso vino casi a diario, y día tras día le fui poniendo inconvenientes, pero yo veía que cada vez me resultaba más fácil mi labor. Sin embargo, no disponía detiempo suficiente. Muy pronto las cartas de Burke se las devolverían de la direccióntelefónica que le había dado, y yo quería estar alerta para impedirle hacer alguna tontería. No deseaba ponerme en contacto con él hasta que estuviera en condiciones de devolverlelos veinte mil dólares para que pudiera arreglar la falsificación antes que Axford seenterase al ver sus cheques cancelados. —A Fag cada día lo manejaba mejor, pero todavía no había conseguido de él lo quedeseaba. No parecía dispuesto a ceder los veinte mil dólares —los cuales, naturalmente,retenía yo— a menos que le prometiera quedarme con él para siempre. Y como seguíacreyendo que estaba enamorada de Burke, no quería atarme a él ni siquiera por algúntiempo. —Burke me vio en la calle un domingo por la noche. Iba conduciendo con la mayor tranquilidad el coche negro de Joplin por la ciudad. Y quiso la suerte que me viera Burke.Le dije la verdad, toda la verdad. Y él me dijo que había alquilado a un detective privado para buscarme. En muchos aspectos era como un niño; no se le había ocurrido pensar quela policía averiguaría lo del dinero. Pero yo sabía que a lo sumo en uno o dos díasadvertirían el cheque falsificado. ¡Lo sabía! —Cuando se lo dije a Burke, se desmoralizó. Toda su confianza en el perdón de sucuñado desapareció. No podía dejarle en el estado en que se encontraba. Hubiera contadotodo el asunto a la primera persona conocida que hubiera visto. Me lo llevé conmigo acasa de Joplin. Mi intención era tenerlo allí durante unos días hasta que viéramos en qué paraban las cosas. Si no aparecía nada en los periódicos sobre el cheque, podríamos pensar que Axford se había desentendido del asunto y Burke podía volver a casa ysincerarse. Por otro lado, si los periódicos publicaban toda la historia, tanto Burke comoyo tendríamos que buscar un lugar permanente para ocultarnos. —Los periódicos de la tarde del martes y los de la mañana del miércoles estabanllenos de noticias sobre su desaparición, pero no decían nada del cheque. Eso era buenaseñal, pero esperamos otro día corno medida de seguridad. Fag Kilcourse estaba yaenterado de todo, y tenía que entregarle los veinte mil dólares, pero aun me quedabanesperanzas de conservar el dinero —o por lo menos una gran parte de él—, y con ese finseguí engañándole. Burke me dio mucho trabajo porque, considerándose con ciertosderechos sobre mí, los celos lo enfurecían. Le pedí a Tin-Star que le intimidara enevitación de peores males. —Esta noche uno de los hombres de Tin-Star subió y nos dijo que un hombrellamado Porky Grout, que desde hacía dos noches llevaba rondando por el parador, habíahecho un par de tonterías que le delataban como tipo sospechoso. Me señalaron a Grout,aproveché una oportunidad para presentarme en la parte del parador destinada al público,y me senté en una mesa próxima a la suya. Como usted sabe muy bien era un tipajo decuidado. En menos de cinco minutos lo tenía en mi mesa, y media hora después sabía que
 
le contó a usted que Burke y yo estábamos en la White Shack. No me dio unainformación detallada, pero me dijo más que suficiente para que yo adivinara el resto. —Subí y se lo conté a los demás. Fag quería matar a Grout y a Burke, pero se lo quitéde la cabeza. Le dije que eso no nos ayudaría en nada y que tenía a Grout en el bolsillodispuesto a hacer cualquier cosa por mí. Creí que le había convencido pero... Finalmentedecidimos que Burke y yo cogeríamos un coche y nos iríamos, y que cuando usted llegaraaquí Grout le diría que se había equivocado y le señalaría un hombre y una mujer — cualquiera de los que viera en ese momento— diciéndole que los había tomado por nosotros. Me retrasé para coger un chal, y Burke salió solo en dirección al coche, Fag lomató. ¡No sabía que iba a matarlo! ¡De haberlo sabido no le hubiera dejado disparar! ¡Por favor, créame lo que le digo! ¡No estaba tan enamorada de Burke como creía, pero, por favor, créame, que después de todo lo que había hecho por mí no hubiera dejado que lehiciesen ningún daño! —Después de eso, me agradara o no, tenía que seguir con los otros. Y seguí con ellos.Grout se encargó, por orden nuestra, de decirle a usted que nosotros tres estábamos en la parte posterior del porche cuando mataron a Burke, y dimos instrucciones a otros para quecontasen la misma historia. Luego subió usted y me reconoció. Quiso mi mala suerte quefuera usted, ¡el único detective que me conoce en San Francisco! —El resto lo sabe usted; como subió detrás de usted Porky Grout y apagó las luces, ycomo le entretuvo Joplin mientras nos escapábamos en busca del coche; y luego, cuandonos alcanzó con su coche, Grout se ofreció para enfrentarse a usted mientras nosotros poníamos tierra por medio, y ahora... Se interrumpió y se estremeció ligeramente. La capaque le había dado cayó de sus hombros. No sé si fue porque estaba muy próxima a mí, locierto es que también yo me estremecí. Mis dedos se metieron nerviosamente en mi bolsillo y sacaron un cigarrillo arrugado y aplastado. —Eso es todo lo que usted quería escuchar —dijo suavemente, con su cara mediovuelta hacia mí. Quería que usted lo supiera. Usted es un hombre duro, pero yo...Tragué saliva y, de repente, el cigarrillo que tenía en la mano dejó de moversenerviosamente. —No se ponga tan patética, joven — dije. Es una lástima que habiendo realizado sutrabajo con tanta destreza venga a estropearlo ahora con sus palabras.Se echó a reír —una breve risa, amarga y repentina que denotaba enfado— y puso sucara todavía más cerca de la mía. Sus ojos grises tenían suavidad y placidez. —Pequeño detective gordo cuyo nombre no conozco —su voz era ronca y burlona—,crees que estoy bromeando un poco, ¿no es verdad? ¿Crees que bromeo para intentar recuperar mi libertad? Quizá sí. Aceptaría la libertad si me la ofrecieran. Pero... Loshombres me han considerado hermosa, y he jugado con ellos. Las mujeres somos así. Loshombres me han querido y a pesar de haber hecho con ellos lo que me apetecía, losencuentro despreciables. Pero llega un momento en que aparece un pequeño y gordodetective cuyo nombre no conozco, y se comporta conmigo como si fuera una bruja.¿Puedo evitar sentirme atraída un poco hacia él? Las mujeres somos así. ¿Tan vulgar meencuentra que no cree que haya algún hombre capaz de mirarme con cierto interés?¿Acaso soy fea? Negué con la cabeza. —Eres muy bonita —dije, intentando dar a mis palabras un tono intrascendente. —¡Mala bestia! —escupió, y después volvió a mirarme de nuevo con gesto amable —. Y, sin embargo, debido a tu actitud me encuentro sentada a tu lado confiándote miintimidad. Si me tomases en tus brazos y me apretaras contra tu pecho, y me dijeras queno ibas a llevarme a la cárcel, es natural que me alegraría. Pero, aunque por un momentome tomaras en tus brazos, serías tan sólo uno de esos hombres con los que estoyfamiliarizada; hombres que aman y son reemplazados después por otros de su misma
 
clase. Y como tú no haces ninguna de esas cosas, porque pareces estar hecho de piedra,me siento atraída hacia ti. ¿Crees, mi gordito detective que si bromeara te diría esto?Lancé un gruñido que no significaba ni afirmación ni negación, e hice un esfuerzo para no humedecer mis labios con la lengua. —Esta noche estaré en la cárcel si continúas siendo el mismo hombre duro que me haenloquecido de amor y no me ha hecho ningún caso; pero antes de que ocurra eso,¿puedes decirme si no me consideras algo más que muy bonita? ¿O al menos unainsinuación de que si no fuera tu detenida latiría tu pulso más fuerte cuando te toco? Voya entrar en la cárcel para mucho tiempo, tal vez me manden a la horca. Mi vanidad demujer es lo único que me queda. ¿No vas a permitir que quede a salvo? Haz algo para queno me arrepienta de haberme declarado a un hombre que se aburría mientras meescuchaba. Sus párpados se estremecieron; inclinó la cabeza tanto que pude ver el pulsode su blanca garganta; sus labios, ligeramente abiertos, no se habían movido desde que pronunció la última palabra. Mis manos apretaron la blanca y suave carne de su hombro.Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, y enlazó con su brazo mi cuello. —¡Tienes una hermosura maldita —grité fuera de mí, y la aparté con fuerza.Me pareció que pasaba una hora antes de que puse el coche en marcha y, ya en lacarretera, lo lancé a toda velocidad en dirección a la cárcel del condado de San Mateo. Lamuchacha se colocó de nuevo en su asiento, arrebujada en la capa que le había dado.Conducía con los ojos semicerrados a causa del aire que daba de lleno en mi cara yalborotaba mi cabello, y la falta de parabrisas me hizo recordar a Porky Grout.Porky Grout, cuya cobardía era notoria desde Seattle a San Francisco, plantado enmedio de la carretera, haciendo frente con un par de pistolas a un coche que se le echabaencima.
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Y esta mujer que estaba a mi lado había sido la causa de que Porky Grout hicieraeso! ¡Había logrado enamorarle, a pesar de que él no podía querer como una persona!¡Porky Grout, un repugnante reptil que sólo vivía para las drogas, se había prestado a unamuerte segura para que ella escapara! ¡Y la causante de todo era esa cuya boca había besado!Aminoré la velocidad del coche siguiendo, no obstante, la carretera.Pasamos por una ciudad; peatones que se ponían a salvo, rostros sorprendidos quenos miraban, centellos de las luces eléctricas a través de mis ojos humedecidos por elviento. Crucé la ciudad, y nos encontramos de nuevo en el campo.Al pie de una cuesta eché los frenos y se paró el coche. Acerqué mi cara a la de lamuchacha. —¡Además eres una embustera! —me di cuenta que gritaba alocadamente, pero no podía hablar en tono más bajo. —Pangbum no puso el nombre de Axford en ese cheque. Nunca supo nada de suexistencia. Te hiciste amiga suya porque sabías que su cuñado era millonario. Le preguntaste con habilidad y lograste enterarte de lo que él sabía sobre la cuenta corrientede su cuñado en la Golden Gate Trust. Robaste el talonario de cheques de Pangburn, porque lo busqué en su casa y no pude encontrarlo, y depositaste el cheque falsificado deAxford en su cuenta corriente, sabiendo que de esa forma el cheque ofrecía garantía. Aldía siguiente llevaste a Pangburn al Banco, diciéndole que ibas a hacer un depósito.Hiciste que te acompañara porque sabías que si él estaba contigo el cheque que
 
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 —No tengo nada emocionante que ofrecerle esta vez —me dijo Vance Richmondmientras nos estrechábamos las manos—. Sólo quiero que encuentre a un hombre, unhombre que ni siquiera es un criminal.En su voz había un dejo de disculpa. Los dos últimos casos que este abogado de caraenjuta y grisácea me había encargado, habían acabado en auténticos escándalos callejerosacompañados de tiroteo, y supongo que pensaba que cualquier trabajo de menor montame aburriría a muerte. Confieso que hubo un tiempo, cuando tenía unos veinte años y laAgencia de Detectives Continental acababa de contratarme, en que eso pudo ser cierto.Pero los quince años que habían transcurrido desde entonces me habían aplacado el gusto por los platos fuertes. —El hombre que quiero que encuentre —continel abogado mientras nossentábamos— es un arquitecto inglés llamado Norman Ashcraft. Es un hombre de unostreinta y siete años, de un metro setenta y cinco de estatura, buena facha, piel clara, pelorubio y ojos azules. Hace cuatro años era el típico británico de aspecto conservador.Puede que haya cambiado ahora, pues estos últimos años me imagino que deben haberlesido bastante duros.«El caso es el siguiente. Hace cuatro años los Ashcraft vivían juntos en Inglaterra,concretamente en Bristol. Al parecer la señora Ashcraft era muy celosa y por este motivono dejaba nunca en paz a su marido. Para colmo, él sólo contaba con el producto de sutrabajo, mientras ella había heredado de sus padres una considerable fortuna. Ashcraft eramuy sensible al hecho de estar casado con una mujer rica y, en consecuencia, hacía todolo posible por demostrar que no dependía del dinero de su esposa y que no se dejabainfluenciar por él, actitud bastante absurda, pero que cabía esperarse de un hombre de sutemperamento. Una noche ella le acusó de haber prestado demasiada atención a ciertamujer. Discutieron; Ashcraft hizo las maletas y se marchó.»A los pocos días su esposa estaba arrepentida. Había caído en la cuenta de que suenojo carecía de fundamento a no ser el de los celos, y trató de encontrarle, pero Ashcrafthabía desaparecido. Consiguió rastrearle de Bristol a Nueva York y de allí a Detroit,donde había sido detenido y multado por alteración del orden público en una riña entre borrachos.»A raíz de aquel incidente desapareció de nuevo y no volvió a aparecer hasta diezmeses más tarde, en Seattle.»El abogado revolvió los papeles que tenía sobre el escritorio hasta dar con uninforme. —El 23 de mayo de 1923 mató de un tiro a un ladrón en el cuarto que ocupaba en unhotel de Seattle. Al parecer la policía de aquella ciudad sospechó que había algo deirregular en aquel crimen, pero no pudieron acusarle de nada, pues la víctima eraindudablemente un ladrón. Con esto desapareció otra vez y no se volvió a saber de élhasta hace aproximadamente un año cuando la señora Ashcraft puso un anuncio en lacolumna correspondiente a anuncios personales de todos los periódicos de las principalesciudades de Estados Unidos, y un día recibió respuesta desde San Francisco. En la carta,redactada en términos muy correctos, su esposo le pedía simplemente que dejara de poner anuncios. Aunque ya no utilizaba el nombre de Norman Ashcraft, le molestaba verloimpreso en cada diario que leía.
 
«Ella le contestó a la lista de correos de aquella ciudad, avisándole de ello previamente por medio de otro anuncio. El respondió con otra carta bastante cáustica.Finalmente la señora Ashcraft volvió a escribirle pidiéndole que regresara a casa, a lo queél se negó, aunque en términos más amistosos. Intercambiaron después una serie de cartasen las que él confesó que se había aficionado a las drogas y que lo poco que le quedaba deorgullo le impedía verla hasta que no volviera a ser el que era. Ella le persuadió de queaceptara el dinero suficiente para rehabilitarse y desde entonces le envía mensualmentecierta cantidad a la lista de correos de esta ciudad.»Mientras tanto, como no tenía parientes que la retuvieran en Inglaterra, liquidó susasuntos allí y se vino a San Francisco para estar cerca de su marido cuando éste decidieraregresar a ella. Así ha pasado un año. La señora Ashcraft le sigue mandando una cantidadcada mes y continúa esperando su vuelta. El, por su parte, se ha negado repetidamente averla y sus cartas están llenas de evasivas y referencias a la lucha que sostiene contra ladroga, de la que se libera un mes para volver a caer en ella al siguiente.»La señora Ashcraft, como es natural, comienza a sospechar que su esposo no tiene lamenor intención de regresar a ella ni de renunciar a las drogas, que simplemente la estáutilizando como fuente de ingresos regulares. He tratado de convencerla de queinterrumpa los envíos durante cierto tiempo, pero se niega a hacerlo porque se consideraresponsable de todo lo ocurrido. Cree que aquella extemporánea expresión de celos es loque provocó la desgracia de su marido y tiene miedo de hacer algo que pueda dañarle oinducirle a tomar medidas aún más perjudiciales. En ese aspecto es imposible hacerlacambiar de actitud. Quiere que Ashcraft vuelva a ella y se rehabilite, pero si él se niega aello, está dispuesta a continuar pasándole una pensión durante el resto de su vida. Loúnico que desea saber es qué le cabe esperar: Quiere acabar con esta terrible inseguridaden que vive.»Lo que queremos es que usted encuentre a Ashcraft. Deseamos saber si hayesperanza de que vuelva a ser el hombre que era o si ha caído tan bajo que no existerecuperación posible. Esa es su tarea. Búsquele, averigüe lo que pueda, y luego, una vezque sepamos algo, decidiremos si es mejor concertar una entrevista entre los dos con laesperanza de que ella pueda convencerle, o no». —Lo intentaré —respondí—. ¿Qué día hace la señora Ashcraft su envío mensual? —El primero de cada mes. —Hoy es el veintiocho. Eso me da tres días para terminar un asunto que tengo entremanos. ¿Tiene una foto de él? —Desgraciadamente, no. Después de la discusión, la señora Ashcraft destruyó en unrapto de ira todo lo que pudiera recordarle a su esposo.Me levanté y descolgué mi sombrero del perchero. —Le veré el día dos —dije mientras salía de la oficina.La tarde del día uno me fui a la Central de Correos y hablé con Lusk, el encargado enaquellos días de la lista de correos. —Nos han informado de que un tipo que ando buscando —le dije a Lusk— vendrá arecoger su correspondencia a una de estas ventanillas. ¿Puede dar orden de que cuandovenga me lo identifiquen?Los inspectores de correos están a merced de una serie de regulaciones que les prohíben colaborar con detectives privados excepto en ciertos asuntos de decidido matizcriminal. Pero un inspector complaciente no tiene por qué someter a un detective a ningúnmartirio chino. Se le miente para que tenga una coartada en caso de que el asunto secomplique, y el que él sepa que se le ha mentido o no, carece de importancia.Así que volví al piso de abajo y me apliqué a la tarea de matar el tiempo sin perder devista la ventanilla correspondiente a las letras A a D. El empleado a cargo de dicha
 
ventanilla tenía instrucciones de hacerme una sería cuando alguien fuera a reclamar lacorrespondencia de Ashcraft. La carta de su esposa aún no había llegado, pero no quisecorrer ningún riesgo y me quedé vigilando hasta la hora del cierre.A la mañana siguiente, poco después de las diez, empezó la función. Uno e losempleados me dio la señal en el momento en que un hombre de corta estatura vestido conun traje azul y sombrero flexible de color gris, se retiraba de una ventanilla con el sobreen la mano. Contaba unos cuarenta años de edad, aunque estaba muy avejentado. Surostro tenía una consistencia pastosa, andaba arrastrando los pies y su traje pedía a gritosun buen cepillado y planchado.Se vino derecho a la mesa frente a la cual me hallaba yo de pie fingiendo revisar unos papeles. Sacó un sobre grande del bolsillo y aunque sólo pude ver el frente por unsegundo, me bastó para comprobar que estaba ya escrito y franqueado. Manteniendo lacara del sobre contra su pecho de modo que me era imposible leer la dirección, introdujoen él la carta que acababan de entregarle y humedeció la goma con la lengua. Pegó elsobre cuidadosamente y se dirigió hacia los buzones. Yo le seguí. No me quedaba otroremedio que utilizar el siempre socorrido recurso del tropezón.Me adelanté un paso, fingí resbalar en el suelo de mármol y me aferré al hombrecomo tratando de recuperar el equilibrio. Fue un desastre total. En medio de aquel fingidoresbalón, di un patinazo y ambos caímos al suelo enzarzados como un par de luchadores.A duras penas logré ponerme en pie, le ayudé a levantarse, murmuré una disculpa ycasi tuve que apartarle de un empujón para impedir que recogiera el sobre que yacía bocaabajo en el suelo. Al entregárselo tuve que volverlo para poder leer la dirección:
S
B
C
H
D
Tijuana, Baja California, MéjicoTenía la dirección, pero me había delatado. No había forma humana de que aquelhombrecillo vestido de azul no hubiera reparado en mi estratagema. Me sacudí el polvodel traje mientras él introducía el sobre en la ranura del buzón y se dirigía después a la puerta que daba a la calle Mission. No podía dejarle escapar con lo que sabía. A todacosta tenía que impedir que avisara a Ashcraft. Decidí utilizar otro truco tan viejo como eldel resbalón y seguí al hombrecillo de nuevo.En el momento en que le alcanzaba se volvió para ver si le seguía. —Hola Micky —le saludé—. ¿Cómo van las cosas por Chicago? —Usted se equivoca —respondió sin detenerse entreabriendo apenas la comisura desus labios grisáceos—. No tengo nada que ver con Chicago.Tenía ojos de color azul pálido y pupilas diminutas; los ojos del hombre adicto a lamorfina o la heroína. —Déjate de historias —le respondí—. Acabas de bajarte del tren esta misma mañana.Se paró en la acera y se volvió hacia mí. —¿Yo? ¿Quién se cree que soy? —Eres Micky Parker. El "Holandés" nos dio el soplo de que venías a San Francisco. —¡Está chiflado! —dijo mirándome con sorna—. No de qué demonios estáhablando.La verdad es que yo tampoco lo sabía. Levanté la mano derecha sin sacarla del bolsillo del abrigo. —Como tú quieras —dije con voz amenazadora—.De un salto, se apartó de mi abultado bolsillo. —Oiga amigo —suplicó—. Usted se ha equivocado, de verdad se lo digo. No mellamo Micky Parker y hace un año entero que vivo en San Francisco.
 
 —Eso tendrás que demostrármelo. —Se lo demostraré —dijo ansiosamente—. Venga a mi casa conmigo y verá. Mellamo Ryan y vivo a la vuelta de la esquina, aquí en la calle Sexta. —¿Ryan? —pregunté. —Sí, john Ryan.Aquello le delató. No creo que haya más de tres ladrones de solera en el país que nohayan usado el nombre de John Ryan por lo menos, una vez. Es el "John Smith" delhampa.Aquel John Ryan en particular me condujo a una casa de la calle Sexta donde la patrona, una mujer de armas tomar de unos cincuenta años de edad con unos brazos tanmusculosos y velludos como los de un herrero de aldea, me aseguró que su inquilinohabía vivido en San Francisco durante varios meses y que recordaba haberle visto almenos una vez al día durante las dos últimas semanas. De haber ido buscando realmenteal mítico Micky Parker en Chicago, jamás hubiera creído a aquella mujer, pero dada lasituación, fingí darme por satisfecho.El asunto iba tomando mejor cariz. Había conseguido confundir a Ryan. Le habíaconvencido de que le había tomado por otro hampón y que no era la carta de Ashcraft loque me interesaba. Tal como estaban las cosas, podía considerarme relativamente a salvo.Pero dejar un solo cabo suelto es cosa que me inspira verdadero horror.Ese pájaro era un drogadicto y me había dado un nombre falso, así que ... —¿Cómo te vas defendiendo? —le pregunté. —Hace un par de meses que no doy golpe —balbuceó—, pero pienso abrir una casade comidas con un compañero la semana que viene. —Vamos a tu habitación —sugerí—. Quiero hablar contigo.La idea no le entusiasmó, pero, aunque a regañadientes, me condujo escaleras arriba.Ocupaba dos cuartos y una cocina en el tercer piso, dos habitaciones sucias y de olor nauseabundo. —¿Donde está Ashcraft? —le espeté. —No sé de qué me habla —balbuceó. —Pues más vale que te vayas enterando —le aconsejé—, si no quieres pasarte unatemporadita a la sombra. —No puede acusarme de nada. —¿Cómo que no? ¿Te gustaría que te echaran de treinta a sesenta días por vagancia? —¡Qué vagancia ni qué niño muerto! Llevo quinientos dólares encima.Le lancé una sonrisa burlona. —No me vengas con esas Ryan. Tú sabes que un fajo de billetes no te sirve de nadaen California. No tienes trabajo. No puedes justificar ese dinero. Eres que ni hecho deencargo para la Sección de Vagancia.Daba por sentado que aquel individuo se dedicaba al tráfico de drogas. Si corría elriesgo de que aquello pudiera salir a la luz cuando le detuvieran, lo más probable es queestuviera dispuesto a vender a su compinche para salvar su propio pellejo, sobre todo si,tal como yo creía, Ashcraft no había cometido realmente ningún delito serio. —Yo de ti —proseguí mientras él meditaba con la mirada clavada en el suelo—, sería buen chico y hablaría. Estás...Súbitamente se inclinó hacia un lado sin levantarse y echó una mano hacia atrás.De una patada le saqué de su asiento.Si no hubiera tropezado con la mesa, le habría tumbado. Aun así, el puñetazo que arenglón seguido le dirigí a la mandíbula, le alcanzó en pleno pecho y le hizo caer con lamecedora encima de él. La aparté de un manotazo y le arrebaté el arma, una pistola baratacontrachapado del calibre 32. Luego volví a ocupar mi asiento al otro lado de la mesa.
 
Con aquel conato de lucha hubo suficiente. Se puso en pie gimiendo. —Se lo diré todo. No quiero líos. Ese tal Ashcraft me contó que estaba sacándole el jugo a su mujer. Me dio diez dólares para que recogiera cada mes una carta dirigida a él yse la mandara a Tijuana. Le conocí aquí en San Francisco. Hace seis meses se fue aMéjico y ahora anda liado con una mujer allí. Antes de irse le prometí que le haría elencargo. Sabía que se trataba de dinero porque él lo llamaba su "pensión", pero no sabíaque fuera nada ilegal. —¿Qué clase de fulano es ese Ashcraft? ¿Qué es lo suyo? —No lo sé. Puede que sea un estafador, pero se cuida de las apariencias. Es inglés ygeneralmente usa el nombre de Ed Bohannon. Le da bien a la droga. Yo no la gasto —esasí que no me la tragué—, pero ya sabe usted lo que pasa en ciudades como ésta. Uno seroza con gente de todas las calañas. No tengo ni idea qué se trae entre manos.Eso fue todo lo que pude sacarle. No pudo o no quiso decirme dónde había vividoAshcraft en San Francisco ni con quién se había tratado.Puso el grito en el cielo cuando se enteró de que pensaba entregarle a la Sección deVagos y Maleantes. —Usted dijo que me dejaría en paz si hablaba —gimoteó. —No prometí nada. Además, cuando un fulano trata de largarme un balazo, eso paramí cancela cualquier acuerdo que tuviera con él. Así que, ¡andando! No podía arriesgarme a dejarle en libertad hasta que pudiera localizar a Ashcraft. Encuando me diera la vuelta podía ponerle un telegrama y con eso mi plan se volatilizaba.Fue una corazonada lo de encerrar a Ryan. Cuando le tomaron las huellas en laJefatura de Policía, resultó ser un tal Fred Rooney, alias "jamocha", traficante de drogasfugado de la Prisión Federal de Leavenworth con ocho años de condena por delante. —¿Podrá tenerlo a la sombra por lo menos un par de días? —pregunté al director dela prisión municipal—. Tengo un asunto pendiente y me vendría muy bien que le tuvieraincomunicado durante ese tiempo. —Desde luego —prometió el director—. Las autoridades federales no le reclamaránhasta dentro de dos o tres días. Hasta entonces le tendremos bien guardadito.De la cárcel me fui a la oficina de Vance Richmond comunicarle el resultado de misaveriguaciones. —Ashcraft recibe su correspondencia en Tijuana donde vive. Utiliza el nombre de EdBohannon y parece que está liado con una mujer allí. Acabo de poner a la sombra a unode sus amigos, un prófugo que se encargaba de enviarle el correo.El abogado descolgó el auricular. Marcó un número. —¿Está la señora Ashcraft? Soy el señor Richmond. No le hemos encontrado aún, pero creemos que sabemos dónde está ... Sí ... Dentro de unos quince minutos...Colgó el teléfono y se levantó. —Nos acercaremos a casa de la señora Ashcraft y hablaremos con ella.Un cuarto de hora después bajábamos del coche de Richmond en la calle jackson casiesquina a la calle Gough, frente a una casa de piedra blanca de tres pisos ante la cual seextendía un pequeño jardín de césped cuidadosamente cortado rodeado por una verja dehierro.La Sra. Ashcraft nos recibió en una salita del segundo piso. Era una mujer alta deunos treinta años de edad, vestida con un traje gris que subrayaba su esbelta belleza. Eladjetivo que mejor la describía era el de "clara"; claro era el azul de sus ojos, el tonorosado de su piel y el castaño de sus cabellos.Richmond me presentó a ella y le dijo después lo que había averiguado, a excepciónde lo referente a la mujer de Tijuana. También yo me callé que muy posiblemente sumarido era ahora un delincuente.
 
 —Me han dicho que su esposo está en Tijuana. Se fue de San Francisco hace seismeses y le envían la correspondencia a un café de esa ciudad, a nombre de EdwardBohannon.Sus ojos se iluminaron, pero se abstuvo de hacer demostraciones de alegría. No eramujer para ello. Se dirigió al abogado. —¿Quieren que vaya yo a Tijuana? ¿O prefiere ir usted?Richmond negó con la cabeza. —Ni usted ni yo. Usted no debe ir, y yo no puedo, al menos por ahora —se volvióhacia mí—. Tendrá que ir usted. Está más capacitado que nosotros para llevar este asunto.Sabe lo que conviene hacer y cómo hacerlo. La señora Ashcraft no quiere forzar a suesposo a nada, pero tampoco quiere dejar de hacer nada que pueda ayudarle.La Sra. Ashcraft me tendió una mano fuerte y fina. —Usted hará lo que crea más conveniente.Aquellas palabras eran a la vez una interrogación y una expresión de confianza. —Desde luego —prometí.Me había caído bien aquella Sra. Ashcraft.Tijuana no había cambiado mucho en los dos años que llevaba yo sin visitar laciudad. Allí seguían, idénticos, los doscientos metros de calle sucia y polvorienta que seabría entre dos filas casi continuas de bares y cantinas. En las mugrientas calles lateralesse refugiaban los tugurios que no habían hallado cabida en la calle principal.El automóvil que me llevó desde San Diego, me vomitó en el centro de la ciudad a primera hora de la tarde, cuando el ajetreo diario no había hecho más que comenzar. Sólodos o tres beodos vagabundeaban entre perros callejeros y mejicanos ociosos, pero unamuchedumbre de borrachos en potencia había comenzado ya a hacer la ronda habitual delos salones.En medio de la manzana siguiente vi una gran herradura dorada. Recorrí el cortotrecho que me separaba de ella y entré en la cantina. Constituía un ejemplo característicodel antro local. A la izquierda de la puerta de entrada, se hallaba la barra que ocupaba máso menos la mitad de la longitud del muro. Al final de ella había tres o cuatro máquinastragaperras. Frente a la barra, junto a la pared de la derecha, una pista de baile se extendíadesde el frente del local hasta una plataforma donde una orquesta de músicos grasientos —se disponía a comenzar su tarea. Tras de la orquesta había una fila de pequeñoscubículos con una mesa y dos bancos en cada uno de ellos.A causa de lo temprano de la hora, el local estaba medio vacío. Mi aparición atrajo laatención del camarero. Era un irlandés fornido de tez arrebolada y pelo rojizo que le caíaen dos rizos sobre la cara ocultando la poca frente que tenía. —Quiero ver a Ed Bohannon —le dije confidencialmente.Volvió hacia mí unos ojos sin expresión. —No conozco a ningún Ed Bohannon.Cogí un lápiz, garrapateé en un papel "Trincaron a jamocha", y se lo alargué. —Si alguien que dice ser Ed Bohannon pide este papel, ¿se lo dará usted? —No veo por qué no. —Muy bien —le dije—. Me quedaré un rato por aquí.Me dirigí al otro extremo del salón y me senté a la mesa de uno de los apartados.Antes de que pudiera siquiera acomodarme en mi asiento, se instaló junto a mí una chicalarguirucha que no sé qué extraña operación se habría hecho en el pelo, pero lo tenía decolor púrpura. —¿Me invitas a una copa? —me preguntó.La mueca que esbozó probablemente pretendía ser una sonrisa. Fuera lo que fuera,me heló la sangre en las venas y ante la posibilidad de que la repitiera, decidí rendirme.
 
 —Sí —respondí, y pedí una botella de cerveza al camarero que se había apostado,expectante, a mis espaldas.La mujer del pelo color púrpura había liquidado su vaso de whisky y habría ya la boca para sugerirme que pidiera el siguiente (las prostitutas de Tijuana no se andan por las ramas), cuando sonó una voz a mi espalda. —Cora, Frank te anda buscando.Cora frunció el ceño y comenzó a buscar con la mirada por encima de mi hombro.Luego esbozó otra vez aquella mueca siniestra, y dijo: —Está bien, Kewpie. ¿Quieres ocuparte tú de mi amigo? —y se fue.Kewpie se sentó junto a mí. Era una chica llenita y de corta estatura, como mucho dedieciocho años de edad. Parecía una niña. El cabello moreno le caía en bucles sobre unrostro redondo de muchacho travieso.Sus ojos eran risueños y atrevidos.La invité a una copa y pedí para mí otra cerveza. —¿En qué piensas? —pregunté. —En beber,Me dirigió una sonrisa burlona, una sonrisa tan infantil como la limpia mirada de susojos castaños. —En trincarme todo lo que tengan. —¿Y aparte de eso?Sabía que aquel relevo no había sucedido porque sí. —Me han dicho que andas buscando a un amigo mío. —¿Quiénes son tus amigos? —Por ejemplo, Ed Bohannon. ¿Conoces a Ed? —No. Aún no. —Pero, ¿le estás buscando? —Sí. —¿De qué se trata? Quizá yo pueda avisarle. —Déjalo —dije echándome un farol—. Ese Ed se da demasiada importancia. El se lo pierde. Te invito a otro trago y me largo.La muchacha reaccionó. —Espera un minuto. Veré si puedo encontrarle. ¿Cómo te llamas? —Digamos que me llamo Parker. Es un nombre tan bueno como otro cualquiera — ese era el que había dado a Ryan y el que primero me vino a la mente. —Espera aquí —me dijo mientras se dirigía a la puerta trasera del local—. Creo quesé dónde está.Diez minutos s tarde, un hombre entraba por la puerta delantera delestablecimiento y se acercaba a mi mesa. Era un inglés rubio, algo menor de cuarentaaños con todo el aspecto del hombre respetable que se ha dado a las drogas. No habíallegado aún a lo más bajo, pero se hallaba en camino, como indicaban la opacidad de susojos azules, las bolsas bajo sus ojos, los surcos en torno a la boca, los labios entreabiertosy el tono grisáceo de su piel. Su aspecto era aún agradable gracias a lo que quedaba de suantigua prestancia.Se sentó frente a mí. —¿Me buscaba? —¿Es usted Ed Bohannon?Asintió. —Pescaron a Jamocha hace un par de días —le dije—, y debe estar ya de vuelta en la prisión de Kansas. Logró enviarme recado desde la cárcel para que le avisara a usted.Sabía que yo pensaba venir a Tijuana.
 
Frunció el ceño sin levantar la vista de la mesa. Luego me lanzó una mirada penetrante. —¿Le dijo algo más? —No me dijo nada. Me mandó recado con un individuo. Yo ni le vi. —¿Va a quedarse en Tijuana mucho tiempo? —Dos o tres días —respondí—. Tengo aquí un asunto pendiente.Sonrió y me tendió la mano. —Gracias por el aviso, Parker. Si se viene conmigo, le daré algo decente de beber.A eso sí que no tenía nada que objetar. Salimos de la "Herradura Dorada" y por unade las bocacalles llegamos a una casa de adobe que se levantaba allá donde la ciudadmoría en el desierto. Me dejó en un cuarto que daba a la calle no sin antes señalarme unasilla, y desapareció en la habitación contigua. —¿Qué le apetece? —me preguntó desde allí—. ¿Whiskey de centeno, ginebra,whiskey escocés....? —El último gana —le respondí interrumpiendo la enumeración.Trajo una botella de Black and White, un sifón y unos vasos, y nos sentamos a beber.Bebimos y hablamos, hablamos y bebimos y ambos pretendimos estar mucho más borrachos de lo que estábamos aunque a decir verdad no pasó mucho tiempo antes de quelos dos estuviéramos como cubas.Aquello se convirtió pura y simplemente en un concurso de resistencia al alcohol. Eltrató de hacerme beber hasta reducirme a pulpa, una pulpa que soltara fácilmente todossus secretos, y confieso que mi intención era exactamente la misma. Pero ninguno de losdos logró hacer muchos progresos. —¿Sabes? —me dijo en un determinado momento de la tarde—. He sido uncompleto idiota. Tengo la mujer más encantadora del mundo y está empeñada en quevuelva a ella. Y sin embargo, aquí me tienes, dándole a la botella y a la droga mientras podría ser alguien. Soy arquitecto, ¿te enteras? Y de los buenos. Pero caí en la rutina, memezclé con toda esta gentuza y es como si no pudiera salir de todo esto. Pero loconseguiré, eso te lo digo yo.... Volveré con mi mujercita, la mujer más buena del mundo.Acabaré con la droga y con todo. Mírame bien. ¿Tengo yo pinta de drogado? Claro queno. Como que ya me estoy curando... Vas a verlo. Te lo demostraré. Voy a echar una pitada y luego verás como puedo dejarlo....A duras penas se levantó de su asiento, fue al cuarto de al lado, y volvió dandotumbos trayendo una pipa de opio de ébano y plata en una bandeja también de plata. Ladepositó sobre la mesa y me tendió la pipa. —Echa una a mi salud, Parker.Le dije que prefería seguir dándole al whiskey. —Si prefieres cocaína, puedo ponerte una inyección —me invitó.Rechacé la cocaína. El se tendió cómodamente en el suelo junto a la mesa y asícontinuamos la fiesta, él fumando su opio y yo castigando a la botella, y ambos hablando para beneficio ajeno y tratando de sonsacarle lo más posible al otro.Cuando Kewpie apareció a la medianoche, yo ya llevaba encima una buena curda. —Parece que os divertís, ¿eh? —dijo riendo mientras se inclinaba a besar el pelo delinglés.Se sentó de un salto sobre la mesa y echó mano a la botella. —No puede irnos mejor —le respondí aunque quizá no muy claramente. —Deberías ajumarte más a menudo, pescadilla. Te sienta bien. No recuerdo si contesté, o no. Lo que sí recuerdo es que poco después me tendí en elsuelo junto al inglés y me dormí.Los dos días siguientes transcurrieron más o menos como el primero. Ashcraft y yo
 
lamuchacha llamada Kewpie estaba loca por él, mientras que a él la chica legustaba, pero nada más.Tras una noche de sueño reparador entre Los Angeles y San Francisco, me encontréen la estación de la esquina de las calles Tercera y Townsed. Para entonces la cabeza y elestómago me habían vuelto casi a su estado normal y mis nervios se habían tranquilizado.Desayuné más de lo que había comido en los últimos tres días y me dirigí a la oficina deVance Richmond.El señor Richmond está en Eureka —me dijo su secretaria. —Puede usted llamarle por teléfono?Podía, y lo hizo.Sin mencionar nombres, le dije al abogado lo que sabía y lo que sospechaba. —Entiendo —respondió—. Le sugiero que vaya a ver a la señora Ashcraft y le digaque la escribiré esta misma noche. Probablemente volveré a San Francisco pasadomañana. Creo que podemos esperar hasta entonces a tomar una decisión sin peligro deque ocurra nada.Tomé un tranvía hasta la Avenida Van Ness, allí hice trasbordo y llegué a la casa dela señora Ashcraft. Llamé al timbre sin obtener respuesta. Después de insistir variasveces, me di cuenta de que en el suelo, ante la puerta, había dos periódicos. Miré lasfechas. Eran el del día en curso y el del anterior.Un hombre vestido con un mono descolorido regaba el jardín vecino. —¿Sabe usted si se ha ido la gente que vivía en esta casa? —le pregunté. —No creo. La puerta trasera está abierta. Lo vi esta mañana.Se detuvo rascándose la barbilla. —Aunque puede que hayan salido —continuó con lentitud—. Ahora que usted lodice, ayer no les vi en todo el día.Bajé la escalinata, di la vuelta a la casa, salté la cerca trasera y subí los peldaños queconducían a la entrada de servicio. La puerta de la cocina estaba entornada. Dentro no seveía a nadie, pero se oía correr el agua.
 
Llamé con los nudillos lo más fuerte que pude. No hubo respuesta. Empujé la puertay entré. El sonido procedía de la pila.Bajo un débil chorro de agua había un cuchillo de carnicero cuya hoja saldría unostreinta centímetros de longitud. Estaba limpio, pero la pared opuesta de la pila, allá dondesalpicaba levemente el agua, estaba cuajada de manchas diminutas de un color marrónrojizo. Arañé una de ellas con la uña. Era sangre seca.A excepción de la sangre, no vi nada que pudiera considerarse anormal. Abrí la puerta de la despensa. Todo estaba en orden. Frente a había una puerta quecomunicaba con el resto de la casa. La abrí y avancé por un pasillo débilmente iluminado por la poca luz que llegaba de la cocina. Tanteaba en la penumbra el lugar donde suponíaque hallaría el interruptor de la luz, cuando tropecé con un bulto blando.Aparté el pie, busqué en el bolsillo una caja de cerillas, y encendí una. Un muchachofilipino yacía a mis pies a medio vestir con la cabeza y los hombros sobre el suelo del pasillo y el resto del cuerpo contorsionado sobre los primeros peldaños de una escalera.Estaba muerto. Mostraba una herida en un ojo y una enorme cuchillada justo debajode la barbilla. Sin necesidad siquiera de cerrar los ojos, pude reconstruir el crimen. Elasesino había alcanzado a la víctima en lo alto de las escaleras, le había sujetado por lacara introduciéndole el pulgar en uno de sus ojos y echándole hacia atrás la cabeza para poder asestarle la cuchillada en el cuello. Después le había arrojado por las escaleras.A la luz de una segunda cerilla, hallé el interruptor de la luz. Lo accioné, me abrochéel abrigo y comencé a subir las escaleras. Aquí y allá se veían goterones de sangreoscurecida. En el descansillo del segundo piso, una enorme mancha roja destacaba sobreel dibujo del papel de la pared. En lo alto de las escaleras hallé otro interruptor y encendíla luz.Avencé por el pasillo, me asomé al interior de dos habitaciones en que no vi nada queme llamara la atención y seguí adelante hasta doblar un ángulo del corredor. Allí medetuve de un salto a punto de tropezar con el cuerpo de una mujer.Yacía en el suelo boca abajo con las rodillas dobladas bajo el cuerpo y las manoscrispadas sobre el estómago. Iba vestida con un camisón y llevaba el largo cabellorecogido a la espalda en una trenza.Le puse un dedo sobre la nuca. Estaba fría como el hielo.Me arrodillé junto a ella teniendo cuidado de no rozarla, y miré su rostro. Era ladoncella que cuatro días antes nos había abierto la puerta a Richmond y a mí.Me puse en pie y miré a mi alrededor. La cabeza de la sirvienta casi rozaba con una puerta cerrada. Evitando tropezar con el cadáver, la abrí y entré en un dormitorioevidentemente no era el de la doncella. Estaba lujosamente decorado en tonos grises ycrema y adornaban las paredes unos grabados franceses. Todo estaba en orden en lahabitación excepto la cama. Sábanas, colchas y mantas estaban apiladas sobre ella enconfuso montón, un montón que, a decir verdad, abultaba demasiado...Inclinado sobre el lecho, comencé a retirar una por una las cubiertas. La segundaapareció manchada de sangre. De un tirón aparté el resto.Frente a mí apareció el cadáver de la Sra. Ashcraft.Formaba un pequeño ovillo del que sobresalía solamente la cabeza que colgabacontorsionada de un cuello rebanado hasta el hueso. Cuatro profundos arañazos lecruzaban un lado del rostro, de la sien a la barbilla.Vestía un pijama de seda azul, una de cuyas mangas había sido arrancada. Tanto éstecomo las sábanas estaban empapadas en sangre que las cubiertas habían mantenidohúmeda.Cubrí el cadáver con una manta, sorteé cuidadosamente el cuerpo de la mujer queyacía en el pasillo, y bajé encendiendo todas las luces que pude en busca de un teléfono.
 
Lo encontré al pie de la escalera. Llamé primero a la policía y después a la oficina deVance Richmond. —Dígale al sefíor Richmond que la señora Ashcraft ha sido asesinada —le dije a lasecretaria—. Estoy en casa de la víctima. Puede llamarme aquí.Salí al exterior por la puerta principal y me senté en el escalón superior a fumar uncigarrillo mientras aguardaba a la policía.Estaba destrozado. No era la primera ocasión en que veía más de tres muertos, peroésta me había pillado con los nervios aún resentidos de tres días de borrachera.Antes de que terminara mi primer cigarrillo, un coche de policía dobló la esquina atoda velocidad, paró frente a la casa y comenzó a vomitar hombres. El sargento O'Gar, jefe de la Sección de Homicidios, fue el primero en subir la escalinata. —¿Qué hay? —me saludó—. ¿Qué ha descubierto esta vez? —Al tercer cadáver me di por vencido —le dije mientras le conducía al interior de lacasa—. Quizá un profesional como usted pueda encontrar alguno más. —Para ser un aficionado, no se le ha dado mal —respondió.Mi resaca se había desvanecido y estaba ansioso de poner manos a la obra.Le mostré primero el cadáver del filipino y luego los de las dos mujeres. No hallamosninguno más.Durante las horas siguientes, O'Gar, los ocho hombres que había traído consigo y yonos dedicamos por entero a las tareas de rutina en esos casos. Había que registrar la casade arriba abajo, interrogar a los vecinos, llamar a las agencias que habían facilitado elservicio, localizar e interrogar a las familias y amigos del filipino y la doncella y tambiénal chico de los periódicos, al de la tienda de ultramarinos, al de la lavandería, al cartero...Una vez reunidos la mayor parte de los informes, O'Gar y yo nos escurrimos lo másdiscretamente que pudimos y nos encerramos en la biblioteca. —Anteanoche, ¿eh? La noche del miércoles —gruñó O'Gar una vez que nos hallamosconfortablemente instalados en sendos sillones de cuero fumando un cigarrillo.Asentí. El informe del forense que había examinado los cuerpos, la presencia de losdos períodicos en la entrada y el hecho de que ni los vecinos, ni el chico de los recados dela tienda de ultramarinos ni el carnicero hubieran visto a ninguno de los habitantes de lacasa desde el miércoles, hacía suponer que el crimen había ocurrido o el miércoles por lanoche o durante las primeras horas de la mañana del jueves. —Yo diría que el asesino forzó la puerta de servicio —continuó O'Gar mirando altecho a través del humo—, cogió un cuchillo en la cocina y subió las escaleras. Puede quese dirigiera directamente al cuarto de la señora Ashcraft o puede que no, pero lo cierto esque antes o después llegó allí. La manga arrancada y los arañazos del rostro de la víctimademuestran que ésta ofreció resistencia. El filipino y la doncella oyeron el ruido de lalucha o quizá los gritos de su señora y corrieron a ver qué pasaba. Lo más probable es quela criada llegara a la puerta del dormitorio en el momento en que salía el asesino y éste lamató allí mismo. Luego debió ver al filipino que salía huyendo, le alcanzó en lo alto delas escaleras y acabó con él también. Luego bajó a la cocina, se lavó las manos, dejó elcuchillo y huyó. —Hasta aquí estoy de acuerdo —concedí—, pero veo que ha pasado por alto lacuestión de quién es el asesino y por qué hizo lo que hizo. —No me agobie —gruñó—, ahora llegaba a eso. Al parecer tenemos tres posibilidades a elegir. El asesino tuvo que ser o un maníaco que simplemente mató por darse el gusto, o un ladrón que perdió totalmente la cabeza al verse descubierto, o alguienque tenía un motivo para liquidar a la señora Ashcraft y que se vio obligado a matar a lossirvientes que le sorprendieron.Mi opinión es que fue alguien que tenía una razón para acabar con la víctima.
 
 —No está mal —aplaudí—. Ahora escuche bien esto: el marido de la señora Ashcraftvive en Tijuana. Es un hombre ligeramente adicto a las drogas y anda mezclado con todotipo de indeseables. Ella estaba tratando de convencerle de que regresara a casa. Lo queno sabía es que su esposo andaba liado allí con una muchacha que bebe los vientos por ély es una actriz estupenda, lo que se dice una chica de cuidado. El estaba pensando endejarla y volver al lado de su esposa. —¿Y bien? —dijo O'Gar lentamente. —El problema es —continué—, que yo me hallaba con él y con la chica anteanoche,es decir, la noche del crimen. —¿Y bien?Alguien llamó con los nudillos a la puerta interrumpiendo nuestra conversación. Eraun policía que venía a avisarme de que me llamaban por teléfono. Bajé al primer piso,tomé el auricular y escuché la voz de Vance Richmond. —¿Qué ha pasado? La señorita Henry me transmitió el recado, pero no pudo darmeningún detalle.Le puse al corriente de lo sucedido. —Salgo para San Francisco esta noche —me dijo cuando hube terminado—. Ustedcontinúe la investigación y haga lo que crea más conveniente. Tiene carta blanca. —De acuerdo —repliqué—. Cuando usted vuelva probablemente estaré fuera de laciudad. Puede localizarme a través de la Agencia. Ahora voy a telegrafiar a Ashcraft en sunombre para pedirle que venga.Después de hablar con Richmond llamé a la cárcel municipal y pregunté al director siJohn Ryan, alias Fred Rooney, alias, jamocha, continuaba allí detenido. —No. Los agentes de la policía federal se lo llevaron ayer por la mañana.Volví a la biblioteca y le dije a O'Gar apresuradamente: —Voy a tomar el tren de la tarde para San Diego. Apuesto lo que quiera a que elcrimen se planeó en Tijuana. Voy a enviar un cable a Ashcraft pidiéndole que venga.Quiero sacarle de allí durante un par de días y si le hago venir a San Francisco usted se puede encargar de vigilarle. Le daré una descripción completa de él.Espérele a la salida de la oficina de Vance Richmond. La media hora siguiente ladediqué a enviar apresuradamente tres telegramas. El primero iba dirigido a Ashcraft:E
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El acontecimiento había reunido a un público de la más variada condición: artistas decine de Los Angeles, propietarios de fincas del Imperial Valley, marineros de la flota delPacífico, jugadores, turistas, tiniadores, y hasta alguna que otra persona normal.Comí, me registré en un hotel donde dejé la maleta y me dirigí al Hotel Grant dondedebía encontrarme con el agente enviado por la oficina de Los Angeles.Le encontré en el vestíbulo. Era un hombre joven, de cara pecosa y unos veintidósaños de edad. Tenía los ojos, de un gris brillante, clavados en un programa de las carrerasde caballos que sostenía en la mano derecha, uno de cuyos dedos llevaba con unesparadrapo.Pasé junto a él, me detuve a comprar un paquete de cigarrillos y, mientras lo hacía,corregí una imaginaria inclinación del ala del sombrero. Luego salí a la calle. El dedovendado y mi gesto constituían la contraseña. Admito que son trucos inventados antes dela Guerra Civil, pero como aún siguen dando resultado, su antigüedad no constituye razónsuficiente para descartarlos.Avancé por la calle Cuarta en dirección opuesta a Broadway, la arteria principal deSan Diego, y al poco rato, el detective me alcanzó. Se llamaba Gorman. En pocosmomentos le informé de lo que debía hacer. —Tiene que ir a Tijuana y montar guardia en el Café de la Herradura Dorada. Allíverá a una chica llenita encargada de hacer beber a los clientes. Es de corta estatura,cabellos rizados, ojos castaños, cara redonda, boca grande de labios rojos y hombrosanchos. No puede pasársela por alto. Tiene unos dieciocho años de edad y se llamaKewpie. A ella es a quien tiene que vigilar. No se le acerque ni trate de ganarse suconfianza. Cuando lleve usted allí una hora aproximadamente, entraré a hablar con ella.Quiero saber qué hace cuando me vaya y en los días siguientes —le di el nombre de mihotel y el número de la habitación que ocupaba—. Venga a informarme cada noche, peroen público no dé nunca pruebas de conocerme.Terminada la conversación, nos separamos.Yo me dirigí a la plaza y permanecí sentado en un banco durante una hora. Luego meacerqué a la esquina y entablé una lucha a brazo partido por un asiento en la diligenciaque partía para Tijuana.Tras veinticinco kilómetros de camino polvoriento compartiendo con otras cuatro personas un asiento destinado a tres, y de una parada momentánea en el puesto de Policíade la frontera, me hallé frente a la entrada del hipódromo de Tijuana. Las carreras habíanempezado hacía rato, pero una hilera ininterrumpida de espectadores continuaba entrando por la barrera giratoria.Me dirigí a la fila de coches de caballos que esperaba ante el Monte Carlo, el grancasino de madera, me encaramé a uno de ellos, y di orden al cochero de que me llevara al barrio viejo.El barrio viejo estaba desierto. La población en bloque se hallaba en el hipódromoviendo a los caballos hacer sus monadas. Cuando entré en la Herradura Dorada vi asomar el rostro pecoso de Gorman tras un vaso de mezcal. Ojalá que tuviera una constituciónfuerte. La necesitaba si pensaba aguantar la guardia a base de una dieta de cacto destilado.El recibimiento que me hicieron los habitantes de la Herradura no tuvo que envidiar al que haría una ciudad de provincias a su equipo de fútbol después de un triunfo encampo enemigo. Hasta el barman de los ricitos engomados me dirigió una sonrisaamistosa. —¿Dondé está Kewpie? —pregunté. —Cuidándole la familia al hermano Ed, ¿eh? —me espeuna enorme muchachasueca—. Veré si puedo encontrarla.Kewpie entró en ese momento por la puerta trasera y se abalansobre
 
asfixiándome a besos, abrazos, arrumacos y Dios sabe cuántas otras muestras de cariño. —¿Vienes a por otra curda? —No —respondí conduciéndola hacia la barra—. Esta vez se trata de negocios.¿Dónde está Ed? —Se fue al norte. Su mujer la palmó y fue a hacerse cargo de la lana. —Y eso te destroza el corazón, ¿no? —¡Cómo te lo diría! No sabes qué triste me tiene que papito se embolse ese montónde pasta.Le dirigí lo que pretendía ser una mirada cargada de experiencia. —¿Y crees que Ed va a volver a depositar el tesoro a tus pies?Sus ojos despidieron un fulgor oscuro. —¿Qué diablos te ha dado? —preguntó.Sonreí como quien se las sabe todas. —Pasará una de estas dos cosas —predije—. O te dejará como estaba planeado, o vaa necesitar hasta el último céntimo para salvar el pellejo. —¡Cochino mentiroso!Se hallaba de pie junto a mí, su hombro izquierdo casi rozando mi hombro derecho.Con un rápido movimiento se introdujo la mano izquierda bajo la falda. La empujé por elhombro hacia delante apartando su cuerpo lo más posible del mío. El cuchillo que habíasacado quedó clavado en el reverso del tablero de la mesa. Era un puñal de hoja gruesa,equilibrado para facilitar una mayor puntería al arrojarlo. Echó un pie hacia atrás,clavándome uno de sus finos tacones en el tobillo. Rodeé su cuerpo con el brazoizquierdo y mantuve su brazo apretado contra el costado mientras ella liberaba el cuchillode la mesa. —¿A qué viene todo esto?Alcé la mirada.Frente a mí había un hombre que me miraba de pie con las piernas separadas y los puños apoyados en las caderas. Era un tipo alto y fornido de hombros anchos entre losque emergía un cuello amarillento largo, escuálido que a duras penas lograba sostener unacabeza pequeña y redondeada. Sus ojos parecían dos bolas de azabache pegadas a amboslados de una nariz pequeña y aplastada. —¿Qué se propone? —me gritó aquella belleza.Era inútil tratar de razonar con él. —Si es usted un camarero tráigame una cerveza y algo para la chica. Si no lo es,largo de aquí. —Lo que le voy a traer es un ...La muchacha se escurrió de entre mis manos y le hizo callar. —Para mí, un whiskey —le ordenó bruscamente.El desconocido gruñó, nos miró, primero a mí y luego a la chica, volvió a mostrar unos dientes roñosos, y se retiró. —¿Es amigo tuyo? —Más te vale no andarte con bromas con él —me advirtió sin responder a mi pregunta.Luego devolvió el puñal a su escondite y se volvió hacia mí. —¿Qué es eso de que Ed está metido en un lío? —¿Leíste lo del asesinato en el periódico? —Sí. —Entonces puedes imaginártelo —contesté—. La única salida que le queda esecharte la culpa a ti. Pero dudo que pueda hacerlo. Si no puede, está arreglado. —¡Estas loco! —exclamó—. Por muy borracho que estuvieras, sabes muy bien que la
 
noche del crimen estábamos los dos aquí contigo. —Puede que esté loco, pero no lo suficiente como para pensar que eso demuestrenada —corregí—. En lo que sí puede que esté loco es en que espero no irme de aquí sinllevarme el criminal atado a la muñeca.Se echó a reír en mis narices. Yo reí también y me levanté. —Nos veremos —le dije mientras avanzaba hacia la puerta.Volví a San Diego y envié un telegrama a Los Angeles pidiendo que mandaran otroagente. Luego fui a comer algo y regresé al hotel a esperar a Gorman.Llegó con retraso y oliendo a mezcal a diez leguas a la redonda. Dentro de todo, parecía bastante sereno. —Por un momento, pensé que iba a tener que ayudarle a salir de allí a balazos —  bromeó. —Déjese de ironías —le ordené—. Su trabajo consiste en ver qué pasa y se acabó.¿Qué ha descubierto? —Cuando usted se fue, la muchacha y el hombretón se pusieron a cambiar impresiones. Parecían bastante nerviosos. Al rato, él salió del local, así que dejé a la chicay le seguí. Fue al centro y puso un telegrama. No pude acercarme para ver a quién ibadirigido. Luego regresó al bar. —¿Quién es ese tipo? —Por lo que he oído no es ningún angelito. Flinn el “Cuello de ganso”, le llaman. Esel encargado de echar a los borrachos del local y de otros trabajitos por el estilo.Si “Cuello de ganso” era el matón de plantilla de la Herradura Dorada, ¿cómo era posible que no le hubiera visto durante mi primera visita? Por borracho que estuviera,nunca se me habría pasado por alto semejante macaco. Y fue precisamente duranteaquellos tres días cuando mataron a la Sra. Ashcraft. —Telegrafié a su oficina para pedir que mandaran otro agente —dije a Gorman—. Se pondrá en contacto con usted. Encárguele de la chica y usted ocúpese de "Cuello deganso". Creo que acabaremos encajándo los tres asesinatos, o sea que ándese con ojo. —Como usted diga, jefe —respondió, y se fue a acostar.Al día siguiente pasé la tarde en el hipódromo entretenido con los caballos mientrashacía tiempo hasta que llegara la noche.Al terminar la última carrera, cené en la “Posada de la Puesta de Sol” y me dirigídesps al casino principal, situado en el mismo edificio. Haa alreunida unamuchedumbre de al menos un millar de personas que, a empujones, pugnaban por abrirse paso hasta las mesas de póker, dados, ruleta y siete y medio, ansiosas de probar fortunacon lo mucho que habían ganado o lo poco que no habían perdido en las carreras. No meacerqué a las mesas; mi hora de jugar había pasado. Entre el gentío traté de seleccionar alos que, por una noche, habían de ser mis ayudantes.Pronto descubrí al primero, un hombre tostado por el sol que era, indudablemente, uncampesino en traje de domingo. Se dirigía hacia la puerta con la expresión vacía del jugador a quien se le ha acabado el dinero antes de terminar la partida. Su congoja no sedebe tanto a la pérdida en sí, como a la necesidad dé abandonar la mesa de juego.Me interpuse entre el jornalero y la puerta. —¿Le desplomaron? —pregunté compasivamente cuando llegó junto a mí.Asintió con gesto vacuno. —¿Le gustaría ganarse cinco dólares por unos minutos de trabajo? —le tenté.Desde luego que le gustaría, pero ¿de qué se trataba? —Quiero que venga conmigo al barrio viejo y mire bien a un hombre. Cuando lohaya hecho, le pagaré. No hay truco ni cartón.La respuesta no le satisfizo completamente, pero, ¡qué caramba!, cinco dólares son
 
cinco dólares y siempre quedaba la posibilidad de retirarse si no le gustaba cariz que toma ban las cosas. Así pues, se decidió probar suerte.Dejé al bracero junto a una puerta y me fui derecho hacia otro candidato, un hombre bajo y regordete de ojos optimistas y boca de gesto débil que se mostró también dispuestoa ganarse cinco dólares del modo anteriormente descrito. El tercer individuo a quienrepetí la oferta se negó a correr un riesgo semejante a ciegas. Al fin acabé convenciendo aun filipino vestido con un traje de glorioso color kaki, y a un griego corpulento que probablemente era o camarero o barbero.Con cuatro me bastaba. Por otra parte, eran justo los hombres que necesitaba; lo bastante poco inteligentes como para avenirse a mis planes, pero, al mismo tiempo losuficientemente honrados como para que pudiera fiarme de ellos. Les instalé en un cochede caballos y me los llevé al barrio viejo. —Se trata de lo siguiente —les informé cuando llegamos—. Voy a entrar al Café dela Herradura Dorada que está a la vuelta de la esquina. A los dos o tres minutos entranustedes y piden algo de beber —le di al bracero un billete de cinco dólares—. Pague conesto. No se lo descontaré de su paga. Allí veran a un hombre alto y fornido de cuello largoamarillento y una cabeza diminuta en lo alto. Es imposible que les pase desapercibido.Quiero que le echen una buena mirada sin que él se dé cuenta de nada. Cuando esténconvencidos de que podrían reconocerle en cualquier parte, háganme una señal discretacon la cabeza. Luego vuelvan aquí y les daré su dinero. Tengan cuidado de que nadie enel bar se dé cuenta de que me conocen.El asunto les pareció raro, pero teniendo en cuenta que les había prometido cincodólares por cabeza, y que en las mesas de juego con un poco de suerte... El resto puedenimaginárselo. Hicieron algunas preguntas que yo me negué a contestar, pero al finaccedieron.Cuando entré en el local, “Cuello de ganso” se hallaba detrás de la barra echando unamano a los camareros. Y la ayuda estaba justificada; el local estaba de bote en bote. No pude descubrir entre la muchedumbre la cara pecosa de Gorman pero sí descubríel rostro enjuto de Hooper, el agente que habían mandado de Los Ángeles en respuesta ami segundo telegrama. Algo más allá distinguí a Kewpie bebiendo en compañía de unhombre cuyo rostro reflejaba la repentina osadía de un marido modelo echando una canaal aire. Me hizo una seña con la cabeza pero no abandonó a su cliente.“Cuello de ganso” me obsequió con un gruñido y la botella de cerveza que le había pedido. En ese momento entraron mis cuatro ayudantes que representaron sus papeles demaravilla.Para empezar pasearon la mirada a su alrededor mirando uno tras otro a todos losrostros a través del humo y eludiendo nerviosamente las miradas que se encontraban conla suya. Al poco uno de ellos, el filipino, descubrió detrás de la barra al hombre que leshabía descrito. La emoción que le produjo el hallazgo le hizo pegar un salto de mediometro. Para acabarlo de arreglar, en el momento en que se dio cuenta de que “Cuello deganso” le observaba, le volvió la espalda con gesto inquieto. En aquel momento, los otrostres descubrieron su presa y le lanzaron una serie de ojeadas tan conspicuamente furtivascomo un bigote postizo. “Cuello de ganso” les respondió con una mirada aplastante.El filipino se volvió hacia mí, asintió con la cabeza hasta casi romperse la barbillacontra el pecho, y se dirigió hacia la 'puerta. Los tres restantes apuraron sus copas ytrataron de interceptar mi mirada. Yo, entretanto, leía un cartel que había colgado en la pared detrás de la barra:
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Traté de contar cuántas mentiras encerraban aquellas palabras. Había encontrado yacuatro, y perspectivas de varias más, cuando uno de mis compinches, el griego, se aclaródiscretamente la garganta con el estruendo de un motor de explosión, “Cuello de ganso”,con el rostro como la grana, avanzaba al otro lado de la barra con una pistola en la mano.Miré a mis ayudantes. Sus gestos de asentimiento no habrían resultado tan terribles sino hubieran ocurrido todos a la vez, pero ninguno quiso arriesgarse a que yo apartara lamirada antes de que pudieran informarme de su hallazgo. Las tres cabezas asintieron a unmismo tiempo, señal que no pudo pasar desapercibida a nadie en varios metros a laredonda. Después los tres a una se dirigieron apresuradamente hacia la puerta con el finde poner la mayor distancia posible entre ellos y el hombre del cuello escuálido con su juguete.Vacié mi vaso de cerveza, salí a la calle y doblé la esquina. Mis cuatro ayudantes meesperaban apiñados en el lugar indicado. —¡Le reconocimos! ¡Le reconocimos! —repitieron a coro. —Buen trabajo —les felicité—. No pudieron hacerlo mejor. Creo que son ustedesdetectives natos. Aquí tienen su dinero. Y ahora, muchachos, yo de ustedes no volvería a poner los pies en ese lugar, porque a pesar de lo bien que han disimulado —y conste quelo hicieron a la perfección— puede que ese tipo haya sospechado algo. Más vale pasarsede prudentes.Se abalanzaron sobre los billetes y antes de que terminara mi discurso habíandesaparecido.A la mañana siguiente, poco antes de las dos, Hooper entraba en mi habitación delhotel de San Diego. —Poco después de irse usted “Cuello de gansodesapareccon Gorman pisándolelos talones —me informó—. Luego la muchacha se dirigió a una casa de adobe a lasafueras de la ciudad y entró en ella. Cuando me vine, aún no había salido. La casa estabaa oscuras.Gorman no apareció.A las diez de aquella mañana me despertó un botones que me entregó un telegramacursado en Mexicali y que decía lo siguiente:V
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A la altura de Palm City nos adelantó un automóvil deportivo marrón a tal velocidadque la diligencia, que llevaba una buena marcha, de pronto pareció que estaba parada. Alvolante iba Ashcraft.Cuando volví a ver el deportivo marrón, estaba estacionado ante la casa de adobe. Un poco más allá Hooper se hacía pasar por borracho mientras hablaba con dos indiosvestidos con el uniforme del ejército mejicano.Llamé con los nudillos a la puerta de la casa. La voz de Kewpie respondió: —¿Quién es? —Soy yo, Parker. Me han dicho que Ed acaba de volver. —¡Oh! —exclamó. Y después de una pausa— ¡Entra!Abrí la puerta y entré. El inglés se hallaba sentado en una silla con el codo derechoapoyado en la mesa y la mano correspondiente metida en el bolsillo de la chaqueta. Si esamano empuñaba una pistola, era indudable que apuntaba hacia mi. —¿Qué hay? —me dijo—. Me han dicho que ha andado haciendo conjeturas acercade mí. —Llámelo como quiera —acerqué una silla a medio metro aproximadamente dedonde se hallaba, y me senté—. Pero no nos engañemos. Usted hizo que "Cuello deganso" liquidara a su mujer para poder heredarla.Su error consistió en elegir a semejante estúpido para hacer la faena ¡Salir a escapesólo porque cuatro testigos le identificaron! ¡Y una vez puesto a huir, irse a parar enMexicali! ¡Vaya sitio que ha ido a elegir!Supongo que estaba tan aterrado que esas cinco o seis horas por las montañas se lehicieron un viaje al fin del mundo.Continué hablando. —Usted no es ningún idiota, Ed, y yo tampoco. Quiero llevármelo al norte con lasesposas puestas, pero no tengo prisa. Si no puede ser hoy, estoy dispuesto a esperar amañana. Antes o después le agarraré a menos que alguien se me adelante, lo que confiesoque no me partiría el corazón. Entre el chaleco y el estómago llevo una pistola. Si le dicea Kewpie que me la quite, estoy dispuesto a decirle lo que pienso.El asintió lentamente con la cabeza sin quitarme la vista de encima. La muchacha seme acercó por la espalda. Deslizó una de sus manos por encima de mi hombro y laintrodujo bajo mi chaleco. Sentí cómo mi vieja compañera de fatigas me abandonaba.Antes de apartarse de mí, Kewpie apoyó el filo de su cuchillo en mi nuca durante uninstante, por si acaso se me olvidaba.... —Muy bien —continué una vez que el inglés se hubo metido mi pistola en el bolsillocon la mano izquierda—. Voy a hacerle una proposición. Usted y Kewpie cruzan lafrontera conmigo para evitar problemas con los documentos de extradición y yo los pongoa la sombra. Lucharemos en los tribunales. No estoy absolutamente seguro de poder convencer al jurado. Si fracaso, serán libres; si lo logro, les colgarán. ¿Qué sentido tieneescapar? ¿Quiere pasarse el resto de su vida huyendo de la policía? Sólo para que al finalle cojan o le liquiden tratando de huir. Admito que quizá salve el pellejo, pero ¿qué medice del dinero que dejó su mujer? Ese dinero es lo que le interesa, lo que le indujo acometer el crimen. Entréguese y quizá pueda disfrutarlo. Huya, y despídase de él parasiempre."Mi propósito era persuadir a Ed y a la chica de que huyeran. Si les llevaba a la cárcel,la posibilidad de que lograra demostrar su culpabilidad era bastante remota.Todo dependía del giro que tomaran las cosas, de que pudiera probar que “Cuello deganso” había estado en San Francisco la noche del crimen, y me temía que saldría conunas cuantas coartadas en su defensa. Lo cierto era que en la casa de la Sra. Ashcraft nohabíamos podido hallar una sola huella, y aun en el caso de que yo pudiera demostrar que
 
se hallaba en San Francisco la noche de autos, tendría que probar no sólo que había sidoel autor del crimen, sino que lo había cometido en nombre de sus dos amigos, lo cual eraaún más difícil.Lo que quería es que la pareja huyera. No me importaba adónde fueran ni lo quehicieran con tal que pusieran pies en polvoroso. Aprovecharme de su huida era cosa queencomendaba a mi suerte y a mi inteligencia.El inglés meditaba. Mis palabras le habían hecho mella, especialmente lo que habíadicho acerca de “Cuello de ganso”. —Está usted completamente loco, pero... Nunca llegué a saber cómo pensaba terminar la frase, ni si yo había ganado o perdidola partida.La puerta se abrió de golpe y “Cuello de ganso” irrumpió en la habitación.Entró cubierto de polvo y con el cuello amarillento estirado hacia delante. Sus ojos deazabache se posaron en mí. Sin moverse de donde estaba hizo un rápido giro de muñecas.En cada mano apareció un revólver. —Las manos sobre la mesa, Ed —exclamó.Si, como yo pensaba, Ed empuñaba una pistola con la mano que se ocultaba bajo lamesa, en este momento no le servía de nada. Una esquina del mueble le bloqueaba el tiro.Sacó la mano del bolsillo y la posó junto a la otra sobre el tablero. —Y tú no te muevas —gritó “Cuello de ganso” a la muchacha.Luego me miró durante cerca de un minuto.Cuando al fin habló, lo hizo dirigiéndose a Ed y a Kewpie. —Para esto me telegrafiasteis que viniera, ¿eh? ¡Una trampa! ¡El chivo de expiación!¡Eso es lo que os habéis creído! Primero me vais a oír y luego saldré de aquí aunque tengaque tumbar a tiros al ejército mejicano entero. Yo maté a tu mujer, y a sus criadostambién...Y lo hice por mil dólares...En aquel momento la muchacha dio un paso hacia él gritando: —¡Cállate, maldita sea! —¡Tú eres la que tiene que callarse! —aulló “Cuello de ganso” mientras se aprestabaa disparar—. Yo soy el que habla aquí. La maté por...Kewpie se inclinó hacia delante. Su mano izquierda desapareció como un rayo bajo lafalda y un segundo después la levantaba en el aire... vacía... La bala del revólver de“Cuello de ganso” iluminó una hoja de acero que atravesaba el aire. La muchacharetrocedió despedida en giros por el impacto de las balas que le traspasaban el pecho. Alfin dio con la espalda contra la pared y cayó boca abajo en el suelo."Cuello de ganso" dejó de disparar y trató de articular un sonido. De su gargantaamarillenta sobresalía la empuñadura oscura del cuchillo de Kewpie. Las palabrasquedaron trabadas en la hoja. Dejó caer un revólver y trató de extraerse el arma. Apenasiniciado el gesto, la mano cayó inerte. "Cuello de ganso" se desplomó de rodillas,lentamente. Apoyó las palmas contra el suelo, rodó sobre un costado y quedó inmóvil.Me abalancé sobre el inglés. El revólver de “Cuello de ganso” había caído entre mis pies y me hizo resbalar. Con una mano rocé la chaqueta de Ashcraft que se hizo a un ladocon un movimiento rápido al tiempo que sacaba sus pistolas.Me miraba con expresión dura y fría. Tenía los labios tan fuertemente apretados queapenas se adivinaba la ranura de su boca. Retrocedió lentamente mientras yo permanecíainmóvil en el lugar donde había tropezado. No dijo una sola palabra. Antes de salir tuvoun momento de duda. De pronto la puerta se abrió y se cerró. Ashcraft haadesaparecido.Recogí el arma responsable de mi caída, corrí junto a “Cuello de ganso”, le arrebaté
 
el otro revólver y me lancé a la calle. El descapotable marrón levantaba una nube de polvo a través del desierto. A diez metros de distancia vi estacionado un coche de alquiler negro cubierto de polvo. Salté a su interior, lo hice revivir y salí a toda velocidad en persecución de la nube.El automóvil se hallaba en mucho mejor estado del que permitía adivinar su aspecto,lo que me hizo sospechar que se trataba de uno de los vehículos que se utilizaban paracruzar ilegalmente la frontera.Lo traté con cariño, sin forzarlo. Durante cierta distancia, la nube de polvo y yomantuvimos nuestras respectivas posiciones, pero al cabo de media hora comencé a ganar terreno. El piso había empeorado. En algún momento la carretera había dejado de ser asfaltada para convertirse en camino de tierra. Aceleré un poco a pesar de los terribles bandazos que me costaba la nueva velocidad.Por un pelo evité darme contra una roca un encontronazo que me habría costado lavida, y miré adelante. El automóvil marrón había abandonado la carrera y estaba ante mí,detenido.El conductor había desaparecido. Continué.Detrás del deportivo un arma disparó. Tres veces. Sólo un tirador consumado habría podido acertarme por el modo en que me agitaba sobre el asiento, como una bola demercurio sobre la palma de un poseído.Ashcraft volvió a disparar desde su escondite y luego salió corriendo en dirección aun barranco de paredes abruptas y unos tres metros de profundidad que se abría a nuestraizquierda. Se detuvo un instante para hacer un nuevo disparo y luego, de un salto, seocultó a mi vista.Hice girar el volante, pisé con fuerza el pedal del freno y obligué al automóvil a patinar hacia el lugar donde Ashcraft había desaparecido. El borde del barranco sedesmoronaba bajo las ruedas del vehículo. Solté el pedal del freno y salí dando tumbos.El auto se precipitó al fondo del barranco.De bruces sobre la arena y empujando, uno en cada mano, los revólveres de “Cuellode ganso”, me asomé sobre el reborde del barranco. En aquel momento, el inglés, a gatassobre el suelo, huía a toda prisa de la trayectoria del automóvil que se despeñabarugiendo. En su mano aferraba una pistola: la mía. —¡Suelta esa pistola y ponte de pie, Ed! —grité.Rápido como una víbora giró sobre sí mismo y quedó sentado en lo más hondo del barranco apuntando con el arma hacia arriba. Mi segundo disparo le acertó en elantebrazo.Cuando bajé junto a él le hallé sosteniéndose el brazo herido con la mano izquierda.Recogí el revólver que había dejado caer y le registré para ver si llevaba otro. Luegoretorcí un pañuelo y se lo até a modo de torniquete algo más arriba de la herida. —Salgamos de aquí y hablemos —le dije mientras le ayudaba a trepar la empinadaladera.Subimos a su automóvil. —Adelante. Hable todo lo que le dé la gana —me invitó—, pero no espere que yo participe en la conversación. No tiene nada contra mí. Usted mismo vio con sus propiosojos cómo Kewpie liquidó a “Cuello de ganso” cuando él la acusó de haber planeado elcrimen. —¿Cuál es tu versión entonces? —pregunté—. ¿Que la chica pagó a “Cuello deganso” para que matara a tu mujer cuando se enteró de que pensabas volver a ella? —Exactamente. —No está mal, Ed. Todo encaja perfectamente a no ser por un pequeño detalle. Quetú no eres Ashcraft.
 
Se sobresaltó y luego se echó a reír. —Creo que su entusiasmo le está ofuscando el cerebro —bromeó—. Si lo que dicefuera cierto, ¿cree que habría podido hacer creer a una mujer que era su esposo sin serlo?¿Supone que el señor Richmond no me hizo probar mi identidad? —Te diré, Ed, creo que soy más listo que la señora Ashcraft y que Richmond.Supongamos que tenías un montón de documentos que pertenecieron a Ashcraft; papeles,cartas, notas de su puño y letra... Por poca habilidad que tuvieras con la pluma, no tehabría sido difícil engañar a su mujer. En cuanto al abogado, lo de demostrar tu identidadfue un puro formalismo. A Richmond nunca se le pasó por la imaginación que pudierasser otra persona.»Al principio te propusiste aprovecharte de la señora Ashcraft poco a poco, sacarleuna pensión vitalicia. Pero una vez que ella canceló todos sus asuntos en Inglaterra y sevino aquí, decidiste matarla y hacerte con todo. Sabías que era huérfana y no tenía parientes que la heredaran.»Sabías también que lo más probable era que nadie en América supiera que no erasAshcraft.» —Y a todo esto, ¿dónde cree que está Ashcraft? —Está muerto —respondí.Se sobresaltó 'Aunque no quiso dar muestra alguna de emoción, sus ojos adquirierondetrás de su sonrisa una expresión méditabunda. —Naturalmente es posible que esté en lo cierto —concedió—, pero aun así no cómo va a conseguir llevarme a la horca. ¿Puede probar que Kewpie sabía que yo no soyAshcraft? ¿Puede probar que sabía por qué la señora Ashcraft me enviaba dinero? ¿Puede probar que sabía lo que me traía entre manos? Creo que no. —Es probable que te libres —admití—. Nunca se sabe cómo va a reaccionar un jurado y no me importa confesar que preferiría saber más de lo que acerca de esoscrímenes. ¿Te importaría entrar en detalles de cómo suplantaste a Ashcraft?Frunció los labios y se encogió de hombros. —Se lo diré. Al fin y al cabo ya no tiene gran importancia. Si van a meterme en lacárcel por suplantación de personalidad, confesarme autor de un robo no puede empeorar mucho las cosas.»Comencé como ladrón de hotel —dijo el inglés después de una pausa—. Cuando lacosa comenzó a ponérseme difícil en Europa, decidí venir a los Estados Unidos. Unanoche, en un hotel de Seattle forcé la cerradura de una habitación del cuarto piso y entré.Apenas había cerrado la puerta tras de mí, cuando oí el rasguño de la llave en lacerradura. La habitación estaba completamente a oscuras. Encendí la linterna, descubrí la puerta de un armario empotrado y me refugié en su interior.»Por suerte el armario estaba vao, lo que significaba que el ocupante de lahabitación no tendría necesidad de abrirlo.»Un hombre entró y prendió las luces. Al rato comenzó a pasear por la habitación.Durante tres largas horas paseó de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, mientrasyo permanecía de pie en el interior del armario con un revólver en la mano dispuesto autilizarlo en el momento en que se le ocurriera abrir la puerta. Tres horas se pateó aquelmaldito cuarto. Luego se sentó a una mesa y oí el rasguñar de una pluma sobre el papel. Alos diez minutos volvió a sus paseos, pero esta vez por poco rato. Oí el clic de lacerradura de una maleta al abrirse y luego un disparo.»Salí de mi escondite. El ocupante del cuarto estaba tendido en el suelo con unagujero en la sien. ¡Buena me la había hecho!»En el pasillo se oían voces excitadas. Saltando sobre el cadáver me acerqué a lamesa y leí la carta que había estado escribiendo. Iba dirigida a una tal señora Ashcraft a
 
un número de la calle Wine de Bristol, en Inglaterra. La abrí. En ella le comunicaba queiba a suicidarse y firmaba, Norman. Se me quitó un gran peso de encima. Al menos yanadie pensaría que le había asesinado.»Aun así me hallaba en una habitación ajena cargado de linternas y de llavesmaestras... por no mencionar un revólver y un puñado de joyas que me había apropiado enel piso inferior. En aquel momento alguien llamó con los nudillos a la puerta.»¡Llamen a la policía! —grité sin abrir para ganar tiempo.»Luego me volví hacia el hombre que me había metido en aquel lío. Habría adivinadoque era inglés sin necesidad de leer la dirección de la carta. Hay miles como él y como yoen Inglaterra, rubios, fornidos y relativamente altos. Hice lo único que podía hacer enaquellas circunstancias. Su sombrero y su abrigo seguían sobre la silla donde los habíaarrojado. Me los puse y deposité mi sombrero junto a su cuerpo. Me arrodillé a su lado ycambié,el contenido de sus bolsillos por lo que llevaba en los míos. Sustituí también surevólver y abrí la puerta.»Esperaba que los primeros que entraran no le conocieran ni siquiera de vista, y aunen el caso contrario, no pudieran reconocerle inmediatamente. Esto me daría unos cuantossegundos para organizar mi desaparición. Pero cuando abrí la puerta me di cuenta de quelas cosas no iban a salir como yo había imaginado. Allí estaban el detective del hotel y un policía. Me vi perdido, pero aun así representé mi papel. Les dije que al entrar en mihabitación había hallado a aquel tipo registrando mis maletas. Habíamos luchado y enmedio de, la pelea había disparado un tiro.»Los minutos pasaron tan lentos que parecían horas y nadie me denunciaba. Todosme llamaban señor Ashcraft. Mi intento de suplantación había resultado un éxito. Al principió el hecho me asombró, pero cuando averigüé más detalles sobre Ashcraft caí enla cuenta de lo que había sucedido. Había llegado al hotel aquella misma tarde y todos lehabían visto con el abrigo y el sombrero que yo llevaba puestos. Por otro lado ambosrespondíamos al tipo de inglés de cabello rubio.»Más tarde me llevé una nueva sorpresa. Cuando la policía examinó sus ropas,hallaron que había arrancado todas las etiquetas. La razón la supe más tarde cuando leí sudiario. Durante algún tiempo había estado debatiendose en la duda, alterando entre ladecisión de suicidarse y la de cambiar su nombre y comenzar una vida totalmente nueva.Mientras contemplaba esta segunda posibilidad había arrancado todas las etiquetas de sustrajes. Pero yo no sabía nada de eso mientras me hallaba allí de pie, en medio de todaaquella gente. Lo único que sabía es que estaba ocurriendo un milagro.»Al principio tuve que actuar con mucha cautela, pero después, una vez que revisé afondo sus maletas, llegué a conocer al muerto como si fuera mi hermano. Conservaba unatonelada de papeles y documentos y, para colmo, un diario en que había escrito todo loque había hecho y todo lo que pensaba hacer en su vida. Pasé la primera noche estudiandotodos aquellos papeles, aprendiendo datos de memoria y practicando su firma. Entre lascosas que llevaba en el bolsillo había 1.500 dólares en cheques de viajero y queríacambiarlos lo antes posible.»Permanecí en Seattle tres días haciéndome pasar por Norman Ashcraft. Había dadocon un filón de oro y no iba a tirarlo por la ventana. La carta que escribió a su mujer podíalibrarme de la horca si algún día se descubría el pastel y, por otra parte, era más seguroquedarse y hacer frente a la situación que tratar de escapar. Cuando las cosas se calmaron,hice las maletas y me vine a San Francisco, donde volví a adoptar mi verdadero nombre,Ed Bohannon. Pero conservé todo lo que había pertenecido a Ashcraft porque habíadescubierto que su mujer tenía dinero y pensaba que si sabía ingeniármelas parte de él podría pasar a mis manos. La señora Ashcraft no pudo hacérmelo más fácil. Un día vi unode los anuncios que puso en el Examiner, respondí, y aquí me tiene.»
 
 —¿No hiciste matar a la señora Ashcraft? Negó con la cabeza.Saqué un paquete de tabaco del bolsillo y coloqué dos cigarrillos sobre el asiento,entre los dos. —Vamos a jugar a un juego. Quiero darme el gusto de saber una cosa. Nocomprometerás a nadie ni te acusarás de nada. Si hiciste lo que los dos estamos pensando,coge el cigarrillo que está de mi lado. Si no lo hiciste, coge el que está del tuyo. ¿Quieres jugar? —No, no quiero —respondió enérgicamente—. No me gusta su juego. Pero leacepto el cigarrillo.Extendió el brazo sano y eligió el cigarrillo que estabade mi lado. —Gracias, Ed —le dije—. Ahora lamento decirte esto, pero voy a hacer que tecuelguen. —¡Está usted loco! —No me refiero al crimen de San Francisco, Ed —expliqué—. Me refiero al deSeattle. Un ratero de hotel en el cuarto de un hombre que acaba de morir de un balazo enla cabeza.— ¿Qué crees que va a pensar el jurado, Ed?Comenzó a reír y poco a poco su risa se fue transformando en una mueca amarga. —Claro que lo hiciste —le dije—. Cuando empezaste a madurar el plan para hacertecon la fortuna de la señora Ashcraft haciendo que otra persona la matara, lo primero quehiciste fue destruir la nota de despedida de su marido. Por muy cuidadosamente que laguardaras, siempre cabía la posibilidad de que alguien la encontrara y pusiera fin a tu juego. Había cumplido su propósito y ya no la necesitabas más. Conservarla habría sidouna locura. No puedo hacer que te cuelguen por los crímenes que maquillaste en SanFrancisco pero sí conseguiré que te juzguen por el que no cometiste en Seattle. De unmodo o de otro, se hará justicia. Vas a Seattle, Ed, a que te ahorquen por el suicidio deAshcraft.Y así fue.
 
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 —Anoche asesinaron a Teal —me dijo sin mirarme el Viejo, director de la Agenciade Detectives "Continental", de San Francisco.Su voz era tan suave como su sonrisa, y de ningún modo revelaba el torbellino que sehabía producido en su mente.Si permanecí silencioso, esperando que el Viejo prosiguiera, no fue porque aquellanoticia no me conmoviera. Yo quería mucho a Bob Teal, todos lo queríamos. Habíaingresado en la Agencia dos años antes, cuando recién egresaba de la universidad; y sialguien tuvo alguna vez verdadera vocación de detective, fue ese muchacho esbelto y deanchos hombros. Dos años es muy poco tiempo para aprender los principios de la profesión; pero Bob Teal, con su visión rápida, sus nervios templados, su cabeza sensata ysu enorme y sincera afición al trabajo, había avanzado mucho en el camino del experto.Yo tenía puesto en él un interés casi paternal, puesto que le había dado la mayor parte desus primeras lecciones.El viejo evitó mirarme al proseguir: —Lo mataron de dos tiros al corazón, disparados con un arma calibre 32. Lo matarondetrás de un cartel de anuncios que hay frente al terreno baldío de la esquina noroeste delas calles Hyde y Eddy, aproximadamente a las diez de la noche. El cadáver fueencontrado por un agente patrullero un poco después de las once. El arma fue hallada a unmetro y medio de distancia. Yo lo he visto y he ido a inspeccionar personalmente elterreno. La lluvia borró anoche todas las huellas que podía haber en el suelo, pero delestado de las ropas de Teal y de la posición en que fue encontrado, creo poder deducir queno hubo lucha, que lo mataron en el mismo lugar donde después lo encontraron y que nofue trasladado hasta allí. Yacía detrás del cartel de anuncios, a unos nueve metros de lavereda, y no tenía nada en las manos. Los tiros le fueron disparados de cerca, porque el pecho de su saco aparece chamuscado. Aparentemente, nadie vio nada ni oyó losdisparos. La lluvia y el viento pueden explicar que no hubiera transeúntes por la calle, yen todo caso también habrían apagado el ruido de las detonaciones no muy fuertes de uncalibre 32.El viejo empezó a dar golpecitos en la mesa con su lápiz, lo cual me ponía los nerviosde punta. Después de un rato dejó de hacerlo, y prosiguió: —Desde hace tres días, Teal estaba encargado de seguir a Herbert Whitacre. Este esuno de los socios de la firma "Ogburn y Whitacre". Tienen opciones sobre una granextensión de terreno en varias de las nuevas zonas de regadío. Ogburn se ocupa de lasventas, mientras que Whitacre se dedica a los demás asuntos, incluyendo la contabilidad."La semana pasada, Ogburn descubrió que su socio había hecho algunos asientosfalsos. En los libros se consignan pagos efectuados por compra de tierras, y Ogburndescubrió que tales pagos no existían. Estima que el importe de los desfalcos de Whitacre pueden oscilar entre 150.000 y 200.000 dólares. Vino a verme hace tres días, me contótodo esto y me pidió que hiciera seguir a Whitacre, para ver si podía averiguarse quéhabía hecho con el dinero defraudado. Su empresa sigue siendo una sociedad, y el sociono puede ser perseguido por apropiarse del capital social. Por eso Ogburn no podía hacer detener a su socio; pero esperaba encontrar el dinero y reclamarlo, ejerciendo una accióncivil. También temía que Whitacre pudiera desaparecer."Envié a Teal en seguimiento de Whitacre, suponiendo que éste ignoraba que su socio
 
sospechaba de él. Ahora voy a enviarlo a usted en busca de Whitacre. Estoy dispuesto aencontrarlo y hacerlo condenar, aunque tenga que abandonar todos los demás asuntos ydedicar a ello todo mi personal durante un año. Los empleados le darán los informes deTeal. Manténgase en contacto conmigo".Aquello, pare el Viejo, significaba más que un juramento escrito con sangre.En la oficina me dieron los dos informes que había remitido Bob. Desde luego, nohabía ninguno correspondiente al último día, pues sin duda lo habría redactado después determinar la jornada. El primero de aquellos dos informes ya había sido copiado, y enviadauna copia a Ogburn; ahora el dactilógrafo estaba trabajando en el otro.En sus informes, Teal describía a Whitacre como un hombre de unos treinta y sieteaños, de cabellos y ojos castaños, modales nerviosos, cara afeitada, facciones corrientes, y pies más bien pequeños. Medía alrededor de un metro sesenta, pesaría unos setenta kilosy vestía elegantemente, aunque sin exageración. Vivía con su esposa en un departamentode Gough Street. No tenían hijos. Ogburn le había dado a Bob una descripción de laseñora Whitacre; una mujer bajita, gordita y rubia, que no llegaba a los treinta años.Los que recuerden este asunto, advertirán que el lugar, la agencia de detectives y las personas implicadas en él tenían nombres diferentes de los que les he dado. Pero tambiénadvertirán que los hechos ocurrieron. Para la debida claridad es preciso dar nombres, ycomo el empleo de los reales puede causar molestias, y aun perjuicios, los seudónimosresultan la mejor alternativa.Al seguir a Whitacre, Bob no había descubierto nada que pareciera tener algún valor  para el hallazgo del dinero robado. Aparentemente, Whitacre se había ocupado de susasuntos habituales, y Bob no había visto que hiciera nada sospechoso. Sin embargo,Whitacre había parecido muy nervioso y se había detenido a menudo a mirar a sualrededor, como si sospechara que lo seguían, pero sin estar seguro de ello. En variasoportunidades, Bob tuvo que suspender el seguimiento para evitar que lo reconociera. Enuna de ellas, mientras esperaba cerca de la casa de Whitacre a que éste regresara, Bobhabía visto a la señora Whitacre (una mujer que coincidía con las señas dadas por Ogburn), que salía de un taxi. Bob no había intentado seguirla, pero había anotado elnúmero de la patente del taxi.Después de leer ambos informes y habérmelos aprendido prácticamente de memoria,salí de la Agencia y me dirigí a las oficinas de "Ogburn y Whitacre", en el PackardBuilding. Una secretaria me introdujo en un despacho elegantemente amueblado, dondese hallaba Ogburn sentado a una mesa, firmando correspondencia. Me ofreció una silla.Yo me presenté. Ogburn era un hombre de estatura mediana, de unos treinta y cinco años,de cabello castaño y lacio, y con uno de esos mentones hendidos que siempre he tenido por típicos de los oradores, los abogados y los vendedores. —¡Oh, sí! —dijo, apartando la correspondencia a un lado, y animándose su cara vivae inteligente—. ¿Descubrió algo ya el señor Teal? —El señor Teal fue asesinado a tiros anoche.Me miró unos momentos asombrado y abriendo mucho los ojos castaños. —¿Asesinado? —Sí —confirmé. Y le conté lo poco que sabía. —¿No creeusted... ? —comenzó cuando yo terminé; y se interrumpió—. ¿Nocreerá que lo hizo Herb? —Y usted, ¿qué cree? —¡No creo a Herb capaz de cometer un asesinato! Los últimos días ha estado muyagitado, y yo empecé a pensar que sospechaba que había descubierto sus desfalcos; perono puedo creerlo capaz de llegar a tanto, aunque sospechara que el señor Teal lo seguía.¡Honradamente, no lo creo!
 
 —Suponga —le sugerí— que ayer Teal descubriera el paradero del dinero estafado, yque Whitacre se diera cuenta de ese descubrimiento. ¿No cree que en tales circunstanciasWhitacre pudo haberlo matado? —Tal vez —respondió lentamente—, pero me resisto a admitirlo. En un momento de pánico, Herb pudo... Pero en realidad no creo que lo hiciera. —¿Cuándo lo vio por última vez? —Ayer. Estuvimos juntos en la oficina la mayor parte del día. El se fue a su casaunos minutos antes de las seis. Pero más tarde hablamos por teléfono. Me llamó a mi casaun poco después de las siete y me dijo que iría a verme porque quería explicarme algo.Pensé que se disponía a confesar su deslealtad, y que quizá todavía podríamos arreglar aquel desdichado asunto. Pero no apareció. Supongo que habría cambiado de idea. Sumujer me llamó a eso de las diez. Quería que él le llevara algo de la parte baja de laciudad cuando volviera a casa, pero, desde luego, no lo encontró. Yo no salí de casa entoda la noche, esperándolo; pero él...Había empezado a tartamudear; dejó de hablar y su cara palideció. —¡Dios mío, en buen lío estoy! —exclamó débilmente como si se le acabara deocurrir la idea de su difícil situación—. Herb desaparecido, desaparecido el dinero; ¡eltrabajo de tres años perdido! Y yo soy legalmente responsable hasta el último centavo querobó. —¡Dios mío!Me miró con ojos suplicantes como pidiéndome una objeción; pero yo no podía hacer nada, excepto asegurarle que haríamos todo lo posible por encontrar a Whitacre y eldinero.Del despacho de Ogburn me fui al departamento de Whitacre. Al doblar la esquina para entrar en Gough Street, vi que un hombre alto y macizo subía por las escaleras de lacasa y reconocí en él a George Dean. Mientras corría para alcanzarlo, lamenté que lehubieran encargado el asunto a él, y no a otro miembro cualquiera de la Sección deHomicidios de la policía. Dean no es un mal muchacho, pero no resulta tan agradabletrabajar con él como con los otros; es decir, uno nunca puede estar seguro de que no sereserva algún detalle importante, a fin de poder llevarse la gloria al terminar el caso. Ytrabajando con un hombre de esa clase, uno se expone a caer en la misma costumbre, locual resulta perjudicial para un trabajo conjunto.Llegué al vestíbulo en el momento en que Dean apretaba el botón del timbre deWhitacre. —¡Hola! —lo saludé—. ¿Está encargado del caso? —Sí. ¿Usted sabe algo? —Nada. Acabo de empezar.La puerta principal se abrió con un chasquido, y subimos juntos al piso de Whitacre,en el tercer piso.. Nos abrió la puerta una mujer gordita, rubia, vestida con una bata decolor azul pálido. Era bastante bonita, aunque tenía las facciones grandes y pocoexpresivas. —¿La señora Whitacre? —le preguntó Dean —Sí. —¿Está el señor Whitacre? —No. Salió esta mañana para Los Ángeles —respondió, y su tono parecía sincero. —¿Sabe dónde podemos localizarlo allá? —Tal vez en el "Ambassador", pero creo que estará de regreso mañana.Dean le mostró su placa. —Deseamos hacerle unas cuantas preguntas —le dijo, y ella, sin parecer sorprendida,abrió la puerta de par en par para que entráramos.Después nos condujo a una salita azul y crema, donde nos ofreció una silla a casa
 
uno. Ella se sentó frente a nosotros, en un gran sofá azul. —¿Dónde estuvo anoche su esposo? —preguntó Dean —En casa. ¿Por qué?Sus redondos ojos azules mostraban cierta curiosidad. —¿Estuvo en casa toda la noche? —Sí; fue una noche lluviosa y muy mala. ¿Por qué? Nos miró alternativamente a Dean y a mí.La mirada de aquél se cruzó con la mía, y yo le hice con la cabeza una señal deasentimiento. —Señora Whitacre —dijo Dean secamente—, traigo una orden de arresto contra suesposo. —¿Una orden? ¿Por qué? —Por asesinato. —¿Asesinato?Lo dijo con un grito ahogado. —Exactamente. Anoche. —Pero... pero ya les he dicho que estaba... —Y Ogburn me dijo a —la interrumpí, inclinándome hacia ella— que usted lollamó anoche a las diez a su casa, preguntando si su esposo estaba allí.Ella me miró durante unos cuantos segundos, como si no comprendiera. Y después seechó a reír, con la risa franca del que acaba de ser víctima de una broma liviana. —Usted gana —me dijo, y no había el menor rastro de vergüenza ni de humillaciónen su cara ni en su voz—. Ahora escuchen —añadió hablando ya seriamente—, no sé loque ha hecho Herb, ni cuál es mi situación, ni si debiera callarme hasta consultar con unabogado. Pero me gusta evitar todas las complicaciones posibles. Si ustedes, bajo palabrade honor, quieren decirme de qué se trata, tal vez yo podré informarles de lo que sepa, sies que sé algo. Lo que quiero decir es que, si el hablar puede facilitarme las cosas, siustedes me aseguran que es así, tal vez hablaré... siempre que sepa lo que me pregunten.Eso parecía bastante razonable, aunque un tanto sorprendente. Aparentemente, esamujer rolliza capaz de mentir con cara de inocente, y de reírse cuando se descubría sumentira, no estaba interesada más que en su propia comodidad. —Cuénteselo —me dijo Dean.Yo lo solté de golpe. —Su esposo ha estado falsificando los libros desde hace algún tiempo, y habíadesfalcado 200.000 dólares antes de que Ogburn se diera cuenta. Entonces éste hizoseguir a su marido con intención de encontrar el dinero. Anoche su esposo llevó alhombre que lo seguía a un terreno baldío y le pegó dos tiros.Ella frunció el semblante, pensativa. Maquinalmente tomó un paquete de cigarrillosque había sobre una mesa, detrás del sofá, y nos ofreció a Dean y a mí. Nosotrosrehusamos con movimientos de cabeza. Ella se puso un cigarrillo en la boca, raspó unfósforo en la suela de su zapato, lo encendió y se quedó mirando fijamente la puntaencendida. Por fin, se encogió de hombros y se aclaró su semblante. —Voy a hablar —dijo—. Yo jamás he participado en nada de ese dinero, y sería unaestupidez sacrificarme por Herb. El siempre se ha portado bien, pero si ha dado un mal paso y me ha dejado plantada, no voy a buscarme complicaciones por ello. Allá va: yo nosoy la señora Whitacre, más que a los efectos del registro. Me llamo Mae Landis. Tal vezexiste una verdadera señora Whitacre, o tal vez no. Lo ignoro. Herb y yo hemos vivido juntos aquí más de un año.."Hace cosa de un mes, empezó a mostrarse inquieto, nervioso; mucho más de loacostumbrado. Decía que tenía problemas en los negocios. Después, hace, hace un par de
 
días, descubrí que su pistola ya no estaba en el cajón donde la guardaba desde quevivimos aquí, y que la llevaba encima. Le pregunté qué significaba aquello, y me dijo quelo seguían. Me preguntó si había visto a alguien merodeando por los alrededores yvigilando nuestra casa. Yo le dije que no, y pensé que se había trastornado."Anteanoche me dijo que estaba en un aprieto, que acaso tendría que marcharse, yque no podía llevarme con él; pero que me dejaría suficiente dinero para aguantar por algún tiempo. Parecía excitado; hizo las valijas, para tenerlas listas en caso de que tuvieraque salir rajando, y quemó todos sus retratos y un montón de cartas y papeles. Sus valijasestán todavía en su habitación, si es que quieren registrarlas. Cuando anoche no apareció,sospeché que se había escapado sin el equipaje y sin avisarme siquiera, y, lo que es peor,sin dejarme dinero... Me quedan sólo veinte dólares y debemos el alquiler de cuatro días. —¿Cuándo lo vio por última vez? —A eso de las ocho de la tarde de ayer. Me dijo que iba a la casa del señor Ogburn para hablar de algunos asuntos, pero no fue. De eso estoy segura. Se me acabaron loscigarrillos —me gustan los Elixir Russian, y no se encuentran en esta parte de la ciudad —, y por eso llamé a casa del señor Ogburn, para pedirle a Herb que al volver me trajeraunos paquetes. El señor Ogburn me dijo que no había estado allí. —¿Cuánto hace que conoce a Whitacre? —le pregunté. —Un par de años. Creo que lo conocí en un restaurante de la Costa. —¿Tiene parientes? —No, que yo sepa. Y no es que sepa mucho de él. ¡Ah, sí! que cumplió unacondena de tres años en la cárcel de Oregon, por falsificación. Me lo contó una noche queestaba un poco borracho. Cumplió aquella pena con el nombre de Barber o Barbee, o algo por el estilo. También me dijo que ahora había vuelto al camino recto.Dean sacó una pequeña pistola, muy nueva en apariencia, a pesar del barro que teníaadherido, y se la mostró a la mujer. —¿La conoce?Ella asintió con su rubia cabeza. —Sí; es la de Herb, o igual a ella.Dean volvió a meterse la pistola en el bolsillo, y ambos nos levantamos. —¿Y cómo quedo yo ahora? —preguntó ella—. No van a detenerme como testigo oalgo así, ¿verdad? —Por ahora no —le aseguró Dean—. Permanezca donde podamos encontrarla si lanecesitamos, y nadie la molestará. ¿Tiene alguna idea del lugar adonde pueda habersedirigido Whitacre? —No. —Nos gustaría echar un vistazo a este lugar. ¿Le importa? —Háganlo —nos invitó.Hicimos un registro minucioso, pero no pudimos encontrar nada de interés. Whitacreno había dejado el menor rastro. —¿Sabe si algún fotógrafo profesional le hizo alguna vez un retrato? —pregunté,antes de marcharnos. —Que yo sepa, no. —¿Nos lo comunicará si oye o recuerda algo con que pueda ayudarnos? —Desde luego —respondió, muy servicial—, desde luego.Dean y yo bajamos en el ascensor, sin decir palabra. —¿Qué le parece todo esto? —le pregunté cuando ya estábamos en la calle. —La chica es un milagro de inocencia, ¿eh? —dijo, con una mueca—. Quisiera poder adivinar todo lo que sabe. Reconoció la pistola y nos dio el soplo de aquellasentencia en el Norte; pero ésas son cosas que de todos modos habríamos averiguado. Si
 
fuera una chica lista, nos habría dicho todo lo que sabía que averiguaríamos, y con elloreforzaría su posición en los otros aspectos. ¿Usted qué cree? ¿Calla porque es lista, o porque no sabe nada más? —No hagamos suposiciones —respondí—. La haremos seguir y vigilaremos sucorrespondencia. Tengo el número de la patente de un taxi que usó hace un par de días.También examinaremos eso.Telefoneé al Viejo desde un negocio de la esquina, pidiéndole que mandara a dos denuestros muchachos para que montaran una estrecha vigilancia, de día y de noche, sobreMae Landis y su departamento, también le encargué que el Departamento de Correos nostuviera al corriente de cualquier comunicación que recibiera y que pudiera haber sidodirigida por Whitacre. Le dije al Viejo que vería a Ogburn y le pediría algunas muestrasde la escritura del fugitivo para compararlas con la correspondencia de la mujer.Entonces Dean y yo nos pusimos a seguir la pista del taxi en que Bob Teal había vistosalir a la joven. Después de media hora de pesquisas en las oficinas de la compañía detaxis, supimos que se había dirigido a cierto número de Greenwich Street. Nos fuimos aaquella dirección.Era un edificio bastante estropeado, dividido en pisos y departamentos lúgubres ydeslucidos. Encontramos a la patrona en la planta baja: una mujer flaca, de sucio vestidogris, boca dura y labios delgados, y unos ojos claros y llenos de recelo. Se balanceabaenérgicamente en un sillón y estaba cosiendo unos calzones.Dean le mostró la placa y le dijo que queríamos hablar con ella. —Bien, ¿qué es lo que quieren? —preguntó, malhumorada. —Queremos un informe sobre sus inquilinos —respondió Dean—. Cuéntenos lo quesepa de ellos. —¿Lo que sepa de ellos? —Tenía una voz que habría sonado ronca aunque nohubiera estado de tan mal humor—.¿Qué quieren que les diga? ¿Por quién me han tomadoustedes? ¡Yo sólo me preocupo de mis propios asuntos! Y nadie puede decir que mi casano sea la más respetable...Eso no nos llevaba a ninguna parte. —¿Quién vive en el número uno? —le pregunté. —Los Aud, dos ancianos con sus nietos. Si tienen algo contra ellos, no pueden decir los mismo los que llevan diez años de vecindario con ellos. —¿Quién vive en el número dos? —La señora Codman y sus hijos, Frank y Fred. Hace tres años que están aquí y...La llevé de un piso a otro, hasta que por fin llegamos a un departamento del segundoque no provocó una tan severa repulsa a mi estupidez al sospechar algo de ellos. —Allí viven los Quirk—. Y esta vez se limitó a fruncir el ceño, en vez de contestaretadoramente como las veces anteriores—. Y son buena gente. —¿Cuánto hace que viven aquí? —Seis meses, o más. —¿En qué trabaja él? —No lo sé—. Y, hoscamente, añadió—: Tal vez viaje. —¿Cuántos son de familia? —Sólo él y ella. Pero son amables y tranquilos. —¿Qué aspecto tiene él? —El de un hombre corriente. Yo no soy "detective". No suelo ir por ahí mirando lacara de la gente para ver que aspecto tiene. Yo no... —¿Qué edad tiene el hombre? —Tal vez entre treinta y cinco y cuarenta años, auque puede tener más o menos. —¿Alto o bajo?
 
 —No es tan bajo como usted, ni tan alto como ese amigo que lo acompaña—. Nosmiró, resentida, considerando mi pequeña estatura y la corpulencia de Dean... —y no estátan gordo como ustedes dos. —¿Lleva bigote? —No.¿Es rubio? —No —y añadió triunfalmente—: Morocho.Dean, que había permanecido apartado, me miró por encima del hombro de la mujer.Sus labios deletrearon: —Whitacre. —Ahora háblenos de la señora Quirk. ¿Qué aspecto tiene? —proseguí.Tiene el cabello rubio, es bajita y gordita, y tal vez no tiene todavía treinta años.Dean y yo cruzamos una mirada de inteligencia; podía ser muy bien Mae Landis. —¿Pasan mucho tiempo en casa? —proseguí. —No lo sé —dijo bruscamente la flaca mujer, y aquello me convencde que sí losabía. Por tanto, esperé sin dejar de mirarla fijamente, y al fin añadió—: No creo que pasen mucho tiempo fuera, pero no estoy segura. —Yo, en cambio —lancé al azar—, sé que paran muy poco en casa, y sólo de día. Yusted también lo sabe. No lo negó, y, por tanto, pregunté: —¿Están ahora? —No creo, pero también podría ser. —Vamos a echar un vistazo al piso —le dije a Dean.El asintió con la cabeza y le dijo a la mujer: —Llévenos a su departamento y ábranos la puerta. —¡No lo haré! —respondió ella, con mucho énfasis—. No tienen derecho a entrar enla casa de alguien sin una orden de allanamiento. ¿Acaso la traen? —No traemos nada —le dijo Dean, con una mueca—, pero podemos tener las quequeramos si se empeña usted en darnos ese trabajo. Usted es la responsable de esta casa; puede entrar en cualquiera de los departamentos cuando quiera, y puede llevarnos anosotros con usted. Llévenos arriba y la dejaremos en paz; pero si tiene interés en poner dificultades, entonces aténgase a las consecuencias, porque podría ser que encubriera a losQuirk y tuviera que compartir su celda.Ella reflexionó y finalmente, sin dejar de gruñir y rezongar a cada escalón que subía,nos llevó al departamento de los Quirk. Primero se aseguró que no estaban en casa ydespués nos dejó entrar.El departamento constaba de tres habitaciones, un cuarto de baño y una cocina, yestaba amueblado de un modo andrajoso que hacía juego con el destartalado exterior de lacasa. En aquellas habitaciones encontramos unas cuantas ropas, masculina y femenina,unos cuantos artículos de aseo, etcétera. Pero el lugar no mostraba ninguna de las señalesreveladoras de una estadía continuada; no había cuadros, ni almohadones, ni ninguno delos mil cachivaches que suelen encontrarse en los hogares. La cocina parecía no haberseusado durante largo tiempo; las latas destinadas al café, al té, a las especias y a la harinaestaban vacías.Sólo dos cosas encontramos que tuvieran algún significado: algunos cigarrillos Elixir Russian sobre una mesa , y una caja nueva de balas calibre 32 —de la que faltaban diez— en un cajón.Durante todo el registro, la patrona no se había separado de nosotros, mirándolo todocon sus ojos agudos y curiosos; pero ahora la echamos de allí, diciéndole que, con ley osin ella, nos hacíamos cargo del departamento.
 
 —Indudablemente éste es, o era, el escondrijo de Whitacre y de su chica —dijo Dean,cuando estuvimos solos—. La única cuestión es si se habría propuesto mantenerse aquíoculto, o si sólo le sirvió para hacer sus preparativos de huída. Pienso que lo mejor seráque el Capitán mande una custodia que permanezca aquí día y noche, hasta que podamosencontrar al hermano Whitacre. —Es lo más seguro —convine, y se fue a telefonear al cuarto de adelante.Cuando Dean terminó con el teléfono, llamé al viejo, para saber si había algunanovedad. —Nada —respondió—. ¿Y cómo le van las cosas a usted? —Bastante bien. Tal vez esta tarde pueda darle alguna noticia. —¿Consiguió de Ogburn aquellas muestras de la escritura de Whitacre? ¿O quiereque encargue a alguien de ello? —Las tendré esta tarde —le prometí.Durante diez minutos estuve tratando de hablar con Ogburn en su oficina, cuandomiré el reloj y advertí que eran más de las seis. Encontré el número de su casa particular en la guía de teléfonos, y lo llamé allí. —¿Tiene en su casa algo escrito por Whitacre? —le pregunté. Necesito un par demuestras. Me gustaría tenerlas esta tarde, aunque, en caso necesario, puedo esperar hastamañana. —Creo que tengo aquí algunas cartas suyas. Si quiere pasar, se las daré. —Estaré ahí dentro de quince minutos —le dije. —Voy a casa de Ogburn —le expliqué a Dean— a buscar unas muestras de laescritura de Whitacre, mientras usted espera al hombre que van a mandarle de la Jefatura para hacerse cargo de esto. Nos encontraremos en el States tan pronto como usted puedasalir de aquí. Comeremos allí y haremos planes para esta noche. —¡Ajá! —gruñó, mientras se acomodaba en una silla y apoyaba los pies en otra.Yo salí del departamento.Ogburn se estaba vistiendo cuando llegué a su casa, y llevaba el cuello y la corbata enla mano cuando salió a abrirme la puerta. —Encontré unas cuantas cartas de Herb me dijo, llevándome a su habitación.Examiné las quince o más cartas que había sobre la mesa, seleccionando las que másme interesaban, mientras Ogburn seguía vistiéndose. —¿Se hacen progresos? —preguntó de pronto. —Así, así. ¿Averiguó algo que pueda ayudarnos? —No; pero hace sólo unos minutos acabo de recordar que Herb solía frecuentar elMills Building. Lo vi entrar y salir de allí a menudo, pero nunca me llamó la atención. Nosé si puede tener alguna importancia o...Yo me levanté de un salto. —¡Así se explica! —exclamé—. ¿Puedo usar su teléfono? —Naturalmente; está en el pasillo, cerca de la puerta—. Me miraba sorprendido—.Es un teléfono público; ¿tiene una moneda? —Sí.Pero yo ya cruzaba la puerta del dormitorio. —El interruptor está al lado de la puerta —me gritó—, si es que quiere luz. ¿Creeque...?Pero yo no me detuve a escuchar sus preguntas. Mientras corría hacia el teléfono, buscaba una moneda en el bolsillo. Y, al hurgar en éste, con el apuro, la moneda seescade entre mis dedos... y no accidentalmente, porque acababa de tener unacorazonada que quería comprobar. La moneda rodó por el alfombrado pasillo. Encendí laluz, la recogí y llamé al número de los Quirk. Hoy me alegro de haber hecho aquello.
 
Dean todavía estaba allí. —Esto se acaba —le anuncié—. Lleve a la patrona a la Jefatura, y también a laLandis. Nos encontraremos allí... en la Jefatura. —¿Lo dice en serio? —farfulló. —Casi —contesté, y colgué el tubo.Apagué la luz del pasillo, y silbando en voz baja volví a la habitación donde habíadejado a Ogburn. La puerta estaba entreabierta. Me dirigí a ella directamente y la abrí deuna patada, saltando después hacia atrás y apoyándome en la pared.Sonaron dos disparos, tan seguidos que parecieron uno solo.Bien arrimado a la pared, me afirmé con el pie en el ángulo del suelo y el zócalo, yempecé un concierto de gritos y alaridos que hubieran hecho famoso a un loco encarnaval.Un instante después, Ogburn apareció en el umbral. Llevaba un revólver en la mano ymostraba el semblante de una fiera. Estaba decidido a matarme. Era mi vida o la suya.Dejé caer mi pistola sobre la bruñida superficie castaña de su cráneo.Cuando volvió a abrir los ojos, dos agentes lo estaban metiendo en el auto de la policía.Encontré a Dean en la sala de detectives, en el Palacio de Justicia. —La patrona ha identificado a Mae Landis, en el despacho del Capitán. —Ogburn está en el Departamento de Huellas dactilares —le dije—. Vamos a llevar a la patrona a que le eche un vistazo.Cuando llevamos allí a la patrona a que lo viera, Ogburn estaba sentado, inclinadohacia delante, mirando fijamente los pies del agente uniformado que lo custodiaba. —¿Lo conoce? —pregunté a la mujer. —Sí —respondió de mala gana—. Es el señor Quirk.Ogburn no levantó la mirada, ni nos prestó la menor atención.Después de decirle a la patrona que podía marcharse a su casa, Dean me condujo a unrincón apartado de la sala de detectives, donde pudiéramos hablar sin ser molestados. —¡Ahora desembuche! —bramó—, ¿Cómo ocurrieron estos "sorprendentesacontecimientos", como dirían los chicos de la prensa? —Bueno, para empezar, yo sabía que la pregunta ¿
? sólo podía tener una respuesta. ¡Bob no era tonto! Cabía dentro de lo posible que se dejaraarrinconar por un hombre a quien fuera siguiendo, detrás de un cartel de anuncios; pero lohabría hecho tomando precauciones. No habría muerto con las manos vacías y menos acausa de un disparo hecho desde tan cerca que le chamuscó el saco. El asesino tenía queser alguien en quien Bob confiaba, y, por consiguiente, no podía ser Whitacre. Ahora bien, Bob era un muchacho cumplidor de su deber, y no habría abandonado su tarea deseguir a Whitacre para charlar con cualquier amigo. Sólo había un hombre capaz dehaberlo persuadido a dejar a Whitacre por un rato, y el hombre era aquél para quien Bobtrabajaba: Ogburn."Si no hubiera conocido a Bob, habría podido pensar que se había escondido detrásde los anuncios para vigilar a Whitacre; pero Bob no era un aficionado. Sabía demasiadosu oficio como para hacer esos trucos espectaculares. Por consiguiente, sólo cabía pensar en Ogburn."Con esto para empezar, todo lo demás es un asunto fácil. Todo el material que nos proporcionó Mae Landis al reconocer la pistola de Whitacre y al confirmar la coartada deOgburn, diciendo que había hablado por teléfono con él a las diez, no hizo más queconvencerme de su complicidad. Cuando la patrona nos describió a "Quirk" yo tuve laabsoluta certeza. Su descripción igual podía encajar en Whitacre que en Ogburn. Pero notenía sentido que el primero ocupara un departamento en Greenwich Street, mientras que
 
si Ogburn y la Landis tenían algún lío, necesitaban un sitio para encontrarse."En vista de ello, esta noche representé una pequeña comedia en el departamento deOgburn, dejando caer una moneda en el suelo y encontrando allí huellas de barro seco quesin duda persistieron, a pesar de la limpieza a que debió someter la alfombra y sus propiasropas después de llegar a casa caminando bajo la lluvia. Dejaremos que los técnicosdeterminen si aquel barro podía ser del terreno donde mataron a Bob, y el jurado decidirási lo era."Hay otros detalles... como por ejemplo la pistola. La Landis dijo que Whitacre latenía desde hacía más de un año, pero a pesar de estar sucia de barro me pareció bastantenueva. Enviaremos el número de serie a los fabricantes y averiguaremos cuándo sevendió."En cuanto al móvil, el único que conozco con certeza en la actualidad es el de lamujer, lo cual debería ser bastante. Pero creo que cuando se investiguen los libros de"Ogburn y Whitacre" y se compruebe su estado financiero, descubriremos algo. Apostaríacien contra uno a que Whitacre aparecerá, ahora que nadie puede acusarlo de asesinato".Y eso fue exactamente lo que ocurrió.Al a siguiente, Herbert Whitacre se presenen la Jefatura de Policía deSacramento, y se entregó. Ni Ogburn ni Mae Landis declararon jamás lo que sabían, pero con el testimonio deWhitacre, apoyado por las pruebas que pudimos juntar aquí y allá, acudimos al juicio yconvencimos al jurado de que los hechos eran como sigue:Ogburn y Whitacre habían iniciado su negocio de producción agrícola, en plan deestafadores. Tenían opciones sobre una gran cantidad de terreno, y proyectaron vender elmayor número de lotes posible antes de que se cumpliera el plazo para ejercer la opción.Cuando llegara el momento, tenían el propósito de hacer las valijas y desaparecer.Whitacre tenía poco aguante y recordaba perfectamente los tres años que había pasado enla cárcel por falsificador. Para darle ánimos, Ogburn había dicho a su socio que tenía unamigo en el Departamento de Correos de Washington que, mediante la correspondiente propina, le avisaría en el momento en que surgiera cualquier sospecha de tipo oficial.Los dos socios sacaron una buena cantidad de dinero gracias a su estratagema yOgburn se constituyó en el depositario del dinero hasta que llegara el momento de iniciar la retirada. Mientras tanto Ogburn y Mae Landis —la supuesta esposa de Whitacre— habían intimado y habían alquilado el departamento de Greenwich Street, donde seencontraban las tardes en que Whitacre estaba ocupado en la oficina, y mientras suponíaque Ogburn andaba a la caza de alguna nueva víctima. En aquel departamento habíanurdido Ogburn y la mujer su pequeño truco, gracias al cual se librarían de Whitacre, sequedarían con todo el botín, y Ogburn quedaría a cubierto de toda sospecha decomplicidad en los negocios delictivos de "Ogburn y Whitacre".Ogburn se había dirigido a las oficinas de la "Continental", había contado su pequeñahistoria sobre la infidelidad de su socio y había contratado a Bob Teal para seguir los pasos de aquél. A continuación de lijo a Whitacre que había recibido una confidencia desu amigo de Washington, según la cual estaba a punto de iniciarse una investigación. Losdos socios convinieron entonces en salir de la ciudad, por separado, a la semana siguiente.La noche siguiente, Mae Landis le contó a Whitacre que había visto un hombre vagando por el vecindario, vigilando por lo visto el edificio en que vivían. Whitacre, tomando aBob por un inspector de Correos, había perdido la serenidad, y había sido preciso elesfuerzo conjunto de la mujer y de su socio —que en apariencia actuaban separadamente — para impedir que se fugara inmediatamente. Por fin consiguieron que postergara sudecisión por unos días.La noche del crimen, Ogburn, simulando que no creía en la historia de Whitacre
 
sobre la persecución a que se hallaba sometido, se había encontrado con él, diciéndole quequería averiguar si realmente lo seguían. Durante una hora estuvieron recorriendo lascalles bajo la lluvia. Entonces Ogburn, diciendo que se había convencido, anunció su propósito de volver atrás y hablar con el supuesto inspector para ver si podía sobornarlo.Whitacre se había negado a acompañar a su socio, pero había convenido en esperarlo enun portal oscuro.Con cualquier pretexto, Ogburn se había llevado a Bob Teal detrás del cartel deanuncios, y lo había asesinado. Entonces había vuelto precipitadamente junto a su socio,gritando: —¡Dios mío! Se me tiró encima y disparé. ¡Tenemos que huir!Whitacre, loco de pánico, se había marchado de San Francisco sin detenerse siquieraa buscar sus valijas ni a avisar a Mae Landis. Suponía, por lo que habían convenido, queOgburn se marcharía siguiendo otra ruta. Tenían que encontrarse en la ciudad deOklahoma diez días más tarde. Allí, Ogburn —después de sacar todo el dinero de los bancos de Los Ángeles, donde lo había depositado bajo diversos nombres— tenía quedarle a Whitacre su participación, y luego cada cual se iría por su lado.Al a siguiente, en Sacramento, Whitacre haa leído los diarios y haacomprendido la jugarreta de que se le había hecho víctima. El había llevado todos loslibros de la empresa; todos los asientos falsos en la contabilidad de "Ogburn y Whitacre"estaban escritos de su puño y letra. Mae Landis había descubierto sus antecedentes penales, y le había atribuido la propiedad de la pistola, que en realidad pertenecía aOgburn. ¡Había caído en la trampa! ¡No tenía la menor posibilidad de demostrar suinocencia!.Se había dado cuenta perfectamente de que la explicación que podía dar parecería unamentira rebuscada y estúpida. Tenía antecedentes penales. Si se hubiera entregado yhubiera contado toda la verdad, no habría conseguido otra cosa sino que todos se burlarande él.Pasando el desenlace: Ogburn terminó con una condena de muerte; Mae Landistodavía está cumpliendo en la actualidad una condena de quince años de prisión, yWhitacre, en recompensa a su testimonio y a la restitución del botín, no fue acusado por su intervención en la estafa.
 
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de empinadas paredes rocosas que se hundían en cauces secos de
arroyos
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, donde grupos polvorientos de mezquites se erguían como un encaje blanco bajo la luzsolar, y en barrancas de abruptos bordes.El sol ascendía sobre un horizonte ardiente. Cuanto más se elevaba, más caliente era.Me pregunté cuánto más caliente tendría que estar el aire para que comenzasen a estallar los cartuchos del revólver que llevaba bajo el brazo. No era demasiado importante, pues siseguía aumentando la temperatura estallaríamos, de todos modos; el coche, el desierto, elconductor y yo nos despediríamos de esta existencia, en una lumbrada explosiva. ¡Y nome interesaba un comino si así fuese!Tal era el esquema de mis pensamientos mientras subíamos una colina de prolongadaladera, llegábamos a la cima y nos deslizábamos descendiendo hacia Corkscrew.En ningún momento podía resultar un espectáculo imponente la vista de Corkscrew.Y, muy en especial, no lo era en esa tarde al rojo blanco del sábado. Una calle arenosaque contorneaba el borde irregular del Cañón Tirabuzón. El pueblo había tomado, a travésde la traducción de la palabra, su nombre. Se le denominaba pueblo, pero decirle aldeahubiese sido una verdadera alabanza. Quince o dieciocho construcciones zarrapastrosas seaplastaban a lo largo de la calle sinuosa; unas pocas chozas lamentables, semiderruidas, seapoyaban apiñadas contra aquellas casas o huían de ellas, como víboras reptantes.En la calle, cuatro coches cubiertos de polvo se cocían al fuego del sol. Entre dosedificios vi un corral, donde media docena de caballos acumulaban sus excrementos bajoun cobertizo. Ni una sola persona a la vista. Hasta al conductor del coche diligencia, conuna saca postal aparentemente vacía sobre el hombro, había desaparecido en un edificiocuyo rótulo exterior decía Adderly’s Emporium.Recuperé mis dos maletas empolvadas de gris, descendí del coche y crucé la callehacia donde un letrero deslucido por la intemperie, en el que apenas se leían las palabrasCañón House, se balanceaba sobre la puerta de un edificio de dos pisos, techo de chapa y paredes de adobe.Atravesé una galería amplia, sin pintura y sin gente, abrí la puerta con un pie y penetré en un comedor donde una docena de hombres y una mujer estaban comiendo,sentados en varias mesas cubiertas con manteles de hule. En un rincón del cuarto había unescritorio caja; por detrás de éste, sobre la pared, vi un soporte para llaves. Entre elsoporte y el escritorio, un hombre gordinflón, cuyos pocos pelos eran la sombra exacta desu piel cetrina, sentado sobre una banqueta, fingía no haberme visto.―Un cuarto y muchísima agua —le dije dejando caer mis maletas.
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En castellano en el original
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―Tendrá su cuarto —gruñó el cetrino―, pero el agua no le servirá de nada. No habráterminado de beber y de lavarse y ya estará sediento y sucio otra vez. ¿Dónde diablos estáese registro? No lo pudo hallar, de modo que me acercó por encima de la tapa del escritorio unsobre viejo.―Regístrese allí, en la parte trasera. ¿Estará un tiempito con nosotros?―Así lo creo.Una silla se tumbó a mis espaldas.Giré en el momento en que un hombre flaco, de enormes orejas rojas, se izaba a símismo con la ayuda de sus manos aferradas a la mesa.―Damash y caballerosh —declaró solemne―, ha llegao para ushtede el momento dedesechar el camino del mal e iniciar las labores de calceta. ¡Ha llegao la ley al condao deOrilla!El borracho hizo una reverencia hacia mí, volcó su plato de jamón y huevos y sesentó.Los demás comensales aplaudieron con golpes de cuchillos y tenedores sobre lasmesas.Les observé mientras me observaban. Un conjunto heterogéneo: cuidadores decaballos de piel curtida, campesinos de músculos fuertes, hombres de tez grisácea, típicostrabajadores nocturnos. La mujer, la única en la habitación, no era de Arizona. Era una joven delgada de unos veinticinco años, con ojos oscuros y muy brillantes, cabello corto ynegro y una belleza notoria, que hacía pensar en un lugar de origen mejor que esa aldea.Sin duda has visto a su hermana, o hermanas, en grandes ciudades, en lugares quefrecuentas a la salida de una función teatral.El hombre que la acompañaba tenía el aire de quien se dedica a faenas de campo: unmozo delgado, poco más de veinte años, no muy alto, de pálidos ojos azules quedesentonaban con su cara bronceada, oscura. Por su corte regular, las facciones delmuchacho resultaban casi demasiado perfectas.―¿O sea que usted es el nuevo lugarteniente del sheriff? —preguntó a mis espaldasel hombre cetrino.¡Alguien había hecho público mi secreto!―Sí. —Oculté mi incomodidad bajo una sonrisa dirigida a él y a los comensales―.Pero ahora mismo venderé mi estrella por ese cuarto y el agua de que hemos hablado.A lo largo del comedor me condujo hasta una escalera, por la que subimos al segundo piso. Frente a la puerta de un cuarto de paredes de madera que daba a la parte posterior del edificio, el cetrino me dijo:―Este es —y se marchó.Hice cuanto pude con el agua de un lavamanos, apoyado sobre una mesita metálica, para librarme de la mugre blanquecina que había acumulado sobre mi cuerpo. Luegosaqué de una maleta una camisa gris y un traje de lino y acomodé mi revólver en la funda, bajo mi brazo izquierdo, donde sería evidente.En cada uno de los bolsillos laterales de la chaqueta guardé una flamante automática0.32: un par de chismes pequeños, chatos, que no se veían mucho mejores que un juguete.Su tamaño reducido me permitía llevarlas cerca de la mano sin que se advirtiese que elrevólver no constituía todo mi arsenal.El comedor estaba vacío cuando bajé. El cetrino pesimista que regenteaba el lugar asomó la cabeza por una puerta.―¿Podré comer alguna cosa? ―pregunté.
 
―Pues parece que no ―con un gesto de la cabeza me señaló un letrero queestablecía: Comidas de 6 a 8 A.M., de 12 a 2 y de 5 a 7 P.M.―Algo encontrará en la tienda de Toad... si no es demasiado exigente ―agregó contono agrio.Salí, atravela galería exterior, demasiado ardiente para que hubiese alndesocupado por allí, y crucé la calle, también vacía por la misma causa. Hallé la tienda deToad, acurrucada junto a un muro de un gran edificio de adobe, de un solo piso. A lolargo de todo el frente se leía Border Palace.Era un tinglado pequeño ―tres paredes de madera contra el muro de adobe delBorder Palace― amueblado con un mostrador de comidas, ocho banquetas, una cocina,un puñado de objetos de cocina, la mitad de las moscas del universo, una cama de hierrodetrás de una cortina de cañamazo a medias alzada, y el propietario. Alguna vez elinterior había estado pintado de blanco. En ese momento el color era de humo grasiento,excepto en los lugares en que un par de letreros aseguraban: Comidas a toda hora. Pago alcontado y luego detallaban el precio de los platos del día. Esos letreros estaban decorados por las moscas, sobre un fondo amarillo grisáceo.El dueño era un tío diminuto, viejo, huesudo, de piel oscura, arrugado, jovial.―¿Usted es el nuevo sheriff? —preguntó, y al sonreír su boca se reveló desdentada.―Lugarteniente —admití―. Y hambriento. Comeré cualquier cosa que me ponga yque no me pueda morder y que no demore mucho tiempo para ser servida.―¡Pues claro! —Se volvió hacia la cocina y comenzó a hacer resonar cazos ysartenes―. Aquí necesitamos sheriff —me dijo por sobre su hombro.―¿Alguien le ha molestado?―Nadie me molesta... ¡se lo aseguro! —Estiró una mano sarmentosa hasta una cajade azúcar, bajo los anaqueles de detrás del mostrador―. ¡Les hago frente con esto!La punta de una escopeta asomó en la caja. Tiré de ella: una escopeta de doble cañón.Un arma poco eficaz, a corta distancia.La volví a su lugar de descanso mientras el viejo comenzaba a acomodar frente a míalgunos platos.Con la comida dentro y un cigarro encendido, regresé a la calle sinuosa. Desde elBorder Palace me llegó un chasquido de bolas de billar. Seguí el sonido y atravesé la puerta.En un amplio salón cuatro hombres se inclinaban sobre un par de mesas de billar, entanto que otros cinco o seis les observaban, sentados en sillas, a lo largo de la pared. A uncostado del salón había un bar de madera de roble. A través de una puerta abierta, sobre la pared trasera, llegaba un sonido de naipes barajados.Un hombre corpulento, con la panza cubierta por un chaleco blanco que, a su vez,lucía sobre una camisa blanca en la cual brillaba un diamante, se me acercó; su cara,asentada arriba de un triple mentón, se extendía en una sonrisa profesionalmente bonachona.―Yo soy Bardell —me saludó al tenderme una mano gorda, de uñas brillantes, queexhibía más luces de diamantes―. Este salón es mío. ¡Me alegro de conocerle, sheriff!Por Dios, le necesitamos a usted y espero que pueda pasar mucho tiempo entre nosotros.Esos tíos —hizo chasquear los labios al señalarme a los jugadores de billar― me traenquebraderos de cabeza muchas veces.Le dejé que me sacudiese la mano con entusiasmo.―Permítame que le haga conocer a los muchachos —prosiguió; ya antes de volversehacia los jugadores había puesto un brazo sobre mi hombro―. Estos son jinetes del CircleH.A.R. —me explicó señalando con algunos de sus anillos hacia los jugadores de
 
 billar―, excepto ese hombre de Milk River, que es descortezador.El hombre de Milk River era el joven delgado que había visto junto a la muchacha enel comedor de Cañón House. Sus compañeros eran jóvenes —si bien no tanto como él―,curtidos por el sol y el viento, calzados con botas de tacón alto. Buck Small era rubio y deojos saltones; Smith, rubio y bajo; Dunne, un irlandés longilíneo.En su mayoría, los hombres que observaban el juego trabajaban en Colonia Orilla oen alguno de los pequeños ranchos de las cercanías. Había dos excepciones: Chick Orr, bajo, de cuerpo grueso, brazos duros, con nariz deforme, orejas llenas de cicatrices,dientes delanteros de oro y manos nudosas de boxeador; la otra excepción era GypRainey, un individuo de mentón débil, con aspecto de rata, oliendo a cocaína a metros dedistancia.Conducido por Bardell, me dirigí al salón trasero para ver a los jugadores de póquer.Eran sólo cuatro. Las otras mesas de juego, el equipo de keno y la mesa de dados estabanvacíos.Uno de los jugadores era el borracho de las enormes orejas que me había espetado eldiscurso de bienvenida en el hotel. Se llamaba Slim Vogel. Era uno de los peones deCircle H.A.R., al igual que Red Wheelan, que estaba sentado junto a él. Ambos estabaninundados de licor. El tercer jugador era un hombre de edad mediana, silencioso, llamadoKeefe. El cuarto era Mark Nisbet, un tío pálido y delgado. Desde sus ojos castaños de párpados pesados hasta las hábiles puntas de sus dedos blancos, se veía en él al jugador consuetudinario. Nisbet y Vogel, al parecer, no se llevaban del todo bien.Le correspondía jugar a Nisbet y las apuestas ya se habían abierto. Vogel, que tenía eldoble de fichas que cualquiera de los demás, arrojó dos naipes.―¡Quiero dos grandes, esta vez! —y no lo dijo con buenos modales. Nisbet lo dio losnaipes, con el aire de quien no ha oído nada extraño. Red Wheelan pidió tres. Keefe pasó. Nisbet se dio uno. Wheelan apostó. Nisbet igualó. Vogel elevó la apuesta. Wheelan laigualó. Nisbet la alzó. Vogel volvió a elevarla. Wheelan pasó. Nisbet la alzó nuevamente.―Me supongo que tú también tienes tu juego bien alto —gruñó Vogel por sobre lamesa, en dirección a Nisbet, y alzó su apuesta una vez más. Nisbet mostró su juego. Ases y reyes. El vaquero desplegó sus tres nueves.Vogel se echó a reír en forma estrepitosa mientras recogía las fichas.―Si siempre pudiese ponerte un sheriff a tus espaldas para que te vigile, me estaríahaciendo un favor a mí mismo. Nisbet fingió ocuparse en alinear sus fichas. Simpaticé con él; había jugado una malamano, ¿pero de qué otra forma puedes jugar con un borracho?―¿Qué le ha parecido nuestro pequeño pueblo? —me preguntó Red Wheelan.―Aún no he visto mucho —gané tiempo―. El hotel, la casa de comidas... es todo loque he conocido.Wheelan se echó a reír.―¿Ha conocido a Toad, pues? ¡Ese es amigo de Slim!Excepto Nisbet, todos se echaron a reír a carcajadas, incluso Slim Vogel.―Una vez Slim intentó quedarse con dos bocados de Toad, dos bocados que más parecían piedras que comida. Dijo que se había olvidado de pagar por ellos, pero parecíacomo si los hubiese robado. Pues de todos modos, al día siguiente, allí se apareció elToad, levantando polvo en el rancho con una escopeta bajo el brazo. Había llevado a larastra su instrumento de destrucción a través del desierto, treinta kilómetros a pie, pararecoger sus dos bocados. ¡Y bien que los recogió! Le sacó a Slim los dos bocados entre elcorral y las barracas... ¡a boca de cañón, bien se podría decir!Slim Vogel sonrió con cierta pena y se rascó una de sus enormes orejas.
 
―El viejo hijo de puta, se me vino detrás como si yo fuese un condenado ladrón. ¡Sihubiese sido un hombre, ya le habría puesto en el infierno antes que devolverle nada!¿Pero qué vas a hacer con un gallinazo viejo que ni siquiera tiene dientes para morderte?Sus ojos legañosos volvieron a detenerse sobre la mesa y la risa de sus labios abiertosse trocó en un gesto despectivo.―Vamos a jugar —refunfuñó con una mirada hacia Nisbet―. Ahora dará cartas unhombre honesto.Bardell y yo regresamos hacia la parte delantera del edificio, donde los vaqueros aúnhacían carambolas. Me senté en una de las sillas que se alineaban contra la pared yescuché las conversaciones con naturalidad. Cualquiera habría adivinado que allí había unforastero.Mi primera tarea sería hacer caso omiso de ese inconveniente.―¿Tienes idea —dirigí mi pregunta a todos, en general― de algún lugar donde pueda conseguir un caballo? Uno que no sea demasiado brioso para un jinete un pocotorpe.―Puedes conseguir uno en las cuadras de Echlin —dijo Milk River con lentitud, buscando mi mirada con sus ojos azules y cándidos―, aunque no creo que tenga nada quesobreviva mucho tiempo si le apuras. Mira... Peery, camino del rancho, tiene algún pellejoque te irá bien. No querrá desprenderse de él, pero si le metes algún dinero bajo lasnarices tal vez te lo venderá.―No me estás mandando a buscar algún caballo que yo no pueda dominar, ¿verdad? —le pregunté.Los ojos claros se ennegrecieron.―No le estoy mandando a buscar nada, señor —me dijo―. Has pedido información.Te la he dado. Pero no me molesta decirte que nadie se caerá de ese pellejo, a menos queno sea capaz de mantenerse sentado en una mecedora.―Estupendo. Mañana iré allá.Milk River apoyó el taco de billar en el suelo y frunció el entrecejo.―Ahora mismo recuerdo que Peery irá mañana a los bajos del campo de pastoreo.Mira, si no tienes otra cosa que hacer, podemos largarnos para allá ahora mismo.―De acuerdo —le respondí, y me puse de pie.―Muchachos, ¿regresáis? —preguntó Milk River a sus compañeros.―Si ―le dijo Smith, con tono indiferente―. Mañana tendremos que salir a primerahora, de modo que supongo que deberíamos ponernos en marcha. Veré si Slim y Redquieren partir ya. No querían. La desagradable voz de Vogel llegó a través de la puerta abierta.―¡Me quedo plantado aquí! Tengo a esta víbora en un puño y es cuestión de tiempo, pero tendrá que arrastrarse para salvar el bolsillo. ¡Y eso es lo que estoy esperando! Encuanto se haga el gracioso le abro la garganta.Smith regresó.―Slim y Red seguirán jugando un rato. Ya verán quien los lleva cuando a ellos lesvenga bien.Milk River, Smith, Dunne, Small y yo nos marchamos del Border Palace.A tres pasos de la puerta un hombre encorvado, de bigote blanco, que llevaba unacamisa de pechera almidonada, se precipitó hacia mí.―Me llamo Adderly —se presentó y me tendió la mano mientras con la otra meseñalaba el Adderly’s Emporium―. ¿Puede dedicarme un minuto? Quisiera presentarlesalgunas personas del pueblo.
 
Los hombres del Circle H.A.R. caminaban lentamente hacia uno de los coches, calleabajo.―¿Podéis esperarme un par de minutos? —les grité.Milk River volvió la cabeza.―Sí. Le pondremos gasolina y agua al coche. Tienes tiempo.Adderly me guió hacia su tienda, hablando mientras andábamos.―Algunos de los mejores elementos están en mi casa... en realidad, todos los mejoreselementos. La gente que le apoyará a usted, si establece el temor a Dios en Corkscrew.Estamos cansados y enfermos de soportar que esto sea un infierno.Atravesamos la tienda, luego un patio y entramos a la casa. Había doce o más personas.Un hombre delgaducho, descarnado, de boca fina en una cara larga y huesuda, elreverendo Dierks, me recibió con un discurso. Me llamó hermano; me dijo que Corkscrewera un pueblo perverso; me aseguró que él y sus amigos estaban preparados para apoyar órdenes de arresto contra muchos hombres que habían cometido más de sesenta crímenesdurante los dos últimos años.Tenía una lista de las fechorías, con nombres, fechas y hora, y me la leyó. Todas las personas que había visto durante la tarde de ese día, excepto los allí presentes, figurabanen la lista al menos una vez, junto con otras —muchas― cuyos nombres no me eranconocidos. Los crímenes iban desde asesinato hasta ebriedad y utilización de lenguaje profano.―Si usted me entrega esa lista, la estudiaré —le prometí.Me la dio, pero no era hombre que se fiase de promesas.―Abstenerse, siquiera por una hora, de castigar la perversidad implica hacersecómplice de esa perversidad, hermano. Usted ha estado en esa casa de pecado dirigida por Bardell. Usted ha oído el Sabbath celebrado con el sonido de bolas de billar. ¡Usted haolido el olor del ron enloquecedor en el aliento de esos hombres! ¡Luche, hermano! ¡No permita que se diga que ha perdonado el mal desde su primer día en Corkscrew! Penetreen ese infierno y cumpla con su deber de hombre de la ley y de cristiano!Ese hombre era un ministro de Dios, me hubiese sabido mal echarme a reír.Miré a los demás. Hombres y mujeres estaban sentados al filo de las sillas. En suscaras se pintaba la misma expresión que hay en las caras de los espectadores de una pelea por el campeonato del mundo, unos instantes antes de que suene el gong.La señora Echlin, la esposa del cochero, una mujer de rostro y cuerpo angulosos, buscó mi mirada con sus ojos pétreos.―Y esa descarada mujer vestida siempre de rojo que se hace llamar señora Gaia... ¡Ylas tres pícaras que se hacen pasar por hijas de ella! No es usted un buen lugarteniente desheriff si permite que ellas pasen una sola noche más en esa casa, ¡envenenando a loshombres de Orilla!Los demás asintieron con entusiasmo.La señora Janey, maestra, dentadura postiza, cara avinagrada, agregó lo suyo:―E incluso peor que esas..., que esas criaturas... es la Clio Landes. Peor porque almenos esas..., esas pícaras —bajó los ojos, se las apañó para sonrojarse, observó con elrabillo al ministro―, esas pícaras son lo que son al menos abiertamente. Pero ella, ¿quiénsabe hasta que extremo es una mala persona?―Yo nada sé sobre ella —comenzó a decir Adderly, pero su mujer lo obligó a callar.―¡Yo lo sé! —exclamó; era una mujer alta, de visible bigote, cuyo corsé marcaba pliegues y puntas por debajo de su vestido negro y lustroso―. La señorita Janey tienetoda la razón del mundo.―¿Esa Clio Landes está incluida en la lista? —pregunté, porque no recordaba su
 
nombre.―No, hermano, no está incluida —me dijo el reverendo Dierks con tonocompungido―. Pero sólo porque ella es más sutil que los demás. Corkscrew, por cierto,sería mejor sin ella, sin una mujer de evidente baja moralidad, sin medios de vidaconocidos, asociada con los peores elementos del pueblo.―Amigos, me alegro de haberles conocido —les dije mientras doblaba el papel enque estaba escrita la lista y lo guardaba en un bolsillo―. Me alegro de saber que ustedesme apoyarán.Me encaminé hacia la puerta, en la esperanza de marcharme sin necesidad de muchamás charla. Imposible. El reverendo Dierks me siguió.―¿Presentabatalla ahora mismo, hermano? ¿Llevala guerra de Dios deinmediato contra el infierno de mancebía y de juego?―Me alegro de tener el apoyo de ustedes —le respondí―. Pero no habrá ningún tipode incursión al por mayor..., al menos por ahora. Examinaré esta lista que me haentregado, para hacer luego lo que estime que debe hacerse, pero no me preocuparémucho por este lote de insignificantes fechorías cometidas hace un año. Voy a comenzar de cero. Lo que suceda de ahora en más es lo que me concierne. Ya nos veremos.Y me marché.El coche de los jóvenes del Circle H.A.R. estaba detenido frente a la puerta de latienda.―He conocido a los mejores elementos —expliqué mientras me acomodaba entreMilk River y Buck Small.La cara morena de Mik River se arrugó en torno a sus ojos.―O sea que ya sabes qué clase de gentuza somos —me dijo.Conducía Dunne. El coche salió de Corkscrew por el extremo sur de la calle y luegogiró hacia el oeste por un barranco poco profundo en el que se mezclaban piedra y arena.Mucha arena y mucha piedra. La velocidad, poca. Una hora y media de tumbos, brincos ygiros por ese barranco nos hicieron llegar hasta otro barranco, más amplio y con hierba.A la vuelta de una curva surgió el edificio del Circle H.A.R. Descendimos del coche bajo un cobertizo de escasa altura, donde había aparcado otro coche. Un hombre demusculatura y esqueleto fuertes se acercó a nosotros desde un edificio encalado. Su caraera cuadrada y morena. Su bigote corto y sus ojos hundidos eran oscuros. Según medijeron, ese hombre era Peery, quien dirigía el rancho de acuerdo con las órdenes deldueño, un tío que vivía en el Este.―Quiere un caballo tranquilo, manso —le dijo Milk River a Peery―, y hemos pensado que tal vez podrías venderle tu “Rollo”. Es el más manso de los caballos delmundo.Peery se echó atrás el sombrero de alta copa y se afirmó sobre los tacones de sus botas.―¿Cuánto me piensas pagar por ese caballo?―Si me va bien —le respondí―, estoy dispuesto a pagar la suma suficiente paracomprarlo.―No está tan mal —me dijo―. Uno de vosotros, muchachos, que le eche un lazo al pellejo ese y me lo traiga para que el caballero lo pueda ver.Smith y Dunne se marcharon de inmediato, juntos, pero fingían hacerlo casi de malagana.Poco después ambos regresaban, a caballo, con el pellejo trotando en medio de suscabalgaduras, ya ensillado y embridado. Observé que lo traían amarrado con dos lazos.Era un Pony de osamenta muy visible, de un color de limones verdes, con una cabezatriste, inclinada a tierra y una verdadera nariz romana.
 
―Pues aquí está —dijo Peery―.Móntalo y luego hablaremos del
dinero
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.Tiré mi cigarrillo y monté sobre el pony. Desvió un ojo melancólico hacia mí, torcióuna oreja y prosiguió mirando a tierra con su aire triste. Dunne y Smith desamarraron loslazos y me acomodé en la silla.“Rollo” se mantuvo quieto debajo de mí aun después que los otros caballos sealejaron de su lado.Luego me demostró lo que sabía.Se elevó en el aire, recto, y así se quedó el tiempo necesario para girar antes que yocayese al suelo. Se paró sobre sus patas delanteras, luego cambió a las traseras y por fin seapoyó sobre las cuatro al mismo tiempo.Eso no me supo bien, pero no fue una sorpresa total. Bien sabía yo que había sido uncordero al que llevan al sacrificio. Era la tercera vez que me ocurría algo similar. Unhombre de ciudad, cuando se halla en el campo, está destinado a caer en posicióndesairada más tarde o más temprano.Y “Rollo” sería el vencedor. No era yo tan idiota como para querer batallar contra él.De modo que en cuanto quiso volver a sus andadas, me retiré con prudencia: salté dela silla para que la caída no me produjese grandes consecuencias posteriores.Smith ya había tomado las bridas del pony amarillo y le sostenía la cabeza cuandolevanté mi frente de entre las rodillas y me puse de pie.Peery, agachado sobre sus talones me miraba con el ceño fruncido. Milk River observaba a “Rollo” con lo que, presuntamente, debía ser una expresión de asombro.―¿Pero qué le has hecho a “Rollo” para que se haya portado de esa forma? —me preguntó.―Tal vez sólo ha estado de broma —sugerí―. Probaré otra vez. Nuevamente “Rollose mantuvo quieto y melancólico hasta que estuve montado.Luego comenzó a convulsionarse debajo de mí, hasta que mi humanidad quedó apiladasobre mi cuello y un hombro, encima de un matorral.Me puse de pie, masajeando mi hombro izquierdo que había pegado contra una piedra. Smith sostenía las riendas del pellejo. Las cinco caras de aquellos tíos estabanserias y solemnes... demasiado serias y solemnes.―Quizá no le caes bien —opinó Buck Small.―Es posible —admití mientras contaba por tercera vez.El demonio de color de limón ya se había caldeado, se sentía orgulloso de su faena:me dejó sobre la silla durante un rato más largo que los anteriores y así pudo hacermecaer con mayor reciedumbre que antes.Me encontraba enfermo al chocar contra el suelo, frente a Peery y Milk River. Por unos momentos fui incapaz de ponerme de pie y tuve que quedarme quieto antes devolver a sentir la tierra bajo mis pies.―Aguántalo un par de segundos... —comencé a pedir.La figura corpulenta de Peery se alzaba frente a mí.―Ya basta —me dijo―. No permitiré que te mate.―Fuera de mi camino —gruñí―. Me cae bien. Quiero más jaleo.―No montas otra vez en mi pony —me gruñó en respuesta―, no estáacostumbrado a que le traten con tanta rudeza. Eres capaz de hacerle daño si caes mal dela silla.Intenté pasar junto a él. Me impidió el paso con su brazo musculoso. Le mandé el puño derecho contra la cara oscura.Peery retrocedió, tratando de mantener el equilibrio.Pasé por sobre él y salté a la silla.
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Para entonces ya me había ganado la confianza del pellejo. Éramos viejos amigos. Yano le importaba revelarme sus secretos. Hizo todo aquello que, quizá, ningún otro caballo podría hacer. Aterricé sobre el mismo pedrusco donde había golpeado la vez anterior. Yme quedé donde había aterrizado.Ignoraba si podría ponerme de pie nuevamente, aun en el caso de haberlo querido.Pero, por cierto, no quise. Cerré los ojos y descansé. Ya que no había logrado lo que mehabía propuesto, no me molestaba el fracaso.Small, Dunne y Milk River me llevaron a uno de los edificios y me tiraron sobre uncamastro.―Creo que ese caballo no será bueno para mí —les dije―.Quizá me vaya mejor si busco otro.―No te acobardes por tan poca cosa —me aconsejó Small.―Lo mejor es que te quedes quieto y descanses, chico —me aconsejó Milk River―.Te desharás en trocitos si empiezas a moverte ahora.Acepté ese segundo consejo.Cuando desperté ya era la mañana y Milk River me estaba aguijoneando.―¿Qué dices, te levantarás para desayunar o te sabría mejor que te lo traigan a lacama?Me moví con precaución para comprobar si aún estaba entero.―Puedo arrastrarme hasta allá.Se sentó sobre una litera, al otro lado del cuarto, lió un cigarro y yo me puse loszapatos; las únicas prendas, además del sombrero, que me habían quitado para dormir.Entonces me dijo:―Siempre he pensado que no sirve de mucho quien no pueda sentarse sobrecualquier caballo. Ahora no estoy tan seguro. Tú no sabes montar y jamás sabrás. ¡Notienes la menor idea de lo que debes hacer cuando estás sobre el lomo del animal! Pero,un hombre que permite que un potro le tire al suelo tres veces y luego se lía con un tío queno quiere que la cosa termine mal, no es un tonto exactamente.Encendió su cigarrillo y quebró la cerilla por la mitad.―Tengo un alazán que será tuyo por cien dólares. No le gusta arrear vacas, pero esun caballo entero y no es nada malo.Busqué el dinero en mi cinturón y le arrojé sobre las rodillas cinco billetes de veinte.―Échale el ojo antes —me objetó.―Ya se lo has echado tú —le dije entre bostezos y me puse de pie―. ¿Dónde estáese desayuno?Seis hombres comían en el cobertizo de las herramientas cuando nosotros llegamos.Tres de ellos eran peones que yo no conocía. Ni Peery, ni Wheelan ni Vogel se hallabanallí. Milk River me presentó a los desconocidos como el lugarteniente de sheriff más listodel mundo y, entre bocado y bocado de la comida, que nos ponía sobre la mesa elcocinero chino y tuerto, todo el tiempo estuvo dedicado, casi con exclusividad, a chistesacerca de mi destreza como jinete.Eso me caía bien. Me encontraba disgustado y dolorido, pero mis golpes no habíansido inútiles. Había obtenido un lugar, algún tipo de lugar, en medio de esa comunidaddel desierto y, quizás, uno o dos amigos.Mirábamos como se esfumaba a través de la puerta el humo de nuestros cigarroscuando unos cascos, a la carrera, levantaron una nube de polvo en el camino.Red Wheelan saltó de su caballo y emergió de esa nube.―¡Ha muerto Slim! —nos dijo con tono pesado.Media docena de voces dispararon media docena de preguntas. Giró hacia uno y otro
 
lado, tratando de responder. ¡Estaba borracho como un duque inglés!―Nisbet le disparó. Me lo dijeron esta mañana, cuando desperté. Le ha disparadohoy temprano... frente a la tienda de Bardell. Allí le había dejado sobre la medianoche. Yofui a casa de Gaia. Me lo han dicho esta mañana. He ido a ver a Nisbet, pero... —miró concara de oveja su cinturón vacío― Bardell me quitó el revólver.Se inclinó casi hasta caer. Le tomé de un brazo para ayudarle a enderezarse.―¡Los caballos! —gritó Peery por encima de mi hombro―. ¡Iremos al pueblo!Solté el brazo de Wheelan y me volví.―Iremos al pueblo —repetí―, pero nada de tonterías cuando estemos allá. Esto esasunto mío.Los ojos de Peery buscaron la mirada.―Slim era nuestro —me dijo.―Y el que lo ha matado es mío, sea quien sea —le respondí.Eso fue todo lo que se dijo, pero no me figuré que mi afirmación estaba bien firme.Una hora más tarde desmontábamos frente al Border Palace.Un cuerpo largo, delgado, envuelto en una sábana, yacía sobre dos mesas. La mitadde los habitantes de Corkscrew estaba allí. Detrás del bar apareció la cara estropeada deChick Orr, dura y vigilante, Gyp Rainey estaba sentado en un rincón, liando un cigarrocon dedos temblorosos que dejaban caer al piso trocitos de tabaco. Junto a él, sin prestar atención a nada de lo que sucedía a su alrededor, se hallaba Mark Nisbet.―Dios mío, ¡me alegra verle a usted! ―me decía Bardell en ese instante. Su caragorda no estaba tan roja como el día anterior―. Esto de que maten gente frente a mi puerta cada día tiene que terminar. ¡Usted es el hombre que tiene que terminar con esto!Levanté una punta de la sábana y observé el cadáver. Había un agujero pequeño en lafrente, sobre el ojo derecho.―¿Le ha visto algún médico? —pregunté.―Si ―dijo Bardell―. El doctor Haley. Pero no ha podido hacer nada por él. Debíahaber muerto aun antes de caer al suelo.―¿Puede llamar al doctor Haley?―Supongo que sí ―dijo Bardell, y le pidió a Gyp Rainey―: Ve al otro lado de lacalle y dile al doctor Haley que el lugarteniente del sheriff quiere hablar con él.Con expresión de disgusto Gyp pasó entre los vaqueros agrupados delante de la puerta y desapareció.―¿Qué sabe del crimen, Bardell? ―comencé con el interrogatorio.―Nada —me respondió enfáticamente, y luego continuó contándome lo que sabía―. Nisbet y yo estábamos en el cuarto trasero, contando el dinero que había entrado en el día.Chick estaba cerrando el bar. No había nadie más aquí. Sería sobre la una y media de lamadrugada, tal vez... Oímos los disparos... allí mismo, en el frente, y corrimos todos haciala puerta, claro. Chick era el que se hallaba más cerca, de modo que ha sido el primero enllegar. Slim yacía en la calle... muerto.―¿Y qué sucedió luego?―Nada. Le trajimos aquí dentro. Adderly y el doctor Haley, que vive al otro lado dela calle, y el Toad, que vive allí junto, habían oído el disparo también y salieron a ver y...y eso ha sido todo.Me enfrenté con Gyp.―Bardell ya se lo ha dicho todo —me aseguró.―¿No sabe quién le ha matado?―No lo sé.Vi el bigote blanco de Adderly cerca de la puerta de entrada y proseguí mi
 
interrogatorio con él. Pero no logré nada concreto.. Había oído el disparo, había saltadode la cama, se había puesto pantalones y zapatos y había llegado a tiempo para ver aChick arrodillado junto al muerto. No haa visto nada que Bardell no hubiesemencionado antes.El doctor Haley no había llegado aún cuando yo hablaba con Adderly y no me sentía preparado para interrogar a Nisbet todavía. Nadie más, al parecer, sabía otra cosa.―Regresaré dentro de un minuto —anuncié antes de marcharme, por entre losvaqueros, en dirección a la calle.El Toad estaba dándole a su tenducho una muy necesaria limpieza.―Estupendo —le felicité―. Buena falta hacía un fregado.Bajó del mostrador al que se había subido para llegar hasta el cielo raso. Paredes y piso ya estaban, comparativamente, limpios.―No creo que estuviera tan sucio —me dijo, sonriente, mostrando sus encíasdespobladas―, pero si llega el sheriff a comer y le pone mala cara al lugar, ¿qué otra cosahe de hacer sino ponerme a fregar la tienda?―¿Sabe algo acerca del asesinato?―Por cierto que sí. Estoy en mi cama y oigo aquel disparo. Brinco de la cama,empuño la escopeta y corro hacia la puerta. Allí está ese Slim Vogel, en la calle, y eseChick Orr, arrodillado junto al cuerpo. Asomo la cabeza. Allí veo al señor Bardell y a ese Nisbet, de pie en su puerta. El señor Bardell pregunta: “¿Cómo está?”. Ese tío, Chick Orr,dice “Bien muerto”. Aquél, Nisbet, no dice una sola palabra, se vuelve y se mete denuevo dentro. Y entonces llegan el doctor y el señor Adderly y yo salgo y luego el doctor lo examina y dice que está muerto y después lo llevamos a la tienda del señor Bardell.Eso era todo lo que el Toad sabía. Regresé al Border Palace. El doctor Haley, unhombre diminuto, larguirucho, ya estaba allí.El sonido del disparo le había despertado, me dijo, pero no había visto nada que fuesedistinto de lo que los demás me habían dicho. El proyectil era del calibre 38. La muertehabía sido instantánea. Nada más.Me senté en una esquina de una de las mesas de billar, frente a Nisbet. A mis espaldassonó el ruido de pies que se aproximaban y sentí la tensión del ambiente.―¿Qué puedes decirme, Nisbet?―Nada que sirva de ayuda —me respondió, eligiendo con lentitud y cuidado cada palabra―. Usted estuvo aquí por la tarde y nos ha visto jugando a Slim, Wheelan, Keefey a mí. Pues, el juego siguió tal como hasta entonces. Slim ganó mucho dinero mientras jugamos al póquer, o al menos me pareció que pensaba que era mucho dinero. Pero Keefese marchó antes de medianoche y Heelan poco después. Nadie más vino a jugar, de modoque nos faltaban compañeros para una partida. Entonces jugamos a la carta más alta.Limpié a Vogel... me quedé hasta con su último céntimo. Sería sobre la una cuando semarchó, o sea media hora antes de que le dispararan.―¿Tú y Vogel os llevabais bien?Los ojos del jugador se alzaron hasta los míos y luego volvieron a fijarse en el suelo.―Usted sabe que no. Usted le ha oído reñir conmigo. Pues bien, así ha estado todo eltiempo... Tal vez hacia el final un poco más bruto aún.―¿Y te has dejado atropellar?―Eso es lo que he hecho. Vivo del juego de naipes, no de las riñas.―¿Es decir que no ha habido problemas en la mesa de juego?―No he dicho eso. Ha habido problemas. Vogel sacó un arma después que le limpié.―¿Y tú?―Le seguí la corriente.., le quité el revólver, lo descargué y se lo devolví... Le dijeque se tranquilizara.
 
―¿Y no le viste más hasta después de que le matasen?―Exacto.Me acerqué a Nisbet con una mano tendida.―Déjame ver tu revólver.Con un movimiento rápido lo sacó de entre su ropa, la empuñadura hacia delante, y lodepositó en mi mano. Era un “38 S & W”, con seis proyectiles en el tambor.―Que no se te pierda —le advertí mientras se lo devolvía―, tal vez le lo vuelva a pedir luego.Un rugido de Peery me hizo girar la cabeza. Al volverme metí las manos en los bolsillos de la chaqueta para que descansaran sobre los juguetes del 38.La mano derecha de Peery estiba cerca de su cuello, a corta distancia del arma que yosabía que llevaba bajo el chaleco. Esparcidos por el salón, a sus espaldas, sus hombresestaban tan prestos como él para la acción.―Quizá esa sea la idea de un lugarteniente de sheriff acerca de lo que ha de hacerse —vociferaba Peery―, ¡pero no es la mía! Esta basura ha matado a Slim . Slim ha salidode aquí con mucha pasta en el bolsillo. Esta basura le ha disparado sin darle laoportunidad de sacar el arma y le ha quitado el dinero, su sucio dinero.. Si piensas quesoportaremos esto...―Tal vez alguien sepa le una prueba que yo desconozco —le interrumpí―. Asícomo van las cosas, no tengo ningún dato para acusar a Nisbet.―¡Al diablo con las pruebas. Hechos y tú sabes que este...―El primer hecho que debes estudiar ―le interrumpí nuevamente― es que yo dirijoeste tinglado. Que lo dirijo a mi manera. ¿Tienes algo que decir en contra de eso?―¡Mucho! ―Una vieja 45 apareció en su puño. Los revólveres florecieron en lasmanos de todos los hombres que estaban a sus espaldas.Me planté entre el arma de Peery y Nisbet, con cierta vergüenza por el chasquido queharían mis 32 comparado con el estrépito de las armas que me apuntaban.―Me gustaría —Milk River se había alejado de sus compañeros y estaba acodadosobre el bar, enfrentándoles, un revólver en cada mano; el tono arrastrado de su vozresonaba, como un ronroneo― que todo el que quiera intercambiar un poco de plomo connuestro excelente sheriff espere su turno. Uno a uno, creo yo. No me cae bien esto de quetodos os echéis encima de él al mismo tiempo.La cara de Peery se puso encarnada.―A mí no me gustaría —vociferó un respuesta― que un cobarde mocito se vuelvaen contra de los hombres con los que cabalga.La cara de Milk River se ruborizó, pero su voz siguió resonando como un ronroneo.―Mira, peonza, lo que a ti no te gusta y lo que te gusta son una misma y maldita cosa para mí. Y no te olvides de que no soy uno de tus peones. Tengo contrato para domar unos caballos, a diez dólares por cabeza. Fuera de este asunto, tú y tu gente sois perfectosextraños hará mí.La excitación ya se haría disipado. La tormenta que había estado en ciernes estaba yademasiado hablada.―Tu contrato ha terminado hace exactamente un minuto y medio ―le decía Peery aMilk River―. Puedes llegarte hasta el Circle R.A.R. una sola vez más: cuando vayas por tus cosas. ¡Ahora mismo estás despedido!Peery volvió su rostro cuadrado hacia mí.―Y tú no te figuras que ya ha terminado el juego.Giró sobre sus talones y sus muchachos lo rodearon para marcharse en busca de suscaballos.
 
Milk River y yo estábamos sentados, una hora más tarde, en mi cuarto de CañónHouse, hablando. Luego de enviar un recado a las autoridades del condado para quedijesen al médico forense que tenía un caso en Corkscrew, me había visto en la necesidadde buscar un sitio para depositar el cadáver de Vogel hasta que el funcionario llegara.―¿Puedes decirme quién ha echado a rodar la noticia de que yo era el lugartenientedel sheriff? Se suponía que era un secreto —le dije a Milk River.―¿Lo era? Nadie lo habría pensado. Nuestro señor Turney no hizo otra cosa, por dosdías, que recorrer el pueblo diciéndole a todo el mundo qué iba a pasar cuando llegase elnuevo lugarteniente.―¿Quién es ese Turney?―Es el tío que maneja los asuntos de la Orilla Colony Company.¡El administrador local de mi cliente era el chico que había descubierto mi juego!―¿Tienes algo especial que hacer en los próximos días? —le pregunté a mi nuevoamigo.―Nada muy especial.―Tengo un puesto de nómina para un hombre que conozca esta región y que puedaguiarme a través de ella.―Tendría que saber cuál es el juego, antes de meterme dentro —me respondió conlentitud―. Tú no eres un sheriff común y no eres de aquí. Nada de eso es cosa mía, perono quiero liarme a ciegas en este asunto.Era lógico y razonable.―Te lo explicaré. Soy detective privado, de la sucursal de San Francisco de laAgencia de Detectives Continental. Los accionistas de la Orilla Colony Company me hanenviado aquí. Esos tíos han invertido mucho dinero en trabajos de irrigación y desarrollode sus tierras y ahora están dispuestos a venderlas. Según ellos, la suma de calor y aguahace que ésta sea una tierra ideal para granjas: tan buena como la del Valle Imperial. Sinembargo, no ha habido gran demanda por parte de posibles compradores. Lo que ocurre,de acuerdo con los accionistas, es que los habitantes del lugar, de este rincón lejano delestado, sois tan salvajes que los pacíficos granjeros no quieren venir a establecerse entrevosotros.“Para nadie es secreto que ambas costas de los Estados Unidos están plagadas dezonas en las que hoy la ley vale tan poco como en el siglo pasado. También hay muchodinero que sale del país con los que atraviesan la frontera, y la cosa es demasiado fácilcomo para que no haya atraído a una cantidad grande de señores que no se preocupan por la forma en que obtienen sus caudales. Con no más de cuatrocientos cincuenta inspectoresde inmigración esparcidos a lo largo de las dos costas, el gobierno no ha logrado muchosresultados visibles. Oficialmente se estima que durante el último año han entrado al país por puertas traseras y laterales unos ciento treinta y cinco mil extranjeros.“En vista de que este extremo del condado de Orilla no tiene ferrocarriles ni teléfono,ha de ser uno de los sectores más importantes de contrabando y, por lo tanto y según las personas que me han contratado, ha de estar lleno de toda una ralea de asesinos. En otrocaso, hace un par de meses, me metí en el jaleo del contrabando y resolví el problema. Lagente de Orilla Colony ha pensado que podía hacer lo mismo aquí abajo. Y aquí estoy, para intentar que esta región de Arizona se convierta en un tierno vergel. Me detuve, decamino hacia aquí, en la capital del condado y me he hecho nombrar lugarteniente delsheriff, para el caso de que un cargo oficial me resultase valioso. El sheriff me ha dichoque no tenía lugarteniente aquí y que no tenía dinero para nombrar alguno, de modo queme nombró de inmediato. Pero pensamos que la cosa debía ser secreta.―Creo que te divertirás como en el mismo infierno —me dijo Milk River con unasonrisa―. O sea que creo que aceptaré tu ofrecimiento. Pero no quiero ser ayudante de
 
sheriff. Saldré contigo, iremos juntos donde sea, pero no quiero compromisos para notener que darle apoyo a leyes que a mí no me gusten.―Trato hecho. ¿Y qué puedes decir que yo deba saber?―Pues... no tienes que preocuparte por la gente del Circle H.A.R. Son muy brutos, pero no están metidos en eso del contrabando a través de la frontera.―Eso está bien hasta cierto punto —asentí―. Pero mi tarea consiste en limpiar estode gente que arme jaleo y, por lo que llevo visto, todos ellos entran de lleno en el asunto.―Sí, te divertirás como en el mismo infierno —repitió Milk River―. ¡Seguro que lesgustan los jaleos! ¿Pero cómo podría Peery criar vacas allá abajo si no tiene gente que se pueda enfrentar con los bandidos que no les gustan a tus amigos de Orilla Colony? Y yasabes cómo son los vaqueros. Si los metes entre gente ruda, se darán prisa para demostrar a todo el mundo que son tan brutos como cualquiera.―No tengo nada contra ellos..., si atienden razones. ¿Qué hay de los contrabandistas?―Supongo que Bardell será tu mejor bocado. Junto con él, el Big ‘Nacio. ¿No le hasvisto aún? Un mexicano gordo, de bigote negro, que tiene un rancho, cañón abajo, a dos otres kilómetros a este lado de la frontera. Todo lo que pasa la frontera tiene que pasar por ese rancho. Pero encontrar las pruebas de todo eso será un buen quebradero de cabeza.―¿El y Bardell trabajan juntos?―Ajá..., supongo que él trabaja para Bardell. Otra cosa que debes incluir en tu listaes que esos extranjeros que pagan para cruzar la frontera no siempre ni en la mayoría delos casos van a dar al lugar que han elegido. Es bastante normal en estos días encontrartecon una pila de huesos en el desierto, junto a lo que ha sido una tumba hasta que loscoyotes la han abierto. ¡Y los lagartos están cada día más gordos! Si los inmigrantesllevan puesto algo valioso, o si un par de hombres del gobierno andan husmeando por allí,o si pasa algo que pone nerviosos a los contrabandistas, lo más posible es que liquiden alcliente y lo entierren allí mismo donde cae.El tañido de la campana que anunciaba la hora de la cena interrumpió nuestraconferencia en ese momento.En el comedor no había más que ocho o diez comensales. No vi a ninguno de loshombres de Peery. Milk River y yo nos sentamos a una de las mesas del rincón trasero.Habíamos comido la mitad de nuestra cena, cuando entró la joven de los ojos oscuros queyo había visto la tarde anterior.Se dirigió hacia nosotros en línea recta. Me puse de pie y me enteré de su nombre:Clio Landes. Era la muchacha a la que el mejor elemento del pueblo quería echar. Mededicó una breve sonrisa mientras me tendía su mano fuerte y delgada; luego se sentó.―Me han dicho que ha vuelto a perder el empleo, grandísimo tonto ―le dijo a Milk River, sonriendo.Supe entonces que no había nacido en Arizona. Su tono era neoyorquino.―Si eso es todo lo que te han dicho, aún te llevo ventaja —le respondió Milk River con una sonrisa―. Me han despedido y ya tengo otro empleo: llevar ganado para la ley yel orden.Desde lejos nos llegó el sonido de un disparo.Seguí comiendo.Clio Landes preguntó:―¿Los policías no se preocupan por cosas como ésa?―La primera regla —le respondí― ordena que nunca permitas que nada te aparte detu comida, si puedes evitarlo.Desde la calle llegó un hombre, iba vestido con un mono.―¡Han atacado a Nisbet en la tienda de Bardell! —gritó.
 
Y hacia el Border Palace de Bardell salimos Milk River y yo, con la mitad de loscomensales por delante nuestro y la mitad del pueblo por detrás.Hallamos a Nisbet en el cuarto trasero, tendido sobre el piso, muerto. Un agujero que podía ser el producto de un proyectil del 45 se destacaba sobre su pecho, desnudo por algunos hombres que ya estaban en el lugar.Los dedos de Bardell se clavaron en mi brazo.―¡Esos perros no le han dado una oportunidad! ―gritó―. ¡Asesinato a sangre fría!―¿Quién ha sido?―Uno de los del Circle H.A.R. ¡Ya puede apostar su cabeza, que estará segura!―¿Alguien ha visto lo que pasó?―Nadie reconoce haber estado presente.―¿Qué ha sucedido?―Mark estaba en el cuarto del frente. Yo y Chick y cinco o seis de estos hombresestábamos aquí. Mark venía hacia nosotros y en el momento que atravesó el umbral.¡bang!Bardell sacudió el puño en dirección a una ventana abierta.Me acerqué a la ventana y miré hacia fuera. Una faja de tierra pedregosa de menos dedos metros de ancho separaba el edificio del borde escarpado del Cañón Tirabuzón. Unlazo ajustado en torno a una piedra era visible desde allí.Señalé el lazo.Bardell maldijo con odio salvaje.―¡Si lo hubiese visto le habríamos echado mano! No creíamos que nadie pudieradescender por allí y no hemos mirado con atención. Corrimos, calle arriba y abajo, buscando entre los edificios.Salimos. Me eché de panza a tierra y observé el fondo del cañón. El lazo, cuyoextremo estaba amarrado al montículo de piedra, descendía en línea recta a lo largo de la pared rocosa en una longitud de unos seis metros, y desaparecía entre los árboles ymatorrales de una estrecha hendidura que cortaba allí la pared del cañón. Una vez llegadoa esa hendidura, el hombre podía haber hallado una buena protección para su retirada.―¿Qué dices de esto? —le pregunté a Milk River que se había echado junto a mí.―Una huida limpia.Me puse de pie, recuperé el lazo y lo tendí hacia Milk River.Para mí no significa nada, pero tal vez sí para alguna otra persona me dijo.―¿Huellas en la tierra?Sacudió la cabeza con un gesto negativo.―Baja al cañón y mira qué puedes hallar —le pedí―. Yo me llegaré hasta el CircleH.A.R. Si no hallas nada, ve allá tú también.Regresé al Border Palace para proseguir con el interrogatorio. De los siete hombres presentes en el momento del disparo tres parecían dignos de confianza. El testimonio delos tres concordaba con el de Bardell en todos sus detalles.―¿No ha dicho usted que iría a ver a Peery? —me preguntó Bardell.―Si.―¡Chick, trae los caballos! Tú y yo iremos con el ayudante del sheriff, y podéis venir con nosotros todos los que queráis. ¡Necesitará el apoyo de muchos revólveres!―¡Nada de eso! —detuve a Chick―. Iré solo; eso de los pelotones no me cae bien.Bardell frunció el ceño, pero, por último, bajó la cabeza en señal de acatamiento―Usted es el que manda —dijo―. Quería ir allá, junto con ustedes, pero si quiere jugar de otra manera, apuesto a que tiene sus motivos.En la cuadra en que habíamos dejado nuestros caballos encontré a Milk River: los
 
estaba ensillando. Juntos, salimos de inmediato del pueblo. A un kilómetro de distancianos separamos. El giró hacia la izquierda, para descender hacia el cañón por un senderoestrecho. Antes de hacerlo me gritó:―Si sales de allá antes de lo que supones, tal vez nos cruzaremos si sigues por elcauce seco que corre junto al rancho y va a dar al cañón.Me interné por el camino que conducía hacia el Circle H.A.R., sobre el lomo de micaballo. Era el que me había vendido Milk River y su marcha era tranquila y veloz. Perohabía transcurrido muy poco tiempo de la tarde para que cabalgar resultase agradable.Ondas de calor se elevaban desde la tierra, el sol hería mis ojos y el polvo resecaba migarganta.Al pasar de ese camino al otro, aquél más amplio que desembocaba en el CircleH.A.R., hallé a Peery. Me estaba esperando. No dijo una sola palabra. No movió una mano. permaneció sobre el caballo,viéndome llegar. Un par de 45 descansaban sobre sus muslos.Me llegué hasta él y le tendí el lazo que había hallado junto al Border Palace. Alhacerlo, observé que no había lazo que colgara de su silla.―¿Sabes algo de este chisme? ―le pregunté.Miró el lazo.―Parece eso que los hombres usan para reunir las bestias o llevarlas consigo cuandovan por el campo.―A ti no te sorprenderé con nada, ¿verdad? —gruñí―. ¿Alguna vez has visto ésteantes de ahora?Pensar una respuesta le tomó un minuto o más.―Si ―dijo―. La verdad es que he perdido ese mismo lazo en algún lugar delcamino hasta el pueblo, esta mañana.―¿Sabes dónde lo he encontrado?―No tiene importancia. ―Tendió la mano hacia el lazo―. lo principal es que lo hasencontrado.―Podría tener importancia —le aseguré y encogí el brazo para no permitir que lotomara―. Lo he encontrado detrás de la tienda de Bardell, amarrado a la pared del cañón,en el lugar por el que podrías haber descendido luego de liquidar a Nisbet.Sus manos bajaron hasta las armas. Giré para que pudiese ver la forma de una de lasautomáticas que tenía en mi bolsillo.―No hagas nada de lo que debas lamentarte luego —le advertí.―¿Le meto plomo ahora? —el acento inconfundible de Dunne se ala misespaldas―, ¿o espera―aremos un poo―co?Eché una mirada a mi alrededor: estaba de pie sobre una gran piedra, y me apuntabacon un rifle 30,30. Sobre otras rocas aparecieron otras cabezas y otras armas.Saqué la mano del bolsillo y la puse sobre la silla. Peery habló a su gente.―Me dice que han atacado a Nisbet.―Eso es una provocación! —exclamó Buck Small con tono lastimero―. Espero queno esté malherido.―Muerto —le informé.―¿Quién puede haber hecho semejante atrocidad? —quiso saber Dunne.―Papá Noel no ha sido —opiné.―¿Tienes alguna otra cosa que decirme? —preguntó Peery.―¿No ha sido bastante?―Sí. Si yo estuviese en tu lugar, me volvería a Corkscrew ahora mismo.―¿Es decir que no piensas acompañarme?―Ni un solo metro. Si pretendes obligarme...
 
 No pensaba obligarle y se lo dije.―O sea que no hay nada que te retenga aquí —me aseguró.Le dediqué una sonrisa a él y a sus amigos, tiré de las riendas de mi alazán e inicié elcamino de regreso.A pocos kilómetros volví otra vez hacia el sur para tomar el cauce seco que pasaba junto al Circle H.A.R. y seguir por él hacia Cañón Tirabuzón. Luego subí hacia el puntoen que había hallado el lazo.El cañón merea su nombre: un canal abrupto, rocoso, con árboles y matasesparcidos sobre su superficie, recorrido por todos los vientos, que atravesaba lasuperficie de Arizona. No había avanzado mucho cuando me encontré con Milk River, que cabalgaba endirección a mí. Sacudió la cabeza.―¡Ni un solo rastro maldito! Puedo seguir cualquier huella, pero aquí el terreno esdemasiado pedregoso.Desmonté. Nos sentamos bajo un árbol y fumamos un poco de tabaco.―¿Cómo te ha ido a ti? —quiso saber.―Así, así. El lazo es de Peery, pero él no ha querido acompañarme. Me figuro que podré encontrarle cuando le necesite, de modo que no insistí. Habría sido un pocoincómodo.Me miró con el rabillo de sus ojos pálidos.―Alguien podría suponer —dijo con lentitud― que estás jugando a que la gente delCircle H.A.R. se pelee contra la gente de Bardell, que das ánimo a cada contrincante paraque se coman entre sí y te resuelvan el problema de tener que montar cualquier juego propio.―Tal vez sea así. ¿Crees que es absurdo?―No lo sé. Supongo que no... ya que lo estás haciendo y si ocurre que estás segurode que tienes fuerza suficiente como para hacerte cargo de la situación cuando debashacerlo.Comenzaba a caer la noche cuando Milk River y yo desembocamos en la callesinuosa de Corkscrew. Era demasiado tarde para cenar en Cañón House. Desmontamosfrente al cobertizo de Toad.Chick Orr estaba de pie en la entrada del Border Palace. Volvió su cara llena decicatrices para decir algo por sobre el hombro. Apareció Bardell a su lado y me echó unamirada interrogante; ambos salieron a la acera.―¿Resultados? —inquirió Bardell.―Ninguno visible.―¿No ha arrestado a nadie? —preguntó Chick Orr, incrédulo.―Así es. He invitado a una persona a que viniese al pueblo conmigo, pero el hombrese ha negado.El ex boxeador me miró de arriba abajo y escupió a tierra, junto a mis pies.―¡Mira al payaso engreído! —refunfuñó―.¡Me sabría muy bien tumbarte de ungolpe.―Adelante —le invité―. No me molesta la idea de despellejarme un nudillo contigo.Sus ojillos relumbraron. Dio un paso hacia delante y lanzó su mano abierta contra micara. Esquivé el golpe y le di la espalda para quitarme la chaqueta y la pistolera.―Aguanta esto, Milk River, mientras retozo un poco con este lechoncito.Todo Corkscrew se precipitó a la calle para ver la riña entre Chick y yo. Éramos parejos en tamaño y edad, pero creo que su gordura era más floja que la mía. Había sido profesional. Me moví a su alrededor un poco, pero sin duda me superaba en astucia. Para
 
equilibrar eso, sus manos estaban endurecidas y rígidas, en tanto que las mías no.Además, él estaba ―o había estado― habituado a usar guantes; para mí lo habitual era pelear a mano limpia.Chick se agazapó a la espera de que yo le atacase. Me acerqué tratando de mostrarmecomo un tonto, amagando una derecha.¡Mala táctica! Dio un paso hacia afuera en lugar de acercarse. La izquierda que learrojé dio en el vacío. En cambio, Chick me golpeó en la mejilla.Dejé de subestimarle, hundí mis dos puños en su cuerpo y me sentí feliz cuandocomprobé que las carnes se le doblaban en mil pliegues. Se apartó con tanta velocidad queno pude seguirle y me sacudió con un puñetazo en la mandíbula.Repitió su izquierda sobre el ojo y la nariz. Su derecha rozó mi frente y yo quedé dellado interno.Izquierda, derecha, izquierda en mitad de su pecho. Me azotó la cara con el antebrazoy el puño y se apartó.Chick lanzó algunas izquierdas más, que me partieron los labios, me machacaron lanariz y marcaron mi cara de la frente al mentón. Y cuando, por fin, me liberé de esaizquierda , fue para encontrarme con un gancho de derecha que vino casi desde su tobillo para resonar contra mi mandíbula, con un impulso que me hizo retroceder media docenade pasos.Se mantuvo cerca de mí, acosándome con sus golpes. El aire de la noche se me llenóde puños. Asenté con fuerza mis pies sobre el suelo y detuve el huracán con un par degolpes, justo por encima de donde su camisa desaparecía dentro de los pantalones.Me acomodó su derecha una vez más..., pero con menos energía. Me le reí en la caraal saber que algo había crujido en su mano cuando aquel golpe que me dio en lamandíbula, y me volví a arrojar contra él con ambos puños.Se apartó una vez más. Se defendió con la izquierda. Trabé su brazo izquierdo con mi brazo derecho, lo aguanté y puse todos los golpes que pude en su panza, con mi izquierda.Su derecha se abalanzó contra mí. No evité el golpe: ya no tenía fuerzas.Aún me golpeó otra vez antes de que la pelea finalizara: con una izquierda alta quehumeaba al llegar. Me las apañé para mantener los pies en el suelo y el resto ya no mesupo tan mal. Me hizo varios cortes más, pero se le terminaba el aire.Luego de unos momentos se desplomó, por acumulación de punches más que por ungolpe en particular, y ya no se pudo levantar.En su cara no había una sola marca de la que yo fuese responsable. La mía, sin duda,tenía el aspecto de haber sido pasada por un rallador.―Creo que tendré que lavarme un poco, antes de ir a cenar ―le dije a Milk River,que me tendía mi chaqueta y mi arma.―¡Sí, diablos! ―asintió luego de observar mi cara.Un individuo regordete, que llevaba un traje veraniego, se plantó delante de mí parallamar mi atención.―Soy Turner, de la Orilla Colony Company —se presentó―. ¿Debo creer que ustedaún no ha arrestado a nadie?¡Ese era el pájaro que había delatado mi llegada! Aquello no me había gustado ytampoco me gustaba su cara redonda y agresiva.―Sí —le confesé.―Se han producido dos asesinatos en dos días —prosiguió el individuo―, y ante esousted no ha hecho nada aunque en casa caso las evidencias son claras. ¿Usted piensa queese resultado es satisfactorio? No dije nada.―Permítame decirle que no es satisfactorio. Para nada. —El mismo respondió a sus
 
 propias preguntas―. Tampoco es correcto que haya empleado a este hombre —señaló aMilk River con uno de sus gordos dedos―, que es bien conocido como uno de loshombres menos respetuosos de las leyes en todo este condado. ¡Quiero que usted se hagacargo de que, a menos que su tarea sea fructífera, a menos que usted demuestre una claradisposición para llevar a cabo lo que le hemos pedido que haga, nuestro compromisollegará a su término!―¿Quién me ha dicho usted que es? —le pregunté cuando hubo terminado con esa presentación.―Turney, superintendente general de la Orilla Colony.―¿Ah, si? Pues bien, señor superintendente general Turney, los dueños de lacompañía se han olvidado de hablarme de usted cuando me emplearon. De modo que yole desconozco. Cada vez que usted quiera decirme algo, deberá dirigirse a los dueños, y sise trata de algo importante de verdad, ellos quizá me lo comuniquen.Turney se exaltó.―Sin duda alguna que les informaré que usted se ha mostrado por entero ineficaz ensus tareas específicas, por muy eficaz que sea en riñas callejeras.―Agregue una posdata en mi nombre ―le dije mientras él se alejaba―. Dígales queestoy tan ocupado en estos momentos que no puedo atender ningún tipo de consejo, vengade quien venga.Milk River y yo nos dirigimos hacia Cañón House.Vickers, el gordinflón y cetrino propietario, estaba en la puerta.―Si cree que tengo toallas para limpiar la sangre de cada hombre que recibe golpesen la calle, se equivoca —me gruñó―. ¡Y tampoco me gusta que me rompan las sábanas para hacer vendas!―Jamás he visto un tío que le caiga tan mal a los demás como tú —insistió Milk River mientras subíamos la escalera―. Parece que no eres capaz de entenderte con nadie.¿Has tenido amigos alguna vez?―¡Sólo los tontos!Hice lo que me fue posible con un poco de agua y esparadrapo para poner en mejorescondiciones mi cara, pero el efecto final estuvo muy alejado dela belleza. Sentado sobre lacama, Milk River sonreía mientras me observaba.Cuando terminé con mis vendajes, bajamos a la tienda de Toad por algo de comida.Tres hombres estaban sentados junto al mostrador. Me vi obligado a cambiar comentariosacerca de la pelea mientras comíamos. Nos interrumpió la carrera de varios caballos en la calle. Una docena de hombres, omás, pasaron junto a la puerta y les oímos hablar a gritos mientras desmontaban frente alsalón de Bardell. Milk River se inclinó hacia mí y pegó su boca a mi oído:―La gente de Big ‘Nacio, que ha venido del cañón. Será mejor que te pongas firme, jefe, o te sacudirán el pueblo bajo tus pies.Terminamos nuestra comida y salimos a la calle.Bajo el círculo de luz que proyectaba la lámpara de la puerta del salón de Bardell, unmexicano estaba recostado contra la pared. Un hombre robusto, de barbas oscuras, con lasropas llenas de botones de plata y dos revólveres de cachas blancas, dentro de pistolerasamarradas a sus muslos, bien bajas.―¿Puedes llevar los caballos al establo? ―le pregunté a Milk River―. Subiré aacostarme, para recuperar fuerzas.El chico me miró con curiosidad, pero se marchó a buscar los caballos.Me detuve frente al mexicano barbudo y señalé con mi cigarrillo hacia sus revólveres.―Se supone que debes quitarte esas armas cuando llegas al pueblo ―le dije con tono
 
amable―. En realidad, se supone que no las puedes traer, pero no soy tan estricto como para mirar bajo la chaqueta de un hombre para ver si va o no armado.Las barbas y el bigote se abrieron para mostrar una curva sonriente de dientesamarillos.―Quizá si al señor jerife no le gustan estas cosas, querrá quitármelas.―No. Quítatelas tú.―Me gusta llevarlas así. Las uso así.―Haz lo que te he dicho —le pedí, aún con tono amable y me marché en dirección altinglado de Toad.Luego de inclinarme por encima del mostrador, me apoderé de la escopeta de cañonesrecortados, que descansaba en su nido.―¿Puedo llevármela en préstamo? Quiero que un tío se vuelva creyente.―¡Si, señor, por supuesto! ¡Llévela usted!La cargué con dos cartuchos antes de salir a la calle.El mexicano no estaba a la vista. Le encontré dentro, contándole a sus amigos losucedido. Algunos de esos hombres eran mexicanos, algunos otros vaya Dios a saber.Todos iban armados.El mexicano robusto se volvió cuando se le hizo evidente que sus amigos mirabancon la boca abierta algo que estaba a sus espaldas. Sus manos se deslizaron hasta laempuñadura de sus armas, pero no desenfundó.―No sé qué hay aquí dentro —les confesó mientras apuntaba la escopeta a la mitaddel grupo―. Tal vez trozos de alambre bordado y cargas de dinamita; podremosenterarnos si vosotros no dejáis ahora mismo vuestras armas sobre la barra... ¡Porque, por Dios, que os regaré con lo que sea que haya dentro!Dejaron las armas sobre el mostrador. No les reprocho el gesto. El arma que yo teníaentre manos podría habernos mutilado a todos.―En adelante, cuando vengáis a Corkscrew, llevad las armas menos a la vista.El gordo Bardell atravesó el grupo, con una mueca de jovialidad en la cara.―¿Puede hacerse depositario de esas armas hasta que sus clientes abandonen el pueblo? —le pregunté.―¡Sí! ¡Sí! ¡Será un placer! —exclamó mientras procuraba superar su sorpresa.Devolví la escopeta a su dueño y subí hasta Cañón House.Una puerta, de un cuarto que estaba a uno o dos del mío, se abrió mientras yoatravesaba el salón de la planta. Chick Orr traspuso el umbral; por encima del hombro ibadiciendo:―No hagas nada que yo mismo no haría.Clio Landes estaba de pie, junto a la puerta.Chick se apartó. Al verme se detuvo y me observó con el ceño fruncido.―Tú no sabes pelear, maldita sea! —me dijo. Lo único que sabes es golpear.―Exactamente.Se masajeó el vientre con una mano hinchada.―Jamás he podido aprender a soportarlos en la parte baja. Eso me ha liquidado como profesional. Pero no vuelvas a meterte en una pelea conmigo. ¡Te podría hacer muchodaño! —Me hundió el pulgar entre las costillas y siguió bajando por la escalera.La puerta de la muchacha estaba cerrada cuando pasé frente al cuarto. En mihabitación, con papel y estilográfica delante, logré escribir tres palabras de mi informecuando sonaron unos golpes en la puerta.―Adelante —invité, ya que había dejado la puerta sin llave a la espera de Milk River.Clio Landes abrió la puerta.
 
―¿Ocupado?―No. Pase y siéntese. Milk River regresará en unos pocos minutos.―¿Usted está engañando a Milk River? —me preguntó sin ninguna clase de rodeos.―No. No tengo nada contra él. En lo que a mi respecta es un buen chico. ¿Por qué?―Oh, por nada. Sólo que he pensado que tal vez él haya hecho un par de chiquilladas por las que usted le quiere pillar. Pero a mí no me engaña. Esta gente piensa que usted esun fracaso, pero yo sé que no.―Muchas gracias por esas palabras gentiles. Pero no haga una campa dedivulgación de mi sabiduría. ya he tenido suficiente publicidad. ¿Qué hace usted entretoda esta gente?―¡Qué embestida! —Se protegió el pecho con una mano―. Un bocón me ha dichoque viviría más tiempo aquí; como una tonta me lo he creído. Vivir aquí no es distinto demorir en una gran ciudad.―¿Cuánto tiempo hace que no vive en el ruido? —le pregunté.―Tres años... un par en Colorado y luego en este agujero. Pareciera que fuesen tressiglos.―Yo he estado allá en abril, por un trabajo —le dije―. Unas dos o tres semanas.―¿En la gran capital?Fue como si le hubiese dicho que había estado en el paraíso. Me acribilló a preguntas:¿aquello seguía siendo así?, ¿lo otro era aún de tal otra forma?Tuvimos una pequeña fiesta de chismes y me enteré de que conocía a algunos amigosde la chica. Un par de ellos eran estafadores de alto fuste, uno era un magnate delcontrabando de licores y el resto estaba integrado por una mezcla de corredores deapuestas, estafadores vulgares y así por el estilo. No pude deducir cual era su propio puesto. Hablaba una mixtura de jerga de rateros einglés de alta escuela y no dijo mucho acerca de sí misma.Ya nos encontrábamos muy bien en mutua compañía cuando llegó Milk River.―¿Mis amigos están aún en el pueblo? ―le pregunté.―Sí. Les he oído alborotar en el salón de Bardell. También he oído que insistes enhacerte impopular.―¿Qué hay ahora?―Tus otros amigos, los buenos elementos del pueblo, no parecen estar conformescon tu truco de quitarles las armas a Big ‘Nacio y sus hombres, y dárselas a Bardell endepósito. La opinión general sostiene que les has sacado las armas de la derecha para ponérselas en la izquierda.―Sólo se las he quitado para demostrarles que podía hacerlo —expliqué―. Noquería quedarme con esas armas. De todos modos, habrían conseguido otras. Creo que iréallá a mostrarme. Regresaré en seguida.El Border Palace estaba lleno de gente y de ruidos. Ninguno de los amibos de Big‘Nacio me prestaba atención. Bardell atravesó el salón para decirme:―Me alegra que usted haya apaciguado a los muchachos. Me ahorraré muchos jaleos.Asentí con un movimiento de cabeza y salí para dirigirme a las cuadras, donde meencontré con el mozo que las cuidaba por la noche, acurrucado junto a una estufa dehierro, en la pequeña oficina.―¿Sabes de alguien que pueda llevar un recado a Filmer esta misma noche?―Tal vez pueda encontrar a alguien que vaya —me respondió sin entusiasmo.―Pues dale un buen caballo y envíamelo al hotel lo más rápido que sea posible —le pedí.Me senté al borde de la galería exterior del Cañón House hasta que llegó un jovencito
 
de piernas largas y unos dieciocho años, montado en un pony pinto y preguntando por elayudante del sheriff. Abandoné el lugar oscuro en que me había sentado y bajé a la calle para poder hablar con él sin oyentes.―El viejo me ha dicho que usted quiere mandar algo a Filmer.―¿Puedes salir de aquí en dirección a Filmer y luego dar la vuelta hacia el CircleH.A.R.?―Si, claro que puedo hacerlo.―Pues eso es lo que quiero. Cuando llegues allá le dirás a Peery que Big ‘Nacio ysus hombres están en el pueblo y que tal vez vayan a visitarle antes de la mañana.―De acuerdo, eso haré.―Esto es para ti. Los gastos de la cuadra los pagaré luego― ―Le deslicé un billeteen la mano―. Partirás ya mismo y que nadie más se entere de lo que te he dicho.Cuando subí a mi cuarto encontré a Milk River y a la chica sentados frente a una botella de licor. Hablamos y fumamos durante un rato y luego la reunión se disolvió. Milk River me dijo que estaría en el cuarto contiguo al mío.Los nudillos de Milk River, resonando sobre la puerta, me sacaron de la cama con unestremecimiento de frío a las cinco y algunos minutos de la madrugada.―¡Esto no es una granja! —gruñí al abrirle―. Ahora estás en un pueblo y se suponeque puedes dormir hasta la salida del sol.―También se supone que el ojo de la ley jamás duerme —me respondió con unavaga sonrisa, mientras le castañeteaban los dientes, porque no llevaba mucha más ropaque yo―. Fisher, que tiene un rancho por aquellos lugares , ha enviado un hombre paraavisarte que en el Circle H.A.R. están de batalla. El tío ha golpeado a mi puerta en lugar de hacerlo a la tuya. ¿Iremos allá, jefe?―Si. Busca algunos rifles, agua y caballos. Yo bajaré a la tienda de Toad para quenos prepare el desayuno y algo más de comida para el almuerzo.Cuarenta minutos más tarde Milk River y yo nos hallábamos fuera de Corkscrew.La mañana se entibiaba a medida que avanzábamos en nuestro camino. El solcomenzaba a llenar el desierto de una luz violeta mientras el rocío se alzaba en una nieblasuave. Los matorrales de mezquite esparcían su fragancia y hasta la arena —que mástarde se asemejaría a una perfecta placa de horno polvorienta― tenía un aroma fresco yagradable.Por encima del caserío del rancho vimos, al acercarnos, tres manchas azules rodeadasde milanos y una silueta de un animal en movimiento se proyectó contra el cielo, por uninstante, sobre un cerro lejano.―Un potro que debería tener jinete y no lo tiene —explicó Milk River.Más adelante vimos un sombrero mexicano traspasado de balas y luego la luz del solresplandeció sobre un puñado de cápsulas de bronce vacías.Uno de los edificios del rancho era una negra masa quemad. Cerca de otra de lascasas yacía de espaldas, muerto, uno de los hombres a quienes yo había desarmado en elsalón de Bardell.Una cabeza vendada se asomó tras la esquina de una de las casas, y su dueño nossalió al paso, con el brazo derecho en cabestrillo y un revólver en la mano izquierda. Por detrás de él trotaba el cocinero chino tuerto, enarbolando un cuchillo.Milk River reconoció al hombre del vendaje.―¡Hola, Red! ¿Ha habido riña?―Un poco. Hemos sacado toda la ventaja posible del mensaje que nos ha enviado, ycuando Big ‘Nacio y su tropa llegaron, antes de que alborease, nosotros nos habíamosemboscado en el campo. A mi me han dado con un par de tiros, o sea que me he tenido
 
que quedar mientras los muchachos han perseguido a los otros hacia el sur. Si escucháiscon atención, podréis oír algún disparo de vez en cuando..―¿Los seguiremos o trataremos de adelantarnos? ―preguntó Milk River.―¿Podremos adelantarnos a ellos?―Quizá si. Si Big ‘Nacio está en retirada, dará la vuelta hacia su rancho sobre elatardecer. Si cortamos por el cañón abajo, tal vez lleguemos allá antes. No podrá ir a toda prisa porque tiene que rechazar el ataque de Peery y de los muchachos.―Lo intentaremos, pues.Con Milk River a la cabeza, sorteamos el caserío del rancho, descendimos por el barranco y nos metimos en el cañón, por el mismo lugar por el que lo habíamos hecho eldía anterior. Pasado un rato, el suelo estaba más llano y pudimos echarnos a galopar.Al mediodía nos detuvimos para que los caballos descansaran; comimos unosemparedados, fumamos. Luego, otra vez al galope.El sol comenzaba a descender hacia nuestra derecha y las sombras se alargaban en elcañón; ya habían alcanzado la pared este, cuando Milk River, que cabalgaba delante, sedetuvo.―Es allí, al otro lado de esa curva.Desmontamos. bebimos un trago de agua, limpiamos el polvo de nuestros rifles yavanzamos andando hacia unos matorrales que cubrían la siguiente curva del cañón.Más allá. el cañón rodeaba una colina y desembocaba en una pequeña meseta cuyoslados se elevaban suavemente hasta llegar a la altura de la planicie desértica. En medio dela meseta se erguían cuatro edificios de adobe. A pesar de estar expuestos al sol deldesierto, se les veía casi húmedos y oscuros. De uno de ellos se elevaba una delgadacolumna de humo. No había a la vista hombres ni animales.―Iré a investigar aquello —me dijo Milk River mientras me tendía su rifle.―De acuerdo —consentí―. Te cubriré. pero si pasa algo, será mejor que te hagas aun lado. ¡No soy el mejor tirador del mundo!En la primera parte de su camino Milk River tuvo posibilidades de mantenerse oculto.Avanzaba de prisa. Los matorrales que le cubrían habían raleado. Su paso se hizo lento yluego se echó a tierra. A rastras, avanzaba hacia alguna piedra, unas matas, una elevacióno un arbusto.Cuando estuvo a unos diez metros de la casa más cercana se apartó de su últimoescondrijo y dio un brinco para echarse a correr hasta la pared exterior de la casa. Nada sucedió. Milk River se agazapó contra la pared durante largos minutos y luegose dirigió hacia la parte trasera del edificio.Un mexicano surgió por una esquina. No pude distinguir sus facciones, pero vi que su cuerpo se ponía rígido y que su manovolaba hacia la cintura.El revólver de Milk River relampagueó.El mexicano cayó al suelo. El brillante acero de su cuchillo relumbró muy arriba de lacabeza de Milk River y resonó al caer sobre una piedra.Al seguir su marcha, Milk River quedó fuera de mi vista, al otro lado de la casa.Cuando le volví a ver, corría hacia la puerta negra de la segunda casa.Varios disparos atravesaron la puerta para darle la bienvenida.Hice lo que me fue posible con los dos rifles —una cortina de fuego por delante demi compañero―, que vomitaron plomo contra la puerta abierta tan pronto como logréapuntar. En el momento en que ya había descargado mi segundo rifle, Milk River estabademasiado cerca de la puerta como para que me arriesgara a seguir disparando.Dejé de lado el rifle y monté en el caballo para correr en ayuda de mi osado ayudante.Pero no la necesitaba. Todo había concluido cuando yo llegué.
 
Milk River empujaba a otro mexicano y a Gyp Rainey fuera de la casa con loscañones de sus revólveres.―Aquí están todos —me dijo a modo de saludo―. O, al menos, no he podidoencontrar más.―¿Qué haces aquí? —le pregunté a Rainey.Pero el idiota clavó una mirada vacía en la tierra y no respondió una sola palabra.―Los amarraremos —decidí―. Luego echaremos una mirada por ahí.Milk River ejecutó la mayor parte de la tarea, ya que tenía más experiencia en materiade lazos. Los dejó en tierra, amarrados espalda contra espalda, y nos alejamos paraexplorar.A excepción de una buena cantidad de armas de todos los calibres conocidos, y de lamunición más que necesaria para ese arsenal, no hallamos nada demasiado excitante,hasta llegar a una pesada puerta, atrancada con una barra de hierro sujeta con un candado.La puerta cerraba una habitación central del edificio más importante, situada en el mismocentro de aquel baluarte.Con la puerta herrumbrada de un viejo pico forcé el candado. Luego quitamos la barra de hierro y abrimos la puerta.Desde una celda sin ventilación ni luz, varios hombres se precipitaron, furiosos,contra nosotros. Eran siete y hablaban una algarabía de lenguas mientras avanzaban.―Les mostraremos nuestras armas para detenerles. Sus gritos se hicieron másfuertes.―¡A callar! —les grité.Supieron qué había querido decirles, aunque no comprendiesen mis palabras.Hicieron silencio mientras los examinábamos. Los siete parecían ser forasteros... eintegrantes de alguna banda de destripadores.Milk River y yo les interrogamos en inglés, primero y luego con el pobre castellanoque entre ambos pudimos apañar. Ambos intentos produjeron una buena cantidad decháchara, pero nada en ninguna de las dos lenguas que habíamos utilizado.―¿Sabes alguna otra lengua? —le pregunté a Milk River.―Sólo chinook.Y esa lengua indígena no nos serviría de mucho. Traté de recordar algunas deaquellas palabras a las que considerábamos francesas durante mi servicio en la A. E. F.Un Que désìrez vous? Hizo surgir una radiante sonrisa en la cara gorda de un hombrede ojos azules.Llegué a comprender nous allons aux Etats Units antes de que la velocidad con que pronunciaba las palabras me impidiese reconocer absolutamente nada más.Eso sí que era gracioso. Big ‘Nacio no había permitido que esos pájaros supiesen queya se hallaban en Estados Unidos. Supuse que los podría manejar mejor si ellos pensabanque estaban aún en México.―Montrez moi votre passeport.El pedido produjo una cantidad de voces de protesta emitida por Ojos Azules. Leshabían dicho que no era necesario ningún pasaporte. Como no habían podido obtener  pasaporte, había pagado por entrar al país en forma ilegal.―Quand étes vous venus ici?―Hier.Es decir, ayer, y más allá del resto de las palabras que me dijo al responder. Big‘Nacio había ido a Corkscrew tan pronto como hizo atravesar la frontera a esos hombres yluego de encerrarles en esa cueva.Hicimos entrar otra vez a los inmigrantes en la celda, junto con Rainey y el mexicano.Rainey aullaba como un lobo cuando le quité la aguja hipodérmica y la droga.
 
―Deslízate hacia allá arriba y echa una mirada al desierto —ordené a Milk River―mientras yo oculto al hombre que has despachado.Cuando Milk regresó, ya había preparado al mexicano muerto para que sirviese a misdesignios: estaba sobre una silla, cerca de la puerta de entrada del edificio principal, conla espalda contra la pared y el sombrero ocultándole la cara.―He visto nubes de polvo en el horizonte —me comunicó Milk River―. No meextrañaría que los tuviéramos aquí antes de la noche.La oscuridad era total, desde hacía una hora, cuando los hombres llegaron.En ese momento, luego de haber comido y descansado, estábamos dispuestos aenfrentarles. Una luz brillaba dentro de la casa. Milk River estaba dentro, arañandoalgunas notas de una mandolina. La luz salía por la puerta abierta para iluminar apenas almexicano muerto: la estatua de un hombre dormido. Un poco más allá, asomando sólomis ojos y mi frente, yo me mantenía tenso contra la pared.Oímos a nuestros huéspedes antes de poder verles. Dos caballos ―que hacían elruido de diez― llegaron levantando polvo.Al frente, Big ‘Nacio estaba ya fuera de la silla y tenía un pie en la entrada antes deque las patas delanteras de su caballo —alzadas muy alto por la violencia con que el jinete había tirado de las riendas― tocaran otra vez la tierra. El segundo jinete llegó por detrás de él.El barbudo vio el cadáver. Dio un salto hacia él, enarbolando el látigo mientras rugía:―¡Arriba,
 piojo
!
Las notas de la mandolina callaron.Yo me dejé ver.Los bigotazos de Big ‘Nacio descendieron por la sorpresa.Su látigo cayó sobre las ropas del muerto y quedó allí, en tanto que el lazo sostenía elcabo unido a una de sus muñecas; Big ‘Nacio llevó la otra mano hacia la cadera.Yo tenía empuñado el revólver desde hacía una hora, y estaba cerca. Tuve más que eltiempo necesario para hacer puntería. Cuando su mano apenas tocaba la empuñadura delarma, mi bala se hundió entre la mano y la cadera de Big ‘Nacio.Mientras mi oponente caía, vi a Milk River aplicándole un golpe en la nuca, con laempuñadura de su revólver, al otro hombre.―Parece que nos complementamos muy bien― me dijo el muchacho al inclinarse para recoger las armas de los dos caídos.Las maldiciones que rugía el barbudo nos hicieron difícil la conversación.―Llevaa éste al refrigerador —anuncié―. cuida a Nacio. Luego nosocuparemos de él.Arrastré al hombre que se hallaba inconsciente hacia la celda. A mitad del camino serecuperó, pero le volví a dormir con un golpe de mi revólver. Le eché dentro del agujero,aparté a los otros hombres y cerré la puerta con la barra de hierro.Cuando regresé, el barbudo había dejado de bramar.―¿Viene alguien detrás de ti? —le pregunté, arrodillado junto a él y mientras lecortaba los pantalones con mi cuchillo.Como respuesta obtuve una extensa información acerca de mismo, miscostumbres, mis antepasados. Nada eso era verdadero, pero en cambio estaba lleno decolorido.―Tal vez sería mejor que le amordazáramos —sugirió Milk River.―No. ¡Déjale que grite! —Me volví otra vez hacia el barbudo―: Si estuviese en tulugar, ya habría contestado a la pregunta. Si los tíos del Circle H.A.R. te siguen la huellahasta aquí y nos sorprenden desprevenidos, no habrá quien te salve de un linchamiento.
4
En castellano en el original
 
Eso no le había pasado por la cabeza.―Sí, sí. Aquel Peery y sus hombres.
 Ellos seguir... mucha rapidez
―¿Alguno de tus hombres, además de ti y ese otro?―¡No! ¡Ninguno!―Lo mejor será que hagas una hoguera lo más grande posible, aquí, en el frente,mientras yo detengo esta hemorragia, Milk River.El chico me miró con ojos desilusionados.―¿No emboscaremos a esos tíos?―No; a menos que nos resulte imprescindible.Cuando terminé de aplicar un par de torniquetes al mexicano, Milk River ya habíaencendido un fuego crepitante que iluminaba los edificios y la mayor parte de la mesetasobre la que se alzaban. Mi idea había sido hacer que Nacio y Milk River se parapetasendentro de la casa, para el caso de que no lograra hacer entrar en razones a Peery. Pero nohubo tiempo. Apenas había comenzado a explicar mi plan a Milk, cuando la voz de bajode Peery llegó desde el otro lado del círculo de luz.―¡Todo el mundo manos arriba!―¡Cuidado! ―advertí a Milk y me puse de pie. Pero no alcé las manos.―El jaleo ha terminado ―respondí―. Bajad hasta aquí.Transcurrieron diez minutos. Peery avanzó hacia el fuego, montado en su caballo. Sucara de mandíbulas cuadradas estaba cubierta de polvo y torva. Su caballo estaba cubiertode una espuma polvorienta. Empuñaba sus dos revólveres.Por detrás de él, también montado, apareció Dunne: tan sucio, torvo y preparado paradisparar como Peery. Nadie seguía a Dunne. Los demás, pues, estaban esparcidos a nuestro alrededor, enmedio de la oscuridad.Peery se inclinó sobre la cabeza de su caballo para observar a Big ‘Nacio, que aúnestaba tendido en tierra, casi sin respirar.―¿Muerto?―No..., un rasguño en la mano y en la pierna. Algunos de sus amigos están dentro, bajo llave y candado.Chispas de locura relumbraron en los ojos de Peery, a la luz de la hoguera.―Puedes quedarte con los otros —me dijo con voz ronca―. Este hombre es nuestro.Lo comprendí muy bien.―Me quedaré con todos.―No tengo ni pizca de maldita confianza —me gruñó Peery―. Me quiero asegurar de que terminen ya mismo esas cabalgatas de Big ‘Nacio. Me haré cargo de él.―¡No te muevas!―¿Cómo te figuras que me impedirás que me lo lleve? —me preguntó con unarisotada maligna―. No creerás que estamos solos Irish y yo, ¿verdad? Si no crees queestáis acorralados, ¡haz la prueba de moverte!Le creía, por cierto.―Eso no cambia las cosas. Si yo fuese un vaquero nómada o una rata del desierto oun tío sin ninguna relación, me limpiarías en un segundo. Pero no lo soy y tú sabes que nolo soy. Cuento con eso. Tendrás que matarme para llevarte a Nacio. ¡Eso es seguro! Y nocreo que le quieras tan mal como para arriesgarte hasta ese punto.Me miró fijamente durante unos instantes. Luego sus rodillas dirigieron al caballohacia el mexicano. Nacio se sentó y comenzó a rogarme que le salvara.Con lentitud alcé mi derecha hacia la pistolera que pendía de mi hombro.―¡Abajo esa mano! —ordenó Peery, con sus dos revólveres muy cerca de mi cabeza.
5
Las palabras en bastardilla figuran en castellano en el original.
 
Le dediqué una sonrisa, desenfundé mi arma lentamente, y lentamente le apunté por entre las suyas.Mantuvimos esa posición el tiempo necesario como para transpirar bastante. ¡No eracosa de juego!Una llamarada extraña relampagueó en los ojos cercados de líneas encarnadas. Nocomprendí lo que sucedía hasta que fue demasiado tarde. Su mano izquierda se apartó demi cabeza... disparó.Un agujero se había abierto en la parte superior de la cabeza de Big ‘Nacio, que seinclinó hacia un lado.Sonriente, Milk River derrumbó de un disparo a Peery.Yo me hallaba bajo la mano derecha, armada, de mi interlocutor cuando el disparo lehizo caer de la silla, mientras disparaba. De inmediato me encontré arrastrándome entrelas patas del caballo encabritado. Los revólveres de Dunne escupieron fuego.―¡Adentro! —le grité a Milk River en tanto disparaba dos tiros contra el caballo deDunne.Estampidos de rifle resonaron desde todas las direcciones posibles, a nuestroalrededor y por sobre nuestras cabezas.Desde la puerta iluminada, Milk River, tirado sobre el piso, arrojaba fuego y plomodesde sus dos revólveres. El caballo de Dunne había caído. Dunne se puso de pie... alzóambas manos hasta la cara... cayó junto a su caballo.Milk River mantuvo el fuego el tiempo necesario para que me arrastrara hacia él yllegase a la casa.Mientras yo rompía la lámpara y apagaba la llama, el muchacho cerró la puerta. Las balas resonaban contra la puerta y las paredes.―¿He hecho bien en liquidar a ese idiota? —me preguntó Milk River.―Buen trabajo —le mentí. No tenía sentido llorar sobre lo que ya estaba hecho. No había querido la muerte dePeery. La de Dunne también era innecesaria. El momento adecuado para las armas es elque llega después que las palabras han fracasado, y a mí no me faltaban las palabrascuando aquel chico de piel bronceada se había lanzado a la acción.Las balas dejaron de abrir agujeros en nuestra puerta.―Los muchachos deben haber sentado cabeza —supuso Milk River―. No puedentener todo un infierno de balas si han estado tiroteándose con Nacio desde la mañana.Encontré un pañuelo blanco en mi bolsillo y comencé a anudarlo en el cañón de unrifle.―¿Para qué es eso? —preguntó mi compañero.―Para hablar. —Me acerqué a la puerta―. Y tú tendrás quietas las manos hasta queyo termine la charla.―Nunca he visto a un hombre que prefiera las palabras a los tiros —se quejó elmuchacho.Abrí la puerta con cautela. Apenas una rendija. No pasó nada. Hice asomar el rifle através de la rendija y lo agité a la luz del fuego que aún ardía. No pasó nada. Abrí la puerta y di un paso hacia afuera.―¡Que alguien baje a hablar! —grité hacia las sombras exteriores.Una voz que no reconocí maldijo con amargas palabras e insinuó una amenaza:―¡Ya te daremos!Luego todo fue silencio.Un destello metálico relumbró a un lado.Buck Small, son sus ojos hinchados y los párpados cubiertos de oscuro polvo, conuna mancha de sangre sobre una mejilla, se adelantó hasta el círculo de luz.
 
―¿Qué pensáis hacer, hombre? —le pregunté.Me miró con aire hosco. Nos figuramos que nos hemos de llevar a ese Milk River. No tenemos nada en contratuya. Haces lo que haces porque te han pagado por hacerlo. ¡Pero Milk River no tenía quehaber asesinado a Peery!―Sólo os haréis daño a vosotros mismos, Buck. Los días salvajes y sin justicia hanquedado atrás. Vosotros hasta aquí no sois culpables de nada. ‘Nacio os ha atacado yhabéis hecho lo que se supone que es correcto al matar a todos sus hombres en el desierto.Pero no tenéis derecho a llevaros a mis prisioneros. Peery no lo ha querido comprender así. Y si no le hubiéramos matado aquí, más tarde habría llegado a colgar de una cuerda.“Y en cuanto a Milk River: él no os debe nada. Abatió a Peery bajo la mira devuestras armas... ¡cuando ni siquiera se podía soñar que fuese posible hacerlo! Vosotrosteníais todos los naipes preparados en nuestra contra. Milk River se arriesgó a hacer algoque ni tú ni yo nos atreveríamos a hacer. No tenéis de qué lamentaros.“Aquí dentro tengo diez prisioneros y una buena cantidad de armas y municiones. Sime obligáis, les daré las armas a mis prisioneros y les haré pelear. Prefiero perder a cadaun o de esos malditos antes que permitiros que os los llevéis.“Todo lo que ganaréis peleando contra nosotros será aumentar vuestra culpabilidad...,auque ganéis o perdáis. Este extremo del condado de Orilla ha estado abandonado a símismo mucho más tiempo que el resto del Sudoeste. Pero esos tiempos ya han pasado. Hallegado dinero desde fuera; llega gente también. ¡No podréis resistir toda la vida frente aeso! En los viejos tiempos los hombres que lo intentaron sólo obtuvieron fracasos.¿Quieres ir a hablar con tus compañeros?―Sí —y se alejó hacia las sombras.Volví a la casa.―Creo que sen sensatos —le dije a Milk River―, pero no siempre puedesasegurarlo. O sea que será mejor que eches una mirada por allí y veas si se puede llegar aesa celda desde aquí, porque he hablado en serio cuando dije que les daría armas anuestros prisioneros.Veinte minutos más tarde Buck Small estaba de regreso.―Tú ganas —dijo―. Queremos llevarnos a Peery y a Dunne con nosotros.Jamás nada me había parecido tan bueno como mi cama de Cañón House durante lanoche siguiente, la del miércoles. Mi demostración con aquel caballo amarillo, mi riñacon Chick Orr, las, para mí, poco habituales cabalgatas que había hecho... todas éstas erancosas que me habían dejado más dolores que granos de arena tenía el condado de Orilla. Nuestros diez prisioneros descansaban en un viejo almacén de Adderly, vigilados por voluntarios escogidos entre los integrantes del mejor elemento del pueblo, bajo el mandode Milk River. Pensé que allí estarían seguros hasta que los inspectores de inmigración — a quienes había hecho llegar un mensaje― pudiesen venir por ellos. La mayoría de loshombres de Big ‘Nacio habían muerto durante la batalla contra la gente del Circle H.A.R.y no me parecía posible que Bardell lograra reunir los hombres necesarios como para queintentase atacar mi prisión.Los vaqueros del Circle H.A.R. se comportarían razonablemente a partir de esemomento, pensé. Aún quedaban dos puntos oscuros, pero el fin de mi cometido enCorkscrew no estaba demasiado lejos.. De modo que no me hallaba del todo insatisfechoconmigo mismo cuando, rígido de dolores y cansancio, me quité las ropas para echarmeen la cama y dormir ese sueño que me había ganado.¿Lo pude hacer? No.Estaba confortablemente envuelto en las sábanas, cuando alguien golpeó a mi puerta.
 
Era el inquieto y diminuto doctor Haley.―Me han llamado a su prisión temporaria hace algunos minutos para que atendiese aRainey —me dijo el doctor―. Ha intentado escapar y se ha fracturado un bazo mientrasforcejeaba con uno de los guardias. Eso no es grave, pero sus condiciones físicas sí lo son.Es imprescindible suministrarle algo de cocaína. No creo que sea aconsejable dejarle sindroga por más tiempo.―¿De verdad se encuentra muy mal?―Si.―Bajará a hablar con él —respondí, y con poco ímpetu volví a vestirme―. Le hedado uno que otro pinchazo mientras regresábamos del rancho... lo suficiente como paraque no se cayera de la silla; pero ahora quisiera sacarle alguna información y no tendrámás droga hasta que haya hablado.Comenzamos a oír los aullidos de Rainey antes de llegar a la improvisada cárcel.Milk River hablaba con uno de los guardias.―Se te echará encima, jefe, si no ledas su dosis —me dijo Milk River―. Ahora letenemos amarrado para que no se quite las tablillas del brazo. ¡Está loco como un mico!El doctor y yo entramos al almacén; un guardia nos acompañaba con una linterna para iluminar el camino.En un rincón, sentado sobre la silla a la que le había amarrado Milk River, hallamos aGyp Rainey. De las comisuras de sus labios caía una baba blanquecina. Su cuerpo secontorsionaba sin cesar.―¡Por el amor de Dios, dadme un pinchazo! —lloriqueó Rainey al verme.―Deme una mano, doctor, le llevaremos fuera de aquí.Alzamos a Rainey, con silla y todo, y le llevamos fuera.―Deja de berrear y óyeme —le ordené―. Tú asesinaste a Nisbet. Quiero que mecuentes cómo lo has hecho. Si me lo cuentas todo, tendrás tu pinchazo.―¡Yo no le he asesinado! —chilló.―Esa es una mentira. Tú has robado el lazo de Peery mientras el resto de nosotros sehallaba en casa de Bardell, en la mañana del lunes, investigando la muerte de Slim. Luegoamarraste el lazo para que pareciese que el asesino se había retirado por el cañón.Después te quedaste junto a la ventana hasta que Nisbet entró al cuarto trasero... yentonces ha sido cuando le has disparado. Nadie ha bajado utilizando ese lazo, porque deser así Milk River habría encontrado algún rastro. ¿Confesarás? No quiso hacerlo. Chilló y maldijo, rogó y negó saber algo del asesinato.―¡Pues irás allí otra vez! —le dije.El doctor Haley puso una mano sobre mi brazo.―No quiero que usted piense que estoy interfiriendo, pero es mi deber advertirle quelo que está haciendo es peligroso. Creo, y pienso que es mi deber hacerle saber lo quecreo, que está poniendo a este hombre a las puertas de la muerte al negarle la droga.―Lo sé, doctor, pero tendré que afrontar ese riesgo. Aún no está tan perdido, porquede lo contrario no mentiría. Cuando su hambre de droga llegue al punto culminante,¡hablará!Una vez que dejamos arrumbado otra vez a Gyp Rainey, regresé a mi cuarto, pero noa dormir.Yo había dejado la puerta sin llave y Clio Landes me aguardaba sentada sobre lacama, con una botella de whisky. Estaba animada por unas tres cuartas partes delcontenido de la botella: una de esas exuberancias melancólicas.Era una pobre, enferma, solitaria y nostalgiosa niña, alejada de su mundo. Se sirviós licor, recordó a sus padres muertos, algunos hechos tristes de su infancia ydesgraciadas situaciones de su pasado, y lloró por el recuerdo de todo ello.
 
Eran casi las cuatro de la mañana del martes cuando el whisky oyó, por fin, missúplicas y la chica se quedó dormida sobre mi hombro.La alcé para sacarla al pasillo y llevarla a su cuarto. En el instante mismo en quellegaba a la puerta de la habitación de la joven, el gordo Bardell subía la escalera.―Más faena aún para el sheriff —comentó con tono jovial mientras pasaba a milado.El sol estaba alto y mi habitación se había caldeado cuando me despertó el sonido yafamiliar de alguien golpeando a mi puerta. Esta vez era uno de los guardias voluntarios: elchico de largas piernas a quien había enviado con la advertencia para Peery el lunes por lanoche.―Gyp quiere verle. —La cara del muchacho estaba macilenta por la falta desueño―. Nunca he visto a un hombre que tenga tanto interés en ver a otro.Rainey estaba convertido en una ruina cuando llegué a su lado.―¡Yo le he matado! ¡Yo! —chilló al verme―. Bardell sabía que los del CircleH.A.R, querían contragolpear por la muerte de Slim. Me hizo asesinar a Nisbet y echarlelas culpas a Peery para que usted sospechara de ellos. ¡Ya antes lo había intentado y no lehabía valido de mucho...!“¡Un pinchazo! ¡He dicho la verdad, por Dios! Yo robé el lazo, lo amarré en el cañóny disparé contra Nisbet con el revólver de Bardell cuando el gordo lo mandó al cuartotrasero. El arma está bajo el vaciadero de latas, detrás de la tienda de Adderly. ¡Dadmeese pinchazo!―¿Dónde está Milk River? —le pregunté al muchacho de las piernas largas.―Creo que ha ido a dormir. Se ha marchado de aquí al salir el sol.―Pues bien, Gyp. Aguántate hasta que llegue el doctor. ¡Te lo enviaré ya mismo!Encontré al doctor Haley en su casa. Un minuto más tarde salía con una carga dedroga y una aguja hipodérmica.El Border Palace no abriría hasta el mediodía. Sus puertas estaban cerradas. Marchécalle abajo, en dirección a Cañón House. Milk River salía del interior en el momento enque yo puse mis pies en la galería del frente.―Hola, chico —le saludé―. ¿Tienes idea de cuál es el cuarto en que reposa tu amigoBardell?Me miró como si nunca jamás me hubiese visto antes.―¿Por qué no lo averiguas tú mismo? Estoy harto de hacerte las faenas sucias. ¡Ya te puedes buscar otra nodriza, hombre, o también puedes irte al diablo!El olor del whisky que adornaba sus palabras no era tanto como para que una borrachera fuese la explicación de ese estallido.―¿Qué te pasa? —le pregunté.―Me pasa que pienso que eres una sucia... No le dejé ir más lejos.Su mano derecha se lanzó hacia su costado cuando me acerqué a él.Lo estrellé contra la pared con mi cadera antes de que pudiese desenfundar el arma yle inmovilicé los brazos con mis manos.¡Podrás ser un lobo rabioso con tu gente! —rugí mientras le sacudía con mucha másira que la que habría experimentado si el chico hubiese sido un extraño―. Pero si quieresensayar algunos de tus números conmigo, ¡te podré sobre mis rodillas para azotarte!Los finos dedos de Clio Landes se clavaron en mi brazo.―¡Basta! —me gritó―. ¡Basta! ¿Por qué no os comportáis con sensatez? —nosamonestó a ambos―. Está negro por algo que ha ocurrido esta mañana. ¡No sabe lo quedice!
 
También yo estaba negro.―¡Yo sí sé lo que le he dicho! —insistí.Pero le quité las manos de encima y entré al hotel. Una vez dentro busqué a Vickers.―¿En qué cuarto está Bardell?―En el doscientos catorce. ¿Por qué?Pasé junto a él y subí la escalera.Con el revólver en una mano, utilicé la otra para llamar a la puerta de Bardell.―¿Quién es? —preguntó su voz, desde dentro.Le respondí.―¿Qué quiere?Le dije que quería hablar con él.Me hizo esperar durante un par de minutos antes de abrir. Estaba vestido a medias.De la cintura para abajo tenía todas sus prendas puestas. Por arriba, una chaqueta le cubríael torso y una de sus manos, estaba hundida en el bolsillo.Sus ojos dieron un brinco al enfocar el revólver que empuñaba mi mano.―¡Le arresto por el asesinato de Nisbet! —le informé―. Saque esa mano del bolsillo.Trató de comportarse como si creyera que todo era una broma.¿Por el asesinato de Nisbet?―Ajá. Rainey ha confesado. Saque esa mano del bolsillo.Sus ojos miraron algo, por sobre mi cabeza, con un relámpago de triunfo encendidoen ellos. Le gané en el primer disparo por una fracción de segundo, ya que él había perdido su tiempo intentando que yo me dejase engañar por aquel antiguo truco.El tiro de Bardell arañó mi cuelloMi disparo se incrustó en donde la camiseta se estiraba sobre su gordo pecho.Cayó mientras trataba de sacar el arma del bolsillo para disparar otra vez.Pude haber saltado sobre él, pero estaba a punto de morir. Esa primera bala le habíaatravesado los pulmones. De todos modos, le metí otra en el cuerpo.El pasillo se había llenado de gente.―¡Llamad al doctor! —grité.Pero Bardell ya no necesitaba médico. Estaba muerto antes de que mis palabrashubiesen terminado de sonar.Chick Orr se abrió paso entre aquella verdadera muchedumbre y se metió en elcuarto.Me incorporé y enfundé mi arma.―Todavía no tengo nada contra ti, Chick —le dije con lentitud―. Sabrás mejor queyo si es posible que más adelante descubra algo. De estar en tu situación, yo me escurriríade Corkscrew sin perder tiempo en preparar las maletas.El ex boxeador me echó una mirada huidiza, se rascó el mentón y de sus labios seescapó algo parecido a un cloqueo.―Si alguien pregunta por mí, le dirás que he salido de gira —y se volvió para abrirse paso entre la gente.Cuando llegó el doctor le llevé hasta mi cuarto, donde curó la herida de mi cuello. Noera profunda, pero sangraba mucho.Una vez que el médico hubo terminado con la cura, busqué ropas limpias en mimaleta y me desvestí. Pero cuando quise lavarme, comprobé que el doctor había usadotoda mi reserva de agua. Me puse la chaqueta, los pantalones y zapatos y bajé a la cocina.La recepción estaba vacía cuando regresé con el agua; pero Clio Landes se habíaapostado por allí.Pasó a mi lado sin dirigirme ni siquiera una mirada.
 
Me lavé, me vestí, ajusté mi pistolera. Aún quedaba por aclarar un punto y debíahacerlo ya mismo. Pensé que no necesitaría los juguetes calibre 32, de modo que los dejéa un lado. Una sola cosa más, y todo estaría cumplido. Me reconfortaba la idea demarcharme de Corkscrew. No me gustaba el lugar; jamás me había gustado y menosahora, luego de la discusión con Milk River.Pensaba en él al salir del hotel... y en ese instante le vi, de pie, al otro lado de la calle.Un paso. Y una bala llenó de polvo mi pie.Me detuve.―¡Venga, gordito! —bramó Milk River―. ¡O tú o yo!Giré lentamente para enfrentarme con él, pensando en algún tipo de salida. Pero nohabía ninguna.Sus ojos eran líneas de luz enloquecida. Su cara parecía una lívida máscara salvaje.Era imposible tratar de hacerle razonar.―O tú o yo! —repitió antes de meter otra bala en tierra, a pocos centímetros de mi pie―. ¿Dónde está tu arma?Dejé de buscar alguna salida y desenfundé el revólver.Me dio tiempo suficiente.Y nos encañonamos mutuamente.Oprimimos los gatillos al mismo tiempo.Un fogonazo salió del revólver de Milk River.Caí a tierra... con el lado derecho de mi cuerpo casi insensible.Milk me miraba, entre asombrado y aterrado. Dejé de mirarle para observar mi arma:¡sólo había resonado el martillear del gatillo en el momento del disparo!Cuando volví la mirada hacia mi contrincante, le vi acercarse a paso lento y con surevólver apuntando al suelo.―Ha ido a lo seguro, ¿eh? —alcé mi arma para que pudiese ver el percutor roto―.Me lo tengo merecido, por dejarla sobre la cama cuan do salgo a buscar agua.Milk River dejó caer su arma y me arrebató la mía.Clio Landes se precipitó desde la puerta del hotel hacia nosotros.―¿No estás...?Milk River le metió mi arma casi en las narices.―¿Tú has hecho esto?―Temí que él... —comenzó a contestar la chica.―Tú...! —Con el dorso de la mano abierta, Milk River aplastó la boca de la joven.Se dejó caer a mi lado y en ese momento su cara de niño era una cara de niño. Unalágrima caliente cayó sobre mi mano.―Jefe, yo no sabía...―Está bien —le aseguré, y lo creía de verdad.Ya no escuché lo que me decía. La insensibilidad de mi lado derecho desaparecía y lasensación que la reemplazaba no era grata. Todo se removía dentro de mi cuerpo...Estaba en la cama cuando recuperé el sentido. El doctor Haley le hacía cosasdesagradables a mi flanco derecho. A sus espaldas, las manos temblorosas de Milk River sostenían un lebrillo.―Milk River —susurré, porque era lo más que me podía permitir para hablar. Elmuchacho se inclinó hasta que su oreja quedó junto a mis labios.―Ve por Toad. El ha matado a Vogel. Cuidado... tiene un arma. Háblale de defensa propia... quizá confiese. Enciérrale junto con los otros.Dulce sueño una vez más. Noche; una débil luz iluminaba el cuarto cuando volví a abrir los ojos. Clio Landes
 
estaba sentada junto a la cama, mirando el piso, abrumada.―Buenas noches ―logré articular.Me arrepentí de haber hablado.Se echó a llorar sobre mi pecho y tuve que esforzarme para hacerle comprender quele había perdonado lo que había hecho con mi revólver. No sé cuántas veces la perdoné. Yeso resultaba ser una maldita cosa.Tuve que cerrar los ojos y fingir que había perdido el conocimiento para lograr que secallara.Dormí algo, sin duda, porque cuando volví a mirar a mi alrededor era de día y Milk River estaba sentado en la silla.Se puso de pie, sin mirarme, la cabeza gacha.―Me marcharé, jefe, ahora que todo está arreglado. Quiero que sepas que si yohubiese sabido lo que esa... había hecho a tu revólver, jamás habría disparado contra ti.―¿Qué diablos te pasaba? —le gruñí.―Estaba loco, lo reconozco —murmuró―. Tenía dentro un par de tragos y luegoBardell me llenó la cabeza con chismes acerca de ti y de ella... Me dijo que tú me tomabas por tonto. Y... me pilló la locura de meterte algún plomo en el cuerpo, es verdad.―¿Y has arreglado algo con eso?―¡Diablos! ¡No, jefe!―Entonces, ¿por qué no te dejas de tonterías, te sientas y hablamos? ¿Aún estaisreñidos?Lo estaban, con énfasis profano.―¡Eres un perfecto idiota! —le dije―. Ella es forastera aquí, tiene nostalgias de Nueva York. Yo le podía hablar en su mismo lenguaje y conocía a la gente que ellaconocía. Eso ha sido todo...―¡Pero no es ese el problema, jefe! Cualquier mujer que sea capaz de hacer...―¡Bobadas! Es un truco sucio, es verdad. Pero una mujer que es capaz de semejantecosa por ti cuando te ve en un aprieto, vale oro. ¡Ahora ve y trae contigo a esa niñita Clio,ve!Fingió que iba a buscarla a su pesar. Pero oí la voz de la muchacha cuando él golpeóla puerta.Y me dejaron yacer en mi lecho de dolor durante una hora bien larga antes derecordar mi existencia. Luego llegaron caminando tan juntos que casi tropezaban el unocontra los pies del otro.―Ahora hablaremos de negocios —gruñí―. ¿Qué día es hoy?―Lunes―¿Has arrestado a Toad?―Ya cumplí con ese recado —me respondió Milk River; ambos jóvenes compartíanla única silla―. Ahora estará en la cárcel del condado... ha ido allá junto con los otros. Seha tragado aquello de la defensa propia y me lo ha confesado todo. ¿Cómo has logradoadivinar que ha sido él, jefe?―¿Qué ha sido qué?―Que ha sido Toad quien ha matado al pobre Slim. El dice que Slim fue a su tienda,le despertó, comió por un dólar y diez céntimos y luego le desafió a que intentarahacérselos pagar. En la discusión, Slim desenfundó el arma y Toad tuvo miedo y ledisparó... Slim, con toda cortesía, trastabilló hacia fuera para ir a morir al medio de lacalle. ¿Pero cómo has sabido que ha sido Toad?―No tendría que revelar mis secretos profesionales, pero lo haré por esta única vez.Toad estaba limpiando su tienda cuando fui a preguntarle qué sabía acerca del asesinato, yhabía fregado el piso antes que el techo. Si eso tenía algún significado, no podía ser otro
 
que el de que se había visto obligado a fregar el piso, y para disimular hacía luegolimpieza general.. O sea que Slim debía haber sangrado sobre el piso.“A partir de ese punto, el resto era fácil de suponer. Slim se había marchado delBorder Palace en un estado mental lamentable, entusiasmado al ganar durante la tarde,desesperado luego por el humillante triunfo de Nisbet con la demostración de su habilidad para las armas; se había puesto negro y había estado bebiendo todo el día. Red Wheelan lehabía recordado esa tarde aquella ocasión en que Toad le había seguido hasta el rancho para cobrarle un par de bocados. ¿Qué podía ser más lógico que Slim quisiese aplacar suira en la tienda de Toad? Que la herida no haya sido de escopeta no significaba nada.Desde un principio no le tuve ninguna confianza a esa escopeta. Si Toad hubiesedependido de ella para protegerse, no la habría tenido a la vista en un lugar de donde eramuy fácil quitarla. Supe que la escopeta tenía un efecto moral y que él debía utilizar unarma que estaría habitualmente bien oculta.“Otra cosa que vosotros dejasteis de lado, ha sido que Nisbet parecía decir la verdad yno el tipo de cuento que habría hecho de ser culpable realmente. Las historias de Bardell yde Chick no eran tan claras, pero es posible que hayan creído que Nisbet había matado aSlim y que hayan intentado ecubrirle.Milk River me sonrió mientras abrazaba a la muchacha.―Pues no eres tan tonto —me dijo―. Clio me había advertido, la primera vez que tevio, que era mejor que no tratara de hacer trucos contigo.Una mirada lejana le invadió los ojos claros.―Pensar que todos esos tíos que han muerto o están heridos o encarcelados, lo están por un dólar y diez céntimos. Está muy bien que Slim no haya comido por cinco dólares.¡Todo el estado de Arizona estaría despoblado por entero!
 
 La mujer del rufián
[
 Ruffian's Wife
,
S
UNSET
M
AGAZINE
, octubre 1925
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Margaret Tharp solía pasar del sopor a la vivacidad de los ojos abiertos sin quemediara languidez alguna. Aquella mañana no hubo nada fuera de lo habitual en sudespertar, salvo la ausencia del triste ulular del barco de las ocho de San Francisco. Alotro extremo de la habitación, las manecillas del reloj semejaban una mano larga queseñalaba las siete y unos pocos minutos. Margaret se dio la vuelta bajo las sábanas, dandola espalda a la pared occidental, bañada por el sol, y volvió a cerrar los ojos.Pero no llegó a amodorrarse. Ya había despertado definitivamente a la inquietudmatinal de los pollos del vecino, al rumor de un automóvil que iba hacia el ferry, al ajeno perfume de magnolias en la brisa que le cosquillaba la mejilla con mechones de pelo. Selevantó, deslizó los pies en las suaves zapatillas y los hombros en la bata y bajó lasescaleras para poner las tostadas y el café antes de vestirse.Un hombre gordo que iba de negro estaba a punto de salir de la cocina.Margaret chilló, llevándose la bata a la garganta con las dos manos.Rojo y cristal centellearon en la mano con la que el hombre gordo se quitó el hongonegro. Sin soltar el picaporte, se volvió para encararse con Margaret. Se volvió despacio,con la suave precisión de un globo que girara sobre un eje fijo, meneando la cabezacuidadosamente, como si equilibrara una carga invisible. —Usted... es... la... señora... Tharp.Espaciaba las palabras con suspirantes bocanadas, que las almohadillaban, las presentaban como gemas anidadas en algodón en rama. Pasaba de los cuarenta y teníaunos ojos relucientes dentro de su opacidad, cuya negrura se repetía con diversidad deacabados en bigote y pelo, en el traje recién planchado y en los abrillantados zapatos. La piel negra de su rostro, con la redondez de una bola por encima del cuello rígido y duro,era peculiarmente basta, fuertemente granulada, como si la hubieran cocido. Sobre aquelfondo la corbata destacaba como una llamarada escarlata.―Su... marido... no... está... en... casa. No fue más inquisitivo que cuando la llamó por su nombre, pero se detuvoexpectante. Margaret, de pie en el pasillo entre las escaleras y la cocina, seguía demasiadosobresaltada para decir “no”.―Usted... le... está... esperando.En la actitud de aquel hombre, que no tenía por qué estar en la cocina, pero quetampoco parecía desconcertado porque se le hubiera encontrado allí, no había nadaaparentemente amenazador. Las palabras de Margaret fluyeron casi con facilidad.―No, todavía... le estoy esperando, claro, pero no sé exactamente cuando volverá.Hombros y sombrero negros, moviéndose al unísono, dieron la completa impresiónde una reverencia, sin que se alterase lo más mínimo la postura de la redonda cabeza.―Será... tan amable... de... decirle... cuando... llegue... que... yo... espero. Yo... le...espero... en... el... hotel —las bocanadas prolongaban interminablemente sus frases yhacían de ellas grupos de palabras finamente divididos, de incierto significado―.Dígale... que... Leonidas... Doucas... está... esperando... El sabe. Somos... amigos... muy... buenos... amigos. No... olvide... el... nombre... Leonidas... Doucas.―Desde luego que se lo diré. Pero de verdad que no sé cuándo llegará.El hombre que se hacía llamar Leonidas Doucas asintió levemente bajo aquel algoinvisible que su cabeza sostenía. La negrura de la piel y del bigote exageraban la blancura
 
de sus dientes. La sonrisa le desapareció con la misma rigidez, con tan poca elasticidadcomo le había surgido.―Puede... esperarle. Viene... ahora.Se dio la vuelta, alejándose de ella, y salió de la cocina cerrando la puerta.Margaret atravesó la habitación de puntillas para cerrar la puerta con llave. Sonó elmecanismo interior del cerrojo, pero el resbalón no corrió. La envolvió el suave aroma delas magnolias. Abandonó la lucha con el pestillo toro y se dejó caer en una silla al lado dela puerta. Por la espalda le brotaban puntitos de sudor. Bajo la bata y la combinaciónsentía las piernas frías. Doucas y no la brisa le había llevado al lecho el aroma de lasmagnolias. Su presencia no adivinada en el dormitorio era lo que la había despertado.Había subido a descubrir a Guy con sus ojos brillantes. ¿Y si Guy hubiera estado en casa ,dormido a su lado? Se imaginó a Doucas inclinándose sobre la cama, la cabeza todavíaerguida rígidamente, con una hoja brillante en el puño enjoyado. Le dio un escalofrío.Luego soltó una carcajada. ¡pero qué tontita! ¿En qué cabeza cabía que a Guy, a suGuy de cuerpo fuerte y nervios de acero, para el que la violencia no suponía más que unasuma para un contable, pudiera hacerle daño un hombre gordo, perfumado y asmático?Durmiera o no Guy, si Doucas llegaba como enemigo, tanto peor para Doucas... ¡Un perrillo faldero regordete que gruñera al lobo rojo de su marido!Saltó de la silla y empezó a trastear con el tostador y la cafetera. Leonidas Doucasquedó relegado en sus pensamientos por las noticias que él mismo le haa proporcionado: Guy volvía a casa. Eso había dicho aquel negro gordo, y lo había dichocon aplomo. Guy volvía a casa para llenarla con sus risas tumultuosas, sus blasfemias avoz en cuello, con sus historias de proscrito en lugares de nombres extraños, con su olor atabaco y a licor, con sus cachivaches de explorador, que no acababan nunca de encajar nien los armarios ni en las habitaciones, sino que rebosaban, invadiendo la casa desde eltejado hasta el sótano.. Rodarían casquillos bajo los pies, botas y cinturones apareceríanen lugares insospechados, por todas partes habría cigarros, colillas de cigarros, cenizas decigarros; probablemente en el porche se alinearían las botellas vacías, para escándalo delos vecinos.Guy volvía a casa..., y había tantas cosas que hacer en una casa tan pequeña...;ventanas y cuadros y marcos que limpiar, muebles y suelos que encerar, cortinas quecolgar, alfombras que sacudir. Con tal de que no volviera antes de dos días, o tal vez tres.Había desechado los guantes de goma por incómodos... ¿Los había puesto en elarmario de la entrada o arriba? Tenía que encontrarlos. Había tanto que restregar..., y aGuy no podía ofrecerle unas manos ásperas. Frunció el ceño ante la manita que se llevabala tostada a la boca y la acusó de aspereza. Tendría que comprar otro frasco de colonia. Sile quedara tiempo después de trabajar, podría acercarse al centro por la tarde. Pero anteshabía que dejar la casa brillante y ordenada, para que Guy pudiera decir: “¡Menudo nidito primoroso para albergar a un toro como yo!”Y que quizá contara del mes que había pasado en la cabaña de la isla de la Rata condos de la chusma de los siwashes, durmiendo los tres en una cama porque tenían tan pocas mantas que no podían ni repartírselas.Los dos días que Margaret había deseado pasaron sin Guy, y otro, y otros. Se acabó lacostumbre de dormir hasta que el ulular del barco de las ocho trepara colina arriba. A lassiete, a las seis, a las cinco y media una mañana, ya estaba vestida y moviéndose por lacasa, puliendo objetos relucientes, refregando alguno ligeramente manchado por el usodel día antes, enredando en las habitaciones incesante, meticulosa, feliz.Siempre que pasaba por el hotel de camino a las tiendas de la parte baja de la calleWater, veía a Doucas. Por lo general, estaba en el vestíbulo de grandes ventanalesacristalados, muy derecho en el sillón más grande, cara a la calle, redondo, vestido de
 
negro, inmóvil.Una vez salió del hotel cuando ella pasaba. Ni la miró, ni apartó la vista, ni pretendió ser reconocido, ni se esforzó por no serlo.Margaret sonrió agradablemente, saludó agradablemente y siguió calle abajo alejándosede aquel sombrero levantado por una mano enjoyada, de aquella cabecita erguida. Elaroma de magnolias acompañándola una docena de pasos, acentuó su impresión de ciertagraciosa bondad no exenta de prepotencia.Esa misma amabilidad indulgente la perseguía por las calles, en las tiendas, en susvisitas a Dora Milner, y hasta la propia puerta de su casa cuando salía a abrir a AgnesPeppler y a Helen Chase. Se inventaba frases orgullosas cuando en realidad pronunciaba oescuchaba otras. Guy se mueve de continente en continente con la misma facilidad conque Tom Milner va del mostrador de las medicinas al cajón de los sifones, pensaba,mientras Dora hablaba de la ropa blanca de la habitación de los huéspedes. Dispone de suvida con la misma despreocupación con que Ned Peppler lleva su maletín, alardeabacuando servía el té a Agnes y a Helen; vende su osadía tan cara como Paul Chase vendelos solares de primera.Todos ellos, amigos y vecinos, hablaban entre sí de la “pobre Margaret”, de “la pobrecilla señora Tharp”, cuyo marido era un notorio rufián, siempre en algún lugadistante, metido en toda clase de canalladas. Aquellos propietarios de dóciles animalesdomésticos la compadecían, o simulaban hacerlo. Porque su hombre era una bestia errantea la que no se podía enjaular, porque no llevaba el insulso uniforme de la respetabilidad, porque no caminaba por caminos trillados y seguros. ¡Pobrecilla señora Tharp! Y ella sellevaba la taza a la boca para contener una risita que amenazaba con interrumpir groseramente la interpretación que Helen hacía de un disputado punto de bridge.―De verdad que no importa, siempre que todos sepan las reglas a seguir antes decomenzar el juego —dijo tras una pausa que requirió su comentario, y siguió con sussecretos pensamientos.¿Y cómo sería ―se preguntaba, con la certeza de que nunca le habría ocurrido aellaeso de tener por marido a un macho domado, dostico, que llegara conregularidad para las comidas y a la hora de dormir, cuyas escapadas más atrevidas no pasasen del vértigo de una ocasional partida de cartas, de unas vacaciones urbanícolas enSan Francisco o, como mucho, de una insípida aventura con alguna mecanógrafa,manicura o sombrerera descarriada?Ya avanzado el sexto día de espera, apareció Guy.Mientras se preparaba la cena en la cocina, oyó el chirrido de un automóvil que sedetenía delante de la casa. Corrió hacia la puerta y atisbó por el cristal envisillado. Guyestaba de pie en la acera, dándole su ancha espalda, sacando bolsas de cuero del cocheque desde el ferry le había llevado hasta allí. Se alisó el cabello con las manos frías, sealisó el delantal y abrió la puerta.Guy se dio la vuelta, con una bolsa en cada mano y otra bajo el brazo. Sonrió a travésde una florida e incipiente barba de dos días y saludó con una de las bolsas como quiensaluda con un pañuelo.Sobre el cabello rojo y enredado llevaba medio caída una gorra rota, le sobresalía el pecho de una chaqueta en estado ruinoso, llevaba unos pantalones caqui mugrientos, muyajustados a las pantorrillas y a los muslos nervudos, zapatos que fueran de loneta blancaque intentaban contener unos pies hechos para un número mayor y, fracasando, dejabanasomar un dedo gordo envuelto en un calcetín marrón. Un vikingo rojizo con harapos demendigo. Llevaría otra ropa en las bolsas, pero los harapos eran su disfraz de vuelta acasa, un gesto afectado de”trabajador-que-regresa-del-campo”. Subió por el camino, las bolsas descuidadas rozando los geranios y las capuchinas.
 
Margaret sentía la garganta congestionada. Una niebla lo emborronó todo menosaquel rostro rojo que se le abalanzaba. Un gemido sin exteriorizar le sacudió el pecho.Hubiera querido correr hacia él como hacia un amante. Hubiera querido alejarse de élcomo de un violador. Se quedó muy quieta en el umbral, sonriéndole, recatada, con la boca seca y caliente.Sus pies ya rozaban los escalones, el porche. Cayeron las bolsas al suelo. Unos brazosgruesos se le echaron encima.A las fosas nasales le llegó el olor a alcohol, a sudor, a salitre, a tabaco. La carne barbada le raspó las mejillas. Perdpie, perdió el aliento, la plegaba dentro de él, laapretaba, la magullaba, la apisonaban aquellos labios duros. Cerrando los ojos para luchar contra el dolor que reflejaban, se colgó fuertemente de él, del único ser plantado confirmeza en aquel torbellino de universo. Al oído le llegaba el retumbar de mimitosviciosos, de cariñitos soeces; otro sonido percibaún más próximo..., un arrullogutural..., se reía.Guy había vuelto a casa.Envejeció la tarde antes de que Margaret recordara a Leonidas Doucas.Sentada en las rodillas de su marido, se echaba hacia delante para contemplar las baratijas, el botín cingalés, que se apilaban en la mesa. Unos pendientes de concha letapaban a medias las orejas, pesadas incongruencias de oro sobre el almidón remilgado desu ropa de casa.Guy, bañado, afeitado y todo vestido de blanco, dio, con la mano libre, un tirón por debajo de la camisa. Perezosamente, de su cuerpo salió un cinturón monedero, que golpeósin ruido la mesa y quedó allí, grueso y apático, como una serpiente sobrealimentada. Losdedos pecosos de Guy rebuscaron en los bolsillos del cinturón. Resbalaron billetes verdesde banco, rodaron las monedas para atascarse inmediatamente en los papeles, surgieroncrujientes billetes verdes para tapar las monedas.―Oh, Guy! —gritó asombrada―. ¿Todo esto?El se rió, la acunó en sus rodillas y revolvió los billetes verdes de la mesa como unniño jugando con hojas secas.―Todo eso. Y cada uno ha costado un litro de sangre de horchata de algún tipo. A lomejor te parecen fríos y verdes, pero te aseguro que de el primero al último están másrojos y calientes que las calles de Colombo, por si no lo ves.Se negó a temblar bajo aquella risa de sus ojos plagados de venas rojas, rió y alargóun dedo tentativo hacia el billete más próximo.¿Cuánto hay, Guy?―Ni lo sé. Los cacé al vuelo ―alardeó―. No tuve ni tiempo de llevar la cuenta. Era bing. Bang, a correr y a por otra. Una noche teñimos de rojo Yoda-ela. Abajo el barro,arriba la oscuridad, lluvia por todas partes, y un diablo marrón en cada gota de agua. Yuno con sombrero de caña venía a buscarnos con una linterna que nunca encontró nadasalvo un buda con tortícolis encima de una roca antes de que le dejáramos fuera decombate.Lo del buda con tortícolis le recordó a Margaret la cara de Doucas.―¡Oh! Vino un hombre a verte la semana pasada. Te está esperando en el hotel. Sellama Doucas, uno muy corpulento con...―¡El griego!Guy Tharp bajó a su mujer de las rodillas. Ni apresurada ni ásperamente, sino con esealejamiento de la atención con que se trata a los juguetes cuando llega la hora del trabajo.―¿Y qué más tenía que decir?―Eso fue todo, salvo que era amigo tuyo. Fue por la mañana temprano y me loencontré en la cocina y supe que había estado arriba. ¿Quién es, Guy?
 
―Un tipo ―dijo vagamente su marido, la boca rodeando, mordisqueando un nudillo.Parecía no darle importancia ni estar siquiera interesado por la noticia de que Doucas sehabía introducido furtivamente en su casa―. ¿Le has visto después?―No como para hablar, pero le veo cada vez que paso por delante del hotel.Guy se sacó el nudillo de la boca, se frotó la barbilla con el pulgar, encorvó sushombros gruesos, los dejó caer relajadamente y tendió las manos a Margaret. Arrellanadocómodamente en su sillón, abrazándola con sus brazos fuertes, le dio por reír, por  bromear, por fanfarronear otra vez, la voz convertida en un retumbar tierno que aMargaret le llegaba desde más debajo de la cabeza. Pero los ojos no le palidecieron hastaalcanzar su color zafiro habitual: tras las bromas y las risas parecía haberse instalado unareservada seriedad.Aquella noche durmió profundamente, como un niño o un animal, pero ella sabía quele había costado dormirse.Justo antes del alba ella se escurrió de la cama y se llevó el dinero a otra habitación para contarlo. Había doce mil dólares.Por la mañana Guy estuvo alegre, lleno de risas y palabras, tras las cuales no se percibía ninguna seriedad extraña. Tenía que contar de una pendencia en una calle deMadrás, o de una casa de juegos en Saigón; de un finlandés, al que había conocido en elhotel Queen, de Kandy, que se iba a hacer remolcar una gigantesca almadía hasta elcentro del Pacífico, donde esperaba vivir sin que el ruido de giro de la tierra le molestarademasiado.Guy hablaba, reía y desayunaba con la avidez de quien no sabe cuando volverá acomer. Una vez que acabó, encendió un puro y se levantó.―Me parece que voy a bajar la colina para hacerle una visita a tu amigo Leonidas, aver qué se trae entre manos.Cuando la abrazó violentamente para besarla, sintió ella el bulto de un revólver enfundado bajo el traje. Se acera la ventana de la calle para verle alejarse;contoneándose despreocupadamente colina abajo, meneando los hombros, silbando Bangaway My Lulu.De vuelta a la cocina, Margaret se aplicó a fregar los platos del desayuno,limpiándolos como si fuera una dificilísima tarea, emprendida por primera vez. El agua lesalpicaba el delantal, dos veces se le escurrió el jabón de la mano al suelo, un asa de unataza se le quedó entre los dedos. Luego el fregoteo se le convirtió en trabajo rutinario ydejó de ser una ocupación que le apartaba de pensamientos indeseables: llegaron éstosrecordándole la inquietud de Guy durante la noche y aquella risa que no era totalmentesincera.Se inventó una canción que comparaba a un fofo perrillo faldero con un lobo rojo; aun hombre para el cual la violencia no suponía más que una suma para un contable, conun hombre gordo perfumado y asmático. La insistencia dio ritmo a aquel canto sin palabras, el ritmo la tranquilizó, apartó sus pensamientos de lo que podría estar sucediendo en el hotel colina abajo.Ya había terminado los platos y estaba restregando el fregadero cuando regresó Guy.Le dedicó una breve sonrisa y bajó la cara, continuando su tarea, para ocultar las preguntas que, sin duda, traslucían sus ojos.El se quedó en la puerta, observándola.―He cambiado de idea ―dijo de repente―. Que dé él el primer paso. Si quiereverme, ya sabe le camino. Es cosa suya.Se apartó de la puerta. Ella le oyó subir por las escaleras.Apoyó las palmas ociosas en el fregadero. La porcelana blanca era hielo blanco: elfrescor se le metió en el cuerpo, trepando por los brazos.
 
Una hora después, cuando Margaret subió, Guy estaba sentado en el borde de lacama, pasándole un paño al tambor del revólver negro. Ella trasteó por la habitación,haciendo como que se ocupaba con esto y aquello, confiando en que él contestara a las preguntas que ella no se atrevía a formular. Pero se limitó a hablar de cosas inconexas.Limpió y engrasó el revólver con el detenimiento afectuoso y parsimonioso de un afilador que afilara su cuchillo, mientras hablaba de asuntos que nada tenían que ver con LeonidasDoucas.Pasó el resto del día en casa, fumando y bebiendo toda la tarde en el salón. Cuando seechaba hacia atrás, el revólver le hacía un bulto bajo la axila izquierda. Estuvo alegre ysoez y fanfarrón. Margaret percibió por primera vez en sus ojos y en el detalle de cadauno de sus gruesos músculos faciales los treinta y cinco años que tenía.Después de cenar se sentaron en el comedor sin otra luz que la del día que se acababa.Cuando se desvaneció por completo, ninguno de los dos se levantó para dar al interruptor que había junto a la puerta encortinada del vestíbulo. El se mostraba tan gárrulo como decostumbre. A ella le resultaba difícil hablar, pero él no parecía notarlo: con Guy, Margaretnunca había sido una persona muy locuaz.Estaban sentados en aquella completa oscuridad cuando sonó el timbre de la puerta.―Si es Doucas, hazle pasar ―dijo Guy―. Y será mejor que subas y te quites de enmedio.Margaret encendió la luz antes de salir de la habitación y se volvió a mirar a sumarido. En ese momento estaba aplastando la colilla fría del puro que hasta entonceshabía estado mascando. Le dedicó una sonrisa forzada.―Y si oyes jaleo ―sugirió― será mejor que te tapes la cabeza con las sábanas y pienses en cómo quitar mejor las manchas de sangre de la alfombra.Ella se mantuvo muy erguida mientras se acercaba a abrir la puerta.Apareció el sombrero redondo de Doucas junto con sus hombros, en un únicomovimiento a modo de reverencia que la envolvió con el olor a magnolias.―Su... marido... está... en... casa...―Si ―mantuvo la barbilla levantada para que pareciera que sonreía, aunque él lesacaba una cabeza, intentando forzar una sonrisa lo más dulce y agradable posible―.Entre. Le está esperando.Guy seguía sentado en el mismo sitio, con un puro nuevo encendido, y no se levantó para dar la bienvenida a Doucas. Se sacó el cigarro de la boca y dejó que el humo lefluyera entre los dientes para guarnecer su sonrisa de insolencia bienintencionada.―Bienvenido a nuestro lado del mundo.El griego no dijo nada, quedándose de pie nada más atravesar la cortina.Así les dejó Margaret, que cruzó la habitación y subió después por las escaleras deatrás. La voz de su marido subió tras ella en un estruendo del que ella no pudo distinguir las palabras. Si Doucas habló, ella no le oyó.Se quedó de pie en el dormitorio oscuro, agarrada con las manos al pie de la cama,trasmitiéndole su temblor. De la noche surgían preguntas que la atormentaban, preguntassombrías en una profusión cambiante, demasiado rápida como para ver ninguna conclaridad, pero todas relacionadas con aquel orgullo que a lo largo de ocho años se le habíaconvertido en algo muy preciado.Le traían a la memoria el orgullo depositado en el coraje y en la dureza de un hombre,coraje y dureza que podían transformar robos, asesinatos, delitos vagamente intuidos, enmales no mayores que el de un muchacho que roba una manzana. Le hablaban de laexistencia o la inexistencia de aquel coraje de oropel, sin el cual un explorador no pasabade ser un ratero de tienda a escala geográfica mayor, un ladrón furtivo que entraba enterritorios extranjeros en lugar de casas, una figura huidiza y remolona, capaz de
 
autobiografiarse con todos los encantos posibles. Semejante orgullo no sería sino unaestupidez.Del suelo le llegaba un murmullo, el que de las palabras dichas en su comedor de papel pintado marrón dejaban pasar la distancia y la estructura interpuestas. El murmullola atrajo hacia el comedor y la transportó físicamente, al igual que aquellas preguntas quela asediaban.Dejó las zapatillas en el dormitorio. Muy suavemente, sus pies, protegidos por lasmedias, la hicieron descender por la oscura escalera principal, paso a paso. Con la faldasujeta y levantada para que no crujiera, se deslizó por los escalones negros hacia lahabitación donde dos hombres, en ese momento extraños por igual, traficaban.Por abajo y por ambos lados de la cortina se colaba la luz amarilla trazando una pálida U torcida en el suelo del vestíbulo. Se oía la voz de Guy.―... aquí no. Volvimos la isla del revés, desde Dambulla hasta Kala wewa, y nosacamos nada. Te digo que fue un fracaso. ¡Como coja a esos ingleses, con todo lo quedesperdiciaron!―Dahl... dijo... que... estaba... allí.La voz de Doucas era suave, con esa suavidad infinitamente paciente de quien está a punto de perder la paciencia.Deslizándose hasta el umbral, Margaret atisbó por entre las cortinas. En su campo devisión entraron los dos hombres y la mesa que había entre ellos. De Doucas veía laespalda y los hombros bajo el abrigo; estaba sentado muy derecho, las manos inertessobre los muslos gruesos, inerte el perfil ladeado. Guy tenía los antebrazos, las mangas blancas, apoyados en la mesa y se echaba hacia delante, las venas hinchadas en frente ygarganta, más pequeñas y vívidas alrededor del negro azul de sus ojos. El vaso que teníadelante estaba vacío, el que había ante Doucas, rebosaba todavía de licor oscuro.―Me importa un pimiento lo que diga Dahl ―la voz de Guy era roma, pero parecíacarente de determinación―. Te digo que allí no había nada.Doucas sonrió. Sus labios pusieron al desnudo unos dientes blancos para cubrirlos denuevo en una mueca incómoda, que tenía tan poco de humorística como de espontánea.―Pero... no... has... vuelto... de... Ceilán... más ... pobre... de... lo... que... te... fuiste.Guy asomó la punta de la lengua entre los dientes, volvió a ocultarla. Se miró lasmanos pecosas extendidas sobre la mesa. Miró a Doucas.―Pues no. Me he traído quince de los grandes, si es que te importa algo —dijo, yluego rebajó la sinceridad de aquella afirmación fanfarroneando un poco, justificándose―. Hice un trabajo para uno. Que no tenía nada que ver con lo nuestro. Fuedespués de que lo otro fallara.―Sí. Permíteme... que... lo... dude.Suave, acolchadamente, aquellas palabras poseían una violencia contenida queningún grito de ¡mentira! Hubiera podido igualar.Se encogieron los hombros de Guy, le castañetearon los dientes, la sangre le golpeóen la venas que le ribeteaban la cara. Los ojos le relumbraron, purpúreos, ante la oscuramáscara cocida que tenía enfrente, hasta que el aliento que Margaret retenía en su pechose convirtió en un sufrimiento atroz.Se fue apagando el relumbre de los ojos púrpura. Bajaron los ojos. Guy frunció elceño, mirándose las manos, los nudillos, que eran protuberancias blancas y redondas.―Como te plazca, hermano ―dijo atropelladamente.Margaret se tambaleó tras la cortina protectora, su razón apenas controlando la manoinstintiva, que buscaba asidero para recuperar con él el equilibrio. Tenía el cuerpo comouna concha fría y húmeda alrededor del vacío que hasta ese día, hasta ese momento, pesea todas las dudas, habían generado ocho años de acumular orgullo. Las lágrimas le
 
humedecieron la cara, lágrimas por aquel orgullo prepotente que ahora no pasaba de ser ridículo. Se vio como una niña entre adultos, ostentando una cinta de papel Manila en lafrente, chillando: “Mirad mi corona de oro”―Perdemos... el... tiempo..., Dahl... dijo... medio... millón... de... rupias.Indudablemente..., era... menos. Pero... lo... más... seguro... es... que... la... mitad...estuviera... allí ―aquellas bocanadas antes y después de cada palabra, a base de repetirsesin cambios, se convirtieron en algo absolutamente forzado. Cada palabra perdía relacióncon la siguiente, transforndose en un signo amenazante que flotaba por lahabitación―. Sin... contar...con... los... picos..., mi... parte... sería... de... setenta... y...cinco... mil... dólares. Me... quedo... con... eso.Guy no levantó la vista de sus nudillos blancos y duros. Tenía la voz lúgubre.―¿Y de dónde crees que los vas a sacar?Los hombros del griego se movieron una mínima fracción de pulgada. Pero comollevaba tanto tiempo sin moverse en absoluto, tal imperceptible movimiento se convirtióen un encogimiento de hombros pronunciado.―Me... los... vas... a... dar... tú. No... querrás... que... le... lleguen... noticias... al...cónsul... británico... de... alguien... que... no... hace... muchos... días... se... llamaba...Tom... Berkey... en… El... Cairo.La silla de Guy salió disparada; él se abalanzó por encima de ,a mesa.Margaret tuvo que taparse la boca con la mano para impedir un grito que su gargantano tuvo fuerzas de producir.La mano derecha del griego bailaba enjoyada ante la cara de Guy. La mano izquierdahabía materializado de la nada una pistola compacta.―Siéntate..., amigo.Colgando por encima de la mesa, Guy pareció encogerse de repente, como ocurrecuando alguien que va aproximándose se detiene. Durante un momento se quedó así.Luego gruñó, recuperó el equilibrio, levantó la silla y se sentó. Su pecho subía y bajabalentamente.―Escucha, Doucas ―dijo con gran franqueza―, estás completamente equivocado.Puede que me queden diez mil dólares. Los he conseguido yo solito, pero si tienes algo en perspectiva, haré lo que hay que hacer. Puedes quedarte con la mitad de los diez mil.A Margaret le habían desaparecido las lágrimas. Su compasión por sí misma se habíatornado en odio hacia los dos hombres que, sentados en su comedor, pisoteaban suorgullo. Seguía temblando, pero ahora de rabia, y de desprecio por el lobo de su maridoque pretendía comprar a aquel gordo que le había amenazado. Lo que sentía era losuficientemente profundo como para abarcar también a Doucas. Deseó traspasar el umbraly mostrarles su desprecio. Pero aquel impulso no la llevó a anda. No hubiera sabido quéhacer, qué decirles. Aquel no era su mundo.―Cinco... mil... lares... no... es... nada. Gasté... veinte... mil rupias... preparándote... lo... de... Ceilán.Desamparada, Margaret se despreció a sí misma. La propia amargura de aquellasensación la llevó a intentar justificar, a intentar reconquistar cualquier fragmento delorgullo que había sentido por Guy. Después de todo, ¿qué sabía ella de su mundo? ¿Cómo podía ella medir sus valores? ¿podía un hombre ganar todos los envites? ¿Qué podíahacer Guy ante la pistola de Doucas?La futilidad de aquellas preguntas que se planteaba la enrabietó. La única verdad eraque jamás había contemplado a Guy como a un hombre, sino como a un ser casi fabuloso.La fragilidad de cualquier excusa que pudiera encontrar para Guy nacía precisamente dela necesidad de encontrar tal excusa. No avergonzarse de él era un pobre sustituto de laadmiración anterior. Convencerse a sí misma de que no era un cobarde no dejaba de abrir 
 
un hueco donde antes se había instalado la alegría por sus atrevimientos.Tras la cortina, los dos hombres seguían regateando con la mesa de por medio.―...último... centavo. Nadie... me... traiciona.. y... se... aprovecha.Ella atisbó por el hueco que quedaba entre cortina y cerco: al gordo Doucas con su pistola firme sobre la mesa, al enrojecido Guy que pretendía ignorar la pistola. Una rabiadesarmada, impotente, la inundó. ¿Desarmada? El interruptor de la luz estaba junto a la puerta. Doucas y Guy estaban atentos el uno al otro...Movió la mano antes de que el impulso se formulara por completo. La situación eraintolerable; pero la oscuridad la modificaría, aunque fuera en muy poco, así que laoscuridad era algo deseable. Metió la mano entre la cortina y el cerco, la dobló hacia unlado, como si fuera un ser dotado de visión, y apretó el botón con un dedo.La restallante oscuridad se vio rasgada por una llama delgada de color bronce. Guysoltó un bramido, un sonido animal sin significado alguno. Una silla cayó de plano contrael suelo. Unos pies se arrastraron, patearon, araron. Los gridos servían decontrapunto a otros gruñidos.Ocultos por la noche, los dos hombres y lo que hacían se convirtieron finalmente enalgo real para Margaret, en algo físicamente inteligible. Ya no eran imágenes quetomaban cuerpo por lo que de su orgullo habían hecho. Uno era su marido, un hombreque podía resultar herido, muerto. El otro alguien que se podía matar. Podían morir, uno olos dos, gracias a la ligereza de una mujer. Una mujer, ella, les arrojaba hacia la muerte por no confesarse que no podía ser menos que la mujer de un gigante.Sollozando, apartó de un empujón la cortina y buscó a dos manos el interruptor quehabía encontrado con tanta facilidad hacía un momento. Con ellas tanteó la pared, queretumbaba cuando los cuerpos caían. A sus espaldas, huesos y carne aporreaban otroshuesos y otra carne. Se arrastraban los pies al ritmo de las respiraciones enronquecidas.Maldecía Guy. Ella tanteaba hacia delante y hacia atrás con los dedos, a un lado y a otro,recorriendo el papel pintado de la pared, que en ningún momento se interrumpía para dar  paso al artefacto eléctrico.Ya no se oía el arrastre de los pies. Un zumbido borboteante invadió la habitación,ahogando cualquier otro ruido, dando una densidad y un peso sofocantes a la oscuridad,acelerando el tanteo de los dedos frenéticos de Margaret.La mano derecha topó con el marco de la puerta. Allí la dejó, apretando hasta que el borde de la madera le cortó la piel y le impidió seguir la búsqueda frenética, mientrasmentalmente recomponía su imagen de la pared. El interruptor de la luz debía estar un poco más debajo de su hombro, pensó.―Justo por debajo de mi hombro ―susurró ásperamente, intentando oír sus propias palabras por encima del borboteo. Con el hombro apoyado en el cerco de la puerta, pusolas dos manos aplanadas sobre la pared y las movió.Desapareció el borboteo, dejando tras de sí un silencio aún más opresivo, un silenciode inmenso vacío.Bajo la palma que se deslizaba surgió el metal frío; un dedo encontró el botón, lotanteó con demasiada ansiedad por arriba, resbaló. Apretó entonces con ambas manos. Sehizo la luz. Se dio la vuelta, quedó de espaldas a la pared.Al otro extremo de la habitación estaba Guy a horcajadas de Doucas, sujetándole lacabeza con sus manos gruesas, que ocultaban al tiempo el cuello blanco del griego. Lalengua de Doucas era un colgajo azulado que pendía de una boca azulada. Tenía los ojosfuera de las órbitas, apagados. El extremo de una liga de seda roja le colgaba de una de las perneras del pantalón, cruzado sobre el zapato.Guy se volvió a mirar a Margaret, parpadeando por la luz.―Buena chica ―le alabó―. Este griego no era ningún bombón para comérselo a
 
 plena luz del día.Guy tenía un lado de la cara completamente enrojecido, bajo un surco rojo. Ella tratóde concentrarse en aquella herida para olvidar lo que significaba aquel “era”.―¡Estás herido!El soltó el cuello del griego y se restregó la cara con una mano: se le tiñó de rojo. Lacabeza de Doucas golpeó huecamente el suelo, sin temblar.―Sólo me ha rozado dijo Guy―. Me hará falta para alegar defensa propia.Aquella insistencia llevó la mirada de Margaret al hombre tendido en el suelo, aunquela apartó inmediatamente.―¿Está...?―Más muerto que todas las cosas ―le aseguró Guy.Tenía la voz aligerada, levemente teñida de satisfacción.Ella le miró horrorizada, la espalda pegada a la pared, asqueada de su propia participación en aquella muerte, asqueada por la insensible brutalidad de Guy en la voz yen el semblante. Guy no la veía: miraba pensativamente al muerto.―Ya te dije que le daa un repaso si era eso lo que andaba buscando―fanfarroneó―. Ya se lo dije, hace cinco años, en Malta.Apartó al muerto Doucas suavemente con un pie. Margaret se encogió contra la pared, sintiéndose a punto de vomitar.El pie de Guy tanteaba reflexivamente el cadáver; Guy tenía los ojos apagados,absortos en asuntos lejanos, cosas que habían sucedido hacía cinco años en un lugar que para ella no pasaba de ser un nombre en el mapa, vagamente asociado con cruzadas ygatitos. Le sangraba la mejilla, le colgaba la sangre en gotas que engordabanmomentáneamente y caían después sobre el abrigo del muerto.El pie detuvo su macabro juego de tanteo. Los ojos de Guy se abrieron y brillaron, sele aguzó el rostro de pura ansiedad. Se dio un golpe en la palma con el puño y saltó entorno a Margaret.―¡Dios! ¡Este tipo tiene una concesión perlífera en La Paz! Si llego antes de lanoticia de su muerte, podría... ¡Eh! ¿Qué ocurre?Se la quedó mirando, la confusión borrando la animación de su rostro.Margaret no pudo aguantarle de frente. Mila mesa caída, miró por toda lahabitación, miró al suelo. No quería levantar la vista para que él contemplara lo que habíaen sus ojos. Si de repente comprendiera..., no, no podría quedarse allí de pie, mirándole,dándole tiempo para que sus ojos lo hicieran comprenderlo todo.Intentó que la voz no la traicionara.―Te voy a vendar la mejilla antes de llamar a la policía ―dijo.

Actividad (18)

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